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Lunes, 28 de septiembre de 2009

CONTRATAPA

Crítica de la razón mediática

 Por Juan José Giani

Suele visualizarse a la filosofía como una disciplina hermética, intrincada, poco propensa a que su pretendida sabiduría penetre en las mentes menos adiestradas del ciudadano promedio. La sofisticación de su problemática y cierta extravagancia de su lenguaje obstaculizaría una circulación más generosa de sus sentencias. Códigos cenaculares y ámbitos acotados para su ejercicio conformarían una gimnasia intelectual circunscripta al talento de algunas minorías.

Transita no obstante allí una noción raquítica de la filosofía, reduciendo su pertinencia a un universo académico que sin duda la alimenta pero que de ninguna manera la agota. Tan claro es que todo ámbito del saber se sustenta en algún idioma que le es propio, como que su mayor envergadura se alcanza tras establecer diálogos tanto con su historicidad más próxima como con la palabra que llega de otros rincones de la vida cultural. Rigurosidad de los conceptos, lazos conectivos con las turbulencias del tejido social y trato horizontal con el conjunto de simbologías que moldean a un pueblo proyectan un perfil filosófico más erguido y reluciente.

Veamos sino sus vínculos con el cine. Podría barruntarse cierta incomunicabilidad allí, un cortocircuito genérico derivado de la colisión latente entre vertiginosa profusión de la imagen y quietud indagativa de la idea. Un arte que trabaja sobre los impactos de la percepción frente a un discurso que explora las dimensiones de la reflexión, una narrativa que se esmera en cautivar una plácida atención frente a otra que busca suscitar aquella extrañeza que abre luego las puertas a la pregunta insatisfecha. Una experiencia cultural que se codea con el espectáculo en aras de expandir su mensaje frente a una textualidad menos obsesionada por la repercusión de su mirada que por la hondura de sus diagnósticos.

Llevado al extremo, cine y filosofía podrían pensarse como la suma polaridad de la cultura contemporánea. Simbología de masas que exhibe en cuentagotas su distanciamiento crítico y empresa investigativa que deposita su agudeza impugnadora en su apartamiento del dinamismo cotidiano.

Por suerte, no son así las cosas. Abundan los ejemplos en los cuales el mundo del cine se entremezcla gratamente con los rastreos medulosos de la filosofía. Pensemos sino en el film tal vez más recordado de Peter Weir, The Truman show, protagonizado por el humorista estadounidense Jim Carey. Allí un hombre cree transitar autónomamente una vida que sin embargo está digitada mediáticamente. Escenografías minuciosamente montadas, peripecias sigilosamente guionadas y amistades puntillosamente fraguadas, convierten su calculada existencia en un espectáculo televisivo. Una biografía capturada por la pantalla y un público cómplice de aquel macabro experimento dan como resultado un pasatiempo tan original como inquietante.

Pues bien, pequeños e imprevistos desajustes, insólitos detalles de su vida diaria resquebrajan la solidez del curso narrativo y llevan a desconfiar al personaje de todo lo que le acontece. Lo que al principio se expresa como inquieta sospecha termina siendo furibunda rebelión. El sujeto controlado por el laboratorio comunicacional busca sobre el final desatar las cadenas que obturan el pleno desarrollo de su humanidad emancipada.

Pues bien, dicha producción exhibe en formato heterodoxo y masificado un problema capital de la filosofía contemporánea. ¿Cuán libre es el hombre tras haber aceptado su instalación en un pantano de determinaciones? ¿Hasta qué punto pervive la autarquía de la voluntad tras haberse sumergido en el calabozo de aquello que queda fuera de su control? Si el trauma edípico originario (como piensa el psicoanálisis), la inserción en el aparato productivo (como postula el marxismo) o las relaciones de parentesco (como sostiene el estructuralismo) constituyen invariantes que interfieren la transparencia de la conciencia, restringido margen queda para convalidar pretensiones de alguna sobreviviente acción libre.

En el debate político contemporáneo se ha incorporado una joven determinación. Hablo de aquella que emana de los medios de comunicación, fastuoso repiqueteo de mensajes que abruma y digita la conciencia del desguarnecido consumidor hogareño. La realidad sería así una materialidad incompleta, significaciones en suspenso que requieren el irremediable auxilio de la mediación discursiva. El vínculo perceptivo con el mundo queda así intervenido, pues la irrupción demiúrgica de la imagen organiza todo el intercambio que el hombre mantiene con las cosas que le atañen.

El avasallamiento de la libertad toma aquí un formidable ropaje político, pues el manejo de aquellos resortes que expanden el encantamiento simbólico se vuelve de trascendental importancia para las perspectivas y características de nuestro sistema democrático. De igual manera, imaginar a ciudadanos maniatados por las ansias manipulatorias del divulgador de noticias introduce un principio de impotencia emancipatoria que inhibe la energía de la política misma como práctica.

Suponer que una estólida telaraña semiótica prevalece por sobre la mundanidad efectiva del hombre de carne y hueso devalúa la necesaria interacción entre sensibilidad desalienada del ciudadano y mejoramiento en el desempeño de aquellos que lo gobiernan. Si la realidad puede ser plenamente tergiversada a partir de un artero montaje de términos, la libertad queda desbaratada y el protagonismo del hombre en la historia reducido a un detalle excedentario que no construye futuro.

Pasado el 28 de junio, el kirchnerismo sucumbió a la tentación de adjudicar en buena medida su traspié a una impúdica conjura mediática. Ocultamiento de virtudes y acentuación de defectos combinados en un estrategia artera de socavamiento de su legitimidad. Se exhibe así una examen autoindulgente que, de no corregirse, anticipa el inicio de una seguidilla de sucesivos tropiezos.

Advertir la repulsiva actitud tergiversante de algunos grandes empresas periodísticas no implica simultáneamente subestimar la capacidad del elector de discriminar el padecimiento palpable que emana de errores de gestión de la primicia engañosa o el dato pérfidamente retocado. Tan cierto es que un comunicador avieso puede transfigurar la agenda pública en su beneficio como que la insidia informativa sólo prospera si en parte conecta con la cruda carencia del universo popular.

Frente e este panorama, el gobierno se muestra todavía ambiguo y oscilante. Propone una saludable legislación de servicios audiovisuales que garantiza una polifónica pluralidad de voces y transformará para bien el escenario monopólico heredado de la dictadura. Pero se muestra renuente a aceptar que algunas de sus políticas enfadan severamente a buena parte de la ciudadanía.

Conviene aquí no olvidar la moraleja que entrega el personaje de Jim Carey. Aparentemente sumergido en un relato que lo encadena, encuentra por un momento los intersticios a partir de los cuales edifica su propio destino. Admitir la intuitiva sabiduría popular respecto de los asuntos que le afectan es el ineludible primer paso para saber a ciencia cierta que gratificantes políticas conservar y que torpezas urgentemente desterrar.

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