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Domingo, 6 de abril de 2014

LA ENFERMEDAD DEL CANTANTE PRINCIPAL

Steven Tyler y una dosis de sexo, drogas y rock’n’roll

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El oficio de una estrella de rock se aprende con el ejercicio de la profesión, como tantos otros. Hay reglas no escritas, como que existen cosas que no conviene que se hagan públicas, y otras que hay que darlas a difusión, pero como un rumor. Hay otras muy claras, como la que pronunció Keith Richards: “Ponerse azul en el baño ajeno es el colmo de la mala educación”, aludiendo a tener una sobredosis en la casa de otro. Y hay muchas que se acomodan al perfil de cada estrella, por más que las reglas abarquen tópicos comunes a todo rockero: drogas, mujeres, canciones, rivalidades, managers.

Steven Tyler fue quizá la estrella de rock que llegó mejor preparada al estrellato, pero de ningún modo estaba listo para lo que le sucedió cuando Toys in the Attic hizo despegar a Aerosmith en 1975. Quizás él lo experimentó en mayor medida que sus compañeros porque padece de LSD (Lead Singer Disorder, o la Enfermedad del Cantante Principal), expresión que en los ’90, y ya recuperado de sus adicciones, rebautizó como “Terminal Uniqueness” (“Singularidad Terminal”). Es que los frontman reciben toda la adoración de su público, pero también son como blancos móviles, buscados por los fans y por la prensa. Una mañana bien temprano, alguien golpeó a la puerta de su habitación de hotel. Era Annie Leibovitz, la afamada fotógrafa de la revista Rolling Stone, amigota de los músicos. Le dijo que tenía que sacarle fotos para la tapa. Steven pidió clemencia, pero si no había se conformaba con un poco de heroína que le permitiera recuperar la normalidad. Había dormido dos horas y el efecto de la última dosis comenzaba a disiparse. Leibovitz le dijo que sí, que conocía unos dealers afuera, que ahora comprarían, pero que solamente le dejara sacarle una sola foto tirado en la cama. Tyler no sólo se quedó sin droga, sino con una foto fea que terminó en la portada, y que le trajo la queja de sus compañeros que quedaron fuera de ella.

A la par de su apetito por las drogas, corría la sed de sexo. Y encima Steven era un italiano sentimental que se enamoraba con cierta facilidad. Una rubia lo llevó por el mal camino hacia el ascensor del hotel cuando ambos andaban desnudos, besuqueándose toda la anatomía. El desafío era llegar al lobby sin ser descubiertos parando en cada piso. No contaban con que alguien llamaría al ascensor desde abajo y la primera parada sería el hall de entrada, donde una familia amish contempló el espectáculo de los amantes sin ropas. Después de la sorpresa inicial, la puerta se cerró y volvió a abrirse. “¿Me podrías dar tu autógrafo?”, preguntó respetuosamente el menor de los amish.

Rocks (1976) se grabó en Nueva York y, pese a su éxito, Aerosmith consideró que para el próximo deberían tomar precauciones, porque la ciudad estaba llena de distracciones para los disipados miembros de la banda. De manera que se trasladaron al “cenáculo”, un castillo que había sido un convento de monjas, refaccionado para recibir a Aerosmith, y el puente terrestre establecido para el ir y venir de la provisión de drogas. Era carísimo, pero la banda podía permitírselo todo. Aunque fue en “el cenáculo” donde Aerosmith alcanzó su máximo grado de intoxicación y sus miembros comenzaron a grabar separados y a ponerse paranoicos.

De todos modos, algunas cosas graciosas sucedieron. Steven Tyler ocultaba líneas de cocaína de repuesto, bajo ceniceros, tazas, tapas de frascos y cualquier otro rincón que su febril mente pudiera imaginar, por si se le acababa. Había un plomo que inevitablemente las descubría hasta que, advertido de la situación, el cantante decidió dejar una línea falsa que obtuvo raspando el yeso de la pared. El grito de dolor del asistente retumbó a lo largo y a lo ancho del castillo.

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