VERANO12

Amim o la caída

 Por Ana María Shua

La señora Meme no se había roto la cadera, como todos los viejitos, sino la rodilla. En la radiografía se veía con nitidez el fémur astillado. Estaba roto en ocho trozos grandes y muchos fragmentos pequeños. Pero eso no fue lo más grave.

Lucía y Juan Pablo no se ponían de acuerdo acerca del momento en que había empezado la diarrea. Lucía pensaba que fue antes de la operación, mientras esperaban que volviera de viaje su traumatólogo, cuando se contagió el clostridium difficile. En la clínica les decían que el clostridium no siempre se contagia: es una bacteria que vive en el intestino. Los antibióticos fuertes que recibió la señora Meme para evitar infecciones en el hueso modificaron la flora intestinal y provocaron la proliferación del clostridium. Pero Juan Pablo, que estaba siempre pegado a la computadora, averiguó por Internet que sólo el 5% de la población normal vive con el clostridium puesto y en cambio el 40% de la población hospitalaria lo tiene. De hecho, a partir del diagnóstico, todos los médicos, las enfermeras y enfermeros se ponían guantes de goma antes de tocar a la señora Meme y se cubrían con un delantal blanco que colgaba de un gancho en la habitación.

Después de la operación la diarrea se volvió pavorosa, constante, interminable. No había tiempo de llamar a la enfermera, Lucía se encargaba de todo.

El traumatólogo estaba contento. Explicó cómo había reconstruido el hueso, asegurándolo con una chapita de metal y dos tornillos. Al tercer día contando desde la operación, la diarrea se detuvo y Juan Pablo se volvió a su casa en Columbia, Maryland.

Pero ahora el vientre de la enferma estaba hinchado y doloroso. El médico de cabecera convocó a un gran cirujano especializado en gastroenterología. Cuando se acercó para palparla, la señora Meme tendió los brazos hacia adelante, en un movimiento involuntario. “Ni necesito tocarla” dijo el gran cirujano, en tono didáctico. “Ese reflejo defensivo es típico del abdomen agudo.”

El colon estaba perforado. Peritonitis. Esa misma noche la operaron otra vez. A las tres de la madrugada el gran cirujano les dio a Lucía y a su marido una explicación muy complicada sobre la operación que acababa de realizar. La jerga ingenieril, pensó Lucía, era la manera que tenía el hombre de expresar su incertidumbre.

Al día siguiente, en terapia intensiva, por primera vez desde la caída, Lucía vio llorar a su madre, desesperada porque el respirador no la dejaba hablar. En esos largos días de angustia empezaron los primeros síntomas. La señora Meme volvió de la anestesia desorientada y ya nunca recuperó del todo su control sobre la realidad, que se le deshacía en hilachas.

Otra vez ella y yo, juntas y solas, pensaba Lucía, que cuando era adolescente se llevaba muy mal con su mamá: dos personas a las que el destino había decidido unir más de lo previsto, más de lo anunciado. Juan Pablo llamaba por teléfono desde Maryland dos veces por día y prometió venir para la siguiente operación. La señora Meme tenía ahora un ano contra natura y el gran cirujano había asegurado que en un par de meses, en cuanto se recuperara, le iba a reconstruir el intestino. Hablar de la siguiente operación no era desalentador: en la salita de terapia intensiva sonaba como una garantía de supervivencia.

La señora Meme, una mujer orgullosa y tímida, había vivido desde los veinte años bajo la sombra protectora de su marido. La expresión estaba bien empleada: el papá de Lucía y Juan Pablo, con su personalidad extrovertida, fuerte y alegre, la protegía y también le hacía sombra. Lucía recordaba a su madre, incluso de joven, siempre un poco excedida de peso, un poco descuidada en su forma de vestir, un poco indiferente pero sobre todo un poco, demasiado poco. Lucía adoraba a su padre, y él era mucho. Su voz alta y desafinada llenaba la casa con canciones de moda en su juventud. La madre, en cambio, mezquinaba hasta los besos, hasta la comida. Tenía un curioso sentido negativo de la vida, provocado, tal vez, por su infancia huérfana, desdichada. “Qué importancia tiene”, era una de sus frases preferidas, para lo bueno y para lo malo. Sin embargo, le daba importancia, mucha importancia, al dinero. “La plata sirve para estar tranquila” solía decir. Y con eso justificaba su resistencia pasiva pero tozuda, a cualquier gasto que no fuera indispensable. Mientras su marido disfrutaba de todos los usos posibles del dinero, que incluían dar órdenes, ostentar, viajar, divertirse, y hasta derrochar, lo único que la señora Meme quería del dinero era saber que lo tenía.

