SOCIEDAD › EL MUNDO BOHEMIO DE LOS CLUBES DE BILLAR PORTEÑOS

Crónica a cuatro bandas

Se reúnen en sótanos o en elegantes salones, pero lejos de la vista. No piden aclamaciones, más bien el silencio, que es regla. Encarnan una tradición con aires de tango y cálculo. Una recorrida por los clubes de billar porteños.

 Por Soledad Vallejos

Pueden ser la encarnación de las tradiciones porteñas más tangueras, pasarse horas haciendo cálculos y conversando sobre teorías para lograr el juego perfecto, dedicarse en silencio a perfeccionar golpes y conocer anécdotas que cuentan, en realidad, otras historias de la ciudad. Los billaristas de Buenos Aires conforman una tribu pequeña, algo secreta y totalmente tradicional, tanto que en los hechos sigue rigiéndose por la regla (no escrita) de preferir exclusivamente la sociedad de los varones. En eso, como en otras tantas cosas, sostiene con orgullo un mundo tan asociado a la identidad urbana como las carreras de caballos y el café.

Pero espacios tradicionales como la sala de Los 36 Billares, el sótano de la confitería Richmond de Florida, el Boedo Billar Club, el Augusto Vergez o el Unión de Quilmes no permanecen solos. A pesar del clima de tango de los ’40, de que los jugadores jóvenes están lejos de ser mayoría y de que las mesas de juego hace rato dejaron de estar a la vista de cualquiera en los cafés, el billar resiste. En Internet, por caso, son unas cuantas las publicaciones especializadas (http://tacoytiza.blogspot.com, www.billarjuvenil.com.ar, las más notables y constantes), y en clubes y salas los jugadores resisten.

Afuera podrán ser las 12 de la noche o del mediodía; escaleras arriba apenas se notaría la diferencia. Cualquiera sea la hora, la luz de los tubos alumbra muy poco más allá de los límites de las mesas y desde las gradas el público (uno, dos, diez, no importa cuántos) seguiría enmudecido de cómo un golpe de taco es capaz de definir una carambola. Tres mesas, cada una de ellas con dos jugadores, están en lo mejor de sus partidas; casi el triple de personas sigue las alternativas de los encuentros entre los pasillos y las sillitas elevadas sobre las cuales pende un cartel lapidario: “El billar se juega y se mira en silencio”.

Apenas pasaron las seis de la tarde. “Ahora casi no hay gente. Se llena a las tres de la tarde”, dice el canoso de bigotes y auténtica garganta con arena ante cuyo paso, mesa a mesa, se escucha un “¡Coco!” de contraseña. Si algo pareciera sobrar en este mundo de tacos sordos y paños verdes son códigos, pero Jorge “Coco” Gómez se mueve como si los conociera a todos. Probablemente sea así, porque no en vano es el presidente del Boedo Billar Club, la primera institución porteña dedicada al deporte de salón más emparentado, dicen sus practicantes, con el ajedrez. “Acá hay gente que viene todos los días. Pero todos”, agrega mientras se detiene en un extremo del salón dispuesto a albergar nueve partidos simultáneos. “Lo que pasa es que al que le gusta, viene, quiere practicar. No es un juego fácil éste.” Tan complejo es y tan codificados por la destreza sus diferentes universos que en el club no se mezclan principiantes con practicantes avezados: el primer piso pertenece a los que dominan ya ciertas zonas de las técnicas; quienes recién comienzan y toman clases son confinados al sótano, de donde podrán ir emergiendo sólo en función de sus progresos.

Los jóvenes están lejos. El billar, aunque tiene amantes y lealtades, está en problemas, al menos en lo que a la ciudad de Buenos Aires se refiere. Los sponsors, más que escasear, brillan por su ausencia, los fondos apenas alcanzan para organizar torneos locales, mucho menos para fomentar competencias con estrellas internacionales. Ni siquiera percibiendo las cuotas mensuales de sus más de 300 asociados (alguna vez fueron el triple), que pagan alrededor de 20 pesos al mes, y los pagos por el alquiler de cada mesa, el Boedo, que fue el primero de los clubes de billar de la ciudad (su fundación data de 1950), puede darse lujos, como podría serlo una campaña para acercar otras camadas de billaristas. La renovación, el acercamiento de otros públicos capaces de garantizar la transmisión de la pasión, cree Gómez, está difícil porque la costumbre del billar “se fue perdiendo por su mala fama, porque estaba asociado a estar todo el día en el café. Hoy no es así, y casi no hay billares en los cafés, pero ya está hecho”.

Después de un golpe seco, una bola blanca corre hasta chocar con la colorada, pegar en un lateral de la mesa, después en otro y finalmente impactar de lleno en la amarilla. “Es una carambola ésa”, explica Gómez, poco antes de saludar a un señor de edad tan imprecisa como indudablemente elevada y aclarar en voz baja: “Fue presidente de Argentinos Juniors... él llevó a Maradona al club”. De fondo se escucha otro golpe contra una bola y Gómez se tienta con una cajita rectangular que guarