VERANO12 › VICENTE BATTISTA

Memorándum del Museo de la Imagen

Los musulmanes deben peregrinar a La Meca al menos una vez en su vida. A nosotros nos sucede algo parecido con el Museo de la Imagen. Se sabe la fecha exacta de la inauguración (está consignado en una placa metálica, en el hall de entrada) y se sabe que esa inauguración provocó algunos conflictos (los que aún bregan por no revisar el pasado se opusieron tenazmente), pero no se sabe quién fue el impulsor del proyecto; tal vez omitieron el nombre para evitar futuras contiendas. La propuesta más aceptada habla de un coleccionista privado. Ese coleccionista habría recibido el material por herencia y lo habría guardado casi por costumbre, sin tener idea del tesoro que estaba almacenando. Alguna vez también corrió el rumor de que todo había sido obra de una organización secreta que se habría disuelto definitivamente minutos después de la apertura del Museo. Una tercera corriente une al coleccionista privado con la organización secreta. El coleccionista habría recibido el material en pésimas condiciones de uso, por lo que debió acudir a un equipo de restauradores. En esta versión, el equipo de restauradores sería la organización secreta. Diversas teorías para darle crédito a una sola verdad: las imágenes que celosamente guarda el Museo.

Mi padre solía hablarme de esas imágenes. Aseguraba que su padre (es decir: mi abuelo) las había visto antes de que se convirtieran en piezas de colección. Yo lo escuchaba con el debido respeto que todo hijo debe mantener frente a sus mayores, pero confieso que no le creía una sola palabra; pensaba que eran disparates de viejo. Aún recuerdo la congoja que sentí durante mi primera visita al Museo. Aquella vez, con lágrimas en los ojos, evoqué lo que mi padre me contara. Entonces tuve necesidad de pedirle perdón, pero mi padre hacía años que había muerto.

Hoy la visita al Museo de la Imagen es materia obligada en todas las escuelas del país. Los alumnos recorren sin descanso la planta baja, el primero y el segundo piso; únicamente tienen proscripta la sala “Lujuria”: es necesario haber cursado el cuarto grado para acceder a ella. El tercer piso está destinado a las investigaciones y a la administración, allí sólo pueden ingresar profesores y funcionarios. Para los chicos recorrer el Museo tiene el sabor de la aventura. Miles de videotapes cubren las paredes de las diferentes salas. En cada sala hay una cuadrilla de computadoras que en un instante dan a conocer la fecha de emisión de cada videotape, el perfil de la teleaudiencia al que estaba dirigido y el rating que había obtenido; una información esencial, tanto para los investigadores como para los curiosos. Yo llevé a mis hijos al Museo antes de que ingresaran a primer grado. No me arrepiento de esa decisión. Quise que supieran cómo había sido el mundo de nuestros mayores. Mis hijos no se emocionaron, fueron del asombro a la risa, pero no se emocionaron. Es que el tiempo ha sido cruel con esas imágenes: aquello que alguna vez mantuvo en vilo a ciudades enteras, hoy sólo provoca risa.

Es razonable. Gracias al material que atesora el Museo, hoy sabemos que los teleespectadores de antaño aceptaban sin discutir aquello que les ofrecía la pantalla. Todo indica que no les importaba que fuesen ciclos planteados desde la mentira. Se sabe que esos programas, cualquiera fuera el tema que abordasen, eran el resultado de una cuidadosa producción. Sus protagonistas, después de superar un severo casting, debían respetar cada movimiento de escena y seguir a rajatabla las pautas de un libreto previo. El Museo de la Imagen deja en claro que hubo que transitar muchos engaños para llegar a la verdad. Los documentos allí archivados permiten establecer cómo y cuándo comenzó a desterrarse la mentira.

Casi todos los investigadores coinciden en que hubo un programa pionero que, vaya paradoja, jamás salió al aire. ¿Qué pretendía registrar ese programa? Los documentos que se conservan ofrecen un testimonio categórico: pretendía transmitir en vivo la ejecución de un condenado a muerte. Las autoridades del presidio se negaron rotundamente, ni siquiera permitieron que se emitiera por los canales de cable. Hoy esa prohibición puede resultar absurda. Sin embargo, hay que tener en cuenta que por aquellos años eran pocos los países en los que regía la pena capital.