Después de la muerte de su padre, Lucía había ocupado el papel de protectora, un poco mamá de su propia madre. Había una sola persona en el mundo capaz de hacer reír a la señora Meme a carcajadas: su hijo Juan Pablo. Más de una vez Lucía había visto la escena con una mezcla de culpa y de celos. Su madre echaba la cabeza hacia atrás y le brillaba la mirada y ella, que tanto quería a su padre, no podía dejar de reconocer la existencia de esa otra mujer que se asomaba por un momento a los ojos opacos de la señora Meme. ¿Cómo hubiera sido su vida con un marido menos intenso, menos frondoso? Durante años la hija se había sentido culpable por el tono de malestar que tenían las relaciones con su madre, en comparación con la espontaneidad que traía Juan Pablo. Sólo cuando ella misma fue madre, mirándose por dentro con más crueldad de lo que es capaz la mayoría, se perdonó un poquito, a costa de una acusación mucho más grave. Las madres, había descubierto con horror, no sienten igual con respecto a todos sus hijos, no los tratan de la misma manera. Ella y su hermano, creyó entender, quizás no habían tenido la misma madre.

La confusión de la señora Meme empezó con las fechas. Al principio parecía lógico que con tanta internación no supiese en qué día estaba. Una tarde, cuando ya había salido de terapia pero seguía internada, Lucía le contó que su hija casada, la mayor de sus nietas, estaba embarazada. “¿Hacía falta más gente en el mundo?” contestó la señora Meme. Para Lucía fue una bofetada, pero después pensó que esa respuesta extrema había sido otra señal de que la mente de su madre se perdía por caminos extraños.

Antes de salir de la clínica hubo que reorganizar la vida de la anciana. Ya no podría quedarse sola en su casa. En cambio, de a poco, iba recobrando el uso de su pierna rota: volvería a caminar. La señora tenía largos períodos de lucidez y solo por momentos se la veía como perdida en una niebla espesa de la que salían de pronto algunos recuerdos nítidos, pero fuera del lugar que les correspondía. Cuando estaba así podía confundir a Lucía con su propia madre, que había muerto siendo ella muy pequeña, y la abrazaba con una entrega infantil y confiada que a la hija le conmovía las entrañas. Otras veces se echaba a reír de una manera extemporánea, como respondiendo a algo muy divertido que nadie más podía ver o escuchar. Un día, a la hora de la merienda, charlando con Lucía, se sirvió el té en el platito sin darse cuenta de que no estaba la taza.

Lucía consultó con Juan Pablo y decidieron no sacarla de su casa. Dos mujeres se turnaban para cuidarla, una de lunes a jueves y la otra los fines de semana. Todos los días venía una enfermera que mandaba el seguro de salud para ayudar a bañarla y a hacer los ejercicios que había recomendado la kinesióloga. Cambiar la bolsa que llevaba pegada al ano contra natura era una tarea desagradable que la señora Meme, siempre tan orgullosa, aprendió pronto a hacer por sí misma y no quería delegar. La esposa del portero ayudaba también cuando alguna de las dos mujeres tenía que salir. Fue en ésa época, entre la segunda operación y la tercera, cuando la señora Meme empezó a hablar de Luis.

Al principio eran frases sueltas, distraídas. Se quedaba pensando un momento, y después miraba a Lucía o alguna de sus nietas y hacía un comentario perfectamente normal pero que nadie entendía, como “Qué cosa Luis, siempre un pobre diablo”. A veces decía cosas más personales y por lo tanto más inquietantes: “Lo que más me gustaba de Luis eran los dientes”. Una vez confundió al marido de Lucía y se alarmó: “Andate, Luis” le dijo muy seria “Vos no podés estar acá”. “Mamá, no es ningún Luis –le explicó Lucía–. Es mi marido”. La señora Meme, que entraba y salía de su niebla, la miró con perfecta lucidez y le dijo “Gracias, pero ya me di cuenta. Luis era más buen mozo”.

Lucía no sabía si comentárselo a su hermano. Pero cuando Juan Pablo decidió que para la tercera operación venía por un mes entero con su familia, supo que era mejor advertírselo. A Juan Pablo le costó aceptar: cuando él llamaba por teléfono, la encontraba siempre bien. Tenían conversaciones largas y cómodas en que la señora Meme se quejaba de la excesiva preocupación de Lucía. “No soy un bebé”, protestaba. “¿Y si te volvés a caer?” le retrucaba su hijo. Y la madre se callaba, vencida, culpable: “Por una vez que me caí me ponen presa” rezongaba. Pero sabía que los chicos tenían razón, que se lo merecía.

Hacía un año que no veía a los hijos de Juan Pablo. Cuando entraron en su casa, directamente del aeropuerto, se los quedó mirando asombrada. “Qué lindos chicos” dijo “Qué parecidos entre ellos. ¿Son parientes?” Pero enseguida recordó sus nombres y los convidó con sus famosas galletitas de manteca. “Las que más le gustaban a papá” dijo Lucía. “Y también a Luis” dijo la señora Meme.

La llegada de Juan Pablo pareció despertar una catarata de recuerdos que perturbaban a sus hijos. Ya casi no había visita en la que no lo mencionara. “El día en que estabas por nacer, tomé un café con Luis. Me agarraba de la mesa con cada contracción, él estaba asustadísimo” le dijo una tarde a Lucía. Pero fue muchísimo peor cuando se quedó mirando a Juan Pablo con desaforada ternura. “Sos tan parecido a tu papá”, le dijo, por primera vez en su vida.

El neurólogo miró la resonancia magnética, pronunció el nombre de la enfermedad, que todavía era incipiente, recomendó una medicación que no la curaba pero hacía más lento su avance.

La tercera operación resultó menos cruenta de lo previsto. Después de una semana de internación, débil pero caminando con bastón, la señora Meme volvió a su casa. Recuperar el uso de su esfínter le hizo tan bien que hasta parecía estar mejor de la cabeza. Sin embargo, tenía sus episodios de ausencia. Sobre todo, seguía mencionando a Luis.

¿Quién era Luis? ¿Quién había sido? Con la excusa de buscar el certificado de defunción de su padre, Lucía y Juan Pablo dieron vuelta la casa y miraron papel por papel sin encontrar nada. Ni una esquela, ni una foto, ni la servilleta de un bar, ni una flor prensada dentro de un libro. “Mamá nunca fue romántica” dijo Lucía. Y su hermano tuvo que aceptar, sin palabras, que había estado esperando encontrar lo mismo que ella. En cambio, en el fondo de un placard, había una caja con recuerdos de su padre: cartas, fotos, papeles, invitaciones, un diario íntimo en clave y hasta los menúes de las fiestas en las que había estado.

Ahora, cuando la señora Meme mencionaba a Luis, empezaron a hacerle algunas preguntas. “¿Estabas mal con papá?” preguntó Lucía, previsible. “No era tu papá. Era yo, que venía fallada de fábrica”, contestó la señora Meme. “¿Qué hacía Luis?” quiso saber Juan Pablo. “No tuvo suerte en la vida” contestó la señora Meme. Enseguida cambiaba de tema y no había manera de hacerla volver sobre la cuestión.

Antes de volverse a Maryland, como buen argentino, Juan Pablo quiso consultar a un psicoanalista muy conocido, muy caro, que trabajaba con gente de la tercera edad. “No tiene sentido que la vea” les dijo, después de escucharlos. “Tal vez un psiquiatra... pero si el neurólogo la está llevando bien, no la molesten más.” Como los vio tan angustiados, les hizo una caricia psicoanalítica de despedida. “¿Vieron que los chiquitos tienen a veces amigos imaginarios? A los viejos les puede pasar lo mismo. Amantes imaginarios. No es raro. Deseos reprimidos durante toda la vida, fantasías quizás muy vívidas en su momento, que dejaron su huella. Fíjense el nombre que eligió: Luis. Es decir, Luis. En inglés, ‘es Lu’. Lucía, la hija mayor. Ella tuvo la sensación de serle infiel a su marido cuando se produjo el desplazamiento su libido hacia su primer bebé.”

Un amante imaginario. Claro, tan evidente. La asociación de ciertas anécdotas con fechas de sucesos familiares, como el nacimiento de Lucía, lo confirmaba. Entre ellos, empezaron a llamarlo “el Amim” por “AManteIMaginario”. Usar el apodo era menos perturbador que el nombre. Juan Pablo se volvió a su casa con un nudo en la garganta. Hacía más de treinta años que se había ido del país y seguía doliendo.