Es imposible detener la marcha del progreso. Finalmente llegó el día en que las ejecuciones pudieron filmarse con total libertad. A partir de entonces se convirtieron en emisiones tan naturales y lógicas como los segmentos informativos y los movimientos de la Bolsa. El Museo de la Imagen atesora un buen número de aquellos antiguos videotapes.

Hay uno que se ha convertido en objeto de culto. Tiene por protagonista a una mujer joven. La filmación es tosca y elemental, carece de zoom, de primeros planos y todo está resuelto por medio de un plano general que se limita a mostrar a la convicta sujeta en una camilla con unas correas que parecen ser de cuero. Entonces se ejecutaba mediante una inyección letal. La toma siguiente muestra un sofisticado artefacto que desciende del techo y aplica un número indiscriminado de agujas sobre el cuerpo de la víctima. La mujer tarda bastante en morir y lo hace después de sufrir fuertes convulsiones. Se alcanzan a distinguir a algunos privilegiados que seguramente tenían el derecho a presenciar la ejecución en vivo. Eso es todo lo que se ve.

A los visitantes del Museo les asombra la poca importancia que entonces se le daba a la pena de muerte: ni una sola palabra previa, ningún discurso de despedida. Esa falta de pompa también se advierte en la filmación, plasmada por medio de una cámara fría, muda y austera. Todo lo contrario de lo que semanalmente ofrece “Pena Capital”, el programa de ejecuciones que mayor rating ha cosechado. En “Pena Capital” el momento de la ejecución se propone a través de diferentes planos y bajo un maravilloso juego de luces y sonidos. Sin embargo, hay que reconocer que pese a su silencio y a sus sombras, aquel videotape precursor aún conserva una fuerte carga poética: sorprenden las muecas de espanto de la condenada y el modo en que va apagándose su vida. Esto tal vez explique por qué se ha convertido en objeto de culto.

Como ya he dicho, en El Museo de la Imagen hay una sala, “Lujuria”, restringida a los alumnos que no hayan cursado el cuarto grado. Una prohibición a todas luces ridícula. Los videotapes allí reunidos están protagonizados por actores (en la mayoría de los casos, por pésimos actores) que interpretaban lo que entonces se denominaba “pornografía”. Es imposible que cualquier chico o cualquier chica de hoy, habituados a ver “Contigo en el placer”, se motive con lo que muestran los videotapes congregados bajo el rótulo “Lujuria”. No importa que ofrezcan relaciones heterosexuales, relaciones homosexuales, orgías, actos de pedofilia o de zoofilia, en todos los casos se advierte el estigma de la producción. Un concierto de gemidos y suspiros en off intenta simular el orgasmo. Ni siquiera el sexo con animales y con infantes resulta verosímil. Habrá que aceptar que en aquellos viejos tiempos también mentían los niños y los animales.

“Contigo en el placer”, por el contrario, opera con absoluta transparencia. La producción ha prescindido de castings y de ensayos previos. Bajo la premisa de que hay gusto para todo, no se discrimina a nadie. En la pantalla pueden aparecer jóvenes pujantes o viejos decrépitos, pueden observarse desde cuerpos esculturales hasta cuerpos groseramente excedidos en grasa; incluso participan minusválidos físicos y tullidos. Sólo se exige honestidad. Más de una emisión fue levantada en cuanto se advirtió que alguno de los participantes estaba actuando. Para incorporarse a la feliz familia de “Contigo en el placer” basta con aceptar las pautas del contrato. Un equipo técnico se ocupa de montar infinidad de cámaras en el domicilio de la pareja participante. Esas cámaras filman constantemente, sin dejar escapar nada de lo que sucede en la casa. ¿Por qué ese tremendo costo de producción si sólo interesan las escenas de sexo? Porque el sexo puede darse a cualquier hora y en cualquier lugar. Toda vez que eso sucede, ahí están las cámaras para registrarlo. Por supuesto, no todas las tomas se proyectan. Las que salen al aire se eligen por azar y no las elige un individuo sino una computadora. De ese modo se evita que prevalezca el gusto de quien elige: las computadoras carecen de gusto.

Los participantes de “Contigo en el placer” son conscientes de que serán filmados sin descanso, pero ignoran qué tomas saldrán al aire. Esta incertidumbre los obliga a practicar relaciones apasionadas en todos los casos. Gracias a ello, llegan a momentos salvajes, verdaderamente de antología, componen posturas de inquietante dimensión erótica y articulan expresiones de alto contenido sexual. Los gritos y quejidos que acompañan al orgasmo son reales, no hay espacio para la farsa. “Contigo en el placer” paga un cachet reducido, pero gracias a ese programa numerosos matrimonios que estaban al borde de la ruptura recuperaron el ritmo y la felicidad de los primeros días. Incluso hay propuestas de declararlo Ciclo de Interés Nacional.