Por teléfono, desde lejos, todo era más sencillo. Su mamá, como le contó a Lucía, jamás le mencionaba al Amim. En cambio Lucía, que antes había llegado, incluso, a ocultarle por un tiempo lo que pasaba, se divertía contándole las historias del Amim que inventaba la señora Meme. Ahora se daba cuenta de que muchas eran imposibles, incluso contradictorias. Unos meses después la señora Meme desapareció.

Lucía no tenía a quién echarle la culpa. Estaban tomando el té en la confitería Las Violetas, se levantó para ir al baño y cuando volvió a la mesa su madre ya no estaba. “¿Tenía plata en la cartera?” preguntó Juan Pablo. Lucía lo sintió como una acusación (la que ella se estaba haciendo a sí misma). “Por supuesto. Mamá no está tan mal. Plata, documentos, celular. Por las dudas, un cartoncito con sus datos. Y los míos.”

“No podemos tomar la denuncia hasta las cuarenta y ocho horas” le dijeron en la comisaría. Pero cuando ella explicó, entre sollozos, que su madre estaba enferma (trató de exagerar su situación y recién en ese momento se dio cuenta de que no estaba exagerando) y se ofreció a traer un certificado médico si fuera necesario, le aceptaron la denuncia. “¿Cómo se hace para que salga en los diarios, en la tele?” preguntó. “Vaya a llorarle a la secretaria del juzgado” le aconsejó amablemente una chica policía muy eficiente, peinada con cola de caballo.

Esa noche no tuvieron ninguna noticia. Al día siguiente llamó una mujer diciendo que había encontrado la cartera, los documentos y el celular. Desde lejos, Juan Pablo se desesperaba. A cada rato llamaba a su hermana para pedirle noticias, para darle ideas, órdenes o instrucciones. “¿Voy para allá?” preguntó. “No tiene sentido” le dijo Lucía, “No cambia nada”.

Una semana después salió el aviso del juzgado en los diarios y empezaron a pasarlo por la tele, en los canales oficiales. Lucía revisaba todos los días la página de policiales y se turnaba con su familia para montar guardia al lado del teléfono. Si la señora Meme estaba en condiciones de recordar algo, sin duda no serían los números de celular.

Un mediodía la llamaron del juzgado. Una asistente de la secretaria le explicó con calma que su madre no estaba secuestrada. Le habían robado la cartera, se había perdido y estaba en la casa de un señor que no sabía cómo encontrar a sus familiares hasta que vio el aviso.

Lucía llamó antes por teléfono, y aunque la voz masculina que la atendió no sonaba cascada, se dio cuenta de que se trataba de un hombre muy viejo cuando le dijo “Ah, usted debe ser la nena”. Enseguida tosió un poco y se corrigió. “Quiero decir, la hija.”

Era un edificio arruinado, cerca de la estación Once. Un palomar: diez departamentitos por piso. Construcción vieja y barata, baldosas de patio en los paliers, paredes con un revestimiento en relieve que alguna vez fue tan moderno y ahora era viejo y sucio.

Les abrió la puerta un viejo de tez morena, con mucho pelo blanco. Era un departamentito de dos ambientes, pobre y limpio. Lo primero que vio Lucía, antes todavía que a su madre, fue una foto de su madre joven, una foto que no conocía, en un marco, sobre una repisa. No era muy grande, había otras, pero la vio inmediatamente y no pudo sacarle los ojos de encima, como si se hubieran quedado pegados a los ojos risueños de su madre, entrecerrados por el sol de frente. Su marido la tomó de la mano.

En ese momento apareció la señora Meme. Tenía puestas unas sandalias blancas y un vestido nuevo, floreado. Usaba colorete, se había pintado los ojos, y parecía más vieja que nunca, y más feliz. Retrocedió al verlos, lanzó un pequeño grito, se tapó la cara con las manos como tratando de que no la reconocieran, y estuvo a punto de escapar hacia el dormitorio, pero el viejo consiguió atraparla en un abrazo cariñoso. Le puso el brazo sobre los hombros y la apretó contra él, acariciándola para calmarla, como se acaricia y se calma a un perrito asustado por los fuegos artificiales.

–Shhh. Ya está, linda. Tranquila, está todo bien, son los chicos...

Lucía miró la escena con lágrimas en los ojos. No podía hablar.

–Usted es Luis –dijo su marido.

Una sombra de tristeza dolorosa oscureció la cara del hombre, que los miró con una expresión de desesperanza, como si asomara a sus ojos el lento fracaso de toda una vida.

–No. No soy Luis. Yo soy Jorge –les dijo, con voz rota–. A mí nunca me quiso tanto.

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Imagen: Vera Rosemberg
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