Aunque está lejos de que la declaren de Interés Nacional, “Terapia Intensiva” ha superado los sesenta puntos de rating. Hace menos de un año nadie habría apostado un peso por este programa-concurso, similar a los muchos que ya se emiten. ¿Por qué causa, entonces, hoy las principales empresas del país imploran por conseguir aunque sea un anuncio de tres segundos durante la hora de transmisión? Incluso circula el rumor de que el próximo ciclo se extenderá a dos horas y que la emisión será diaria, con flashes permanentes a lo largo de veinticuatro horas. En la actualidad tiene flashes, pero sólo se pasan al mediodía, a media tarde y sobre la medianoche.

El éxito de “Terapia Intensiva” se puede explicar de una sola manera: supo llevar la verdad hasta sus últimas consecuencias. Se puede mentir en el sexo, se puede mentir incluso en el instante de ser ejecutado, pero no es fácil mentir una agonía. “Terapia Intensiva” está protagonizado por enfermos en su fase terminal. Las salas “A” y “B”, ubicadas en el ala norte del Hospital de Agudos, han sido debidamente acondicionadas para que la función pueda verse con total transparencia y llegue a todos los hogares del país. El programa respeta las reglas clásicas de cualquier concurso: durante los primeros diez minutos de transmisión se ofrece una reseña del mal que padece cada concursante. Pueden ser trastornos endémicos o estragos producidos por accidentes de tránsito, de trabajo, de violencia callejera, etc. Se admite cualquier tipo de lesión; sólo se exige que sea terminal. Acto seguido se informa en qué estado (presión arterial, temperatura del cuerpo, pulsaciones, etc.) se encuentra el participante en el instante de salir al aire. Por supuesto, no se brinda el menor dato acerca de los minutos, las horas o los días que a cada uno le queda de vida. Por último, las cámaras realizan un minucioso paneo por sobre cada uno de los pacientes. En los restantes treinta y cinco minutos (no estoy contando los quince de publicidad) esas mismas cámaras recorren las salas “A” y “B”, acompañadas por un fondo musical adecuado a las circunstancias. Durante el tiempo de recorrida se recogen las apuestas de los teleespectadores. Si uno de los pacientes muere en el transcurso de la hora de transmisión, quienes apostaron por ese paciente reciben un sustancioso premio. Los parientes del fallecido también obtienen una compensación. Ni los médicos ni los paramédicos ni los familiares de los internados pueden participar del juego. No obstante, en más de una oportunidad se advirtieron trampas. Se dice que hubo familiares que con la complicidad de un médico de la sala aceleraron la muerte del pariente. Los familiares y el médico habían apostado por ese pobre infeliz. Aún no se han podido erradicar los telespectadores de paja que trabajan para gente sin escrúpulo. Hubo casos más extremos: médicos que trasladaban a pacientes de las salas de Terapia General a las salas “A” y “B” de Terapia Intensiva con el sólo propósito de hacerlos participar en el programa. Todo indica que una vez allí les aceleraban la muerte. Estas irregularidades que, se dice, ya han sido corregidas, no le quitaron teleaudiencia al ciclo. Hay una considerable lista de espera de pacientes en fase terminal que se afanan por concursar. Esa es una de las razones por las que “Terapia Intensiva” pasaría a emitirse a diario. Al ofrecerse una vez por semana, más de un enfermo ilusionado en participar muere antes de que llegue el día de transmisión. Es una pérdida inútil.

Hay voces agoreras, lo he consignado al principio del informe, que cuestionan la existencia del Museo de la Imagen. Sostienen que es un muestrario de errores y proclaman que es innecesario revisar las fallas del pasado. Personalmente, sostengo lo contrario. Sólo observando las imperfecciones de nuestros mayores podremos construir un futuro placentero. Por otra parte, cuando nosotros ya no estemos persistirán las imágenes que hemos producido. Esas imágenes, quién lo duda, se guardarán en el Museo. Esto abre nuevos interrogantes: ¿Cómo las interpretará la gente del porvenir? ¿Los jóvenes del futuro se reirán de ellas? La respuesta tal vez sea objeto de otro memorándum.

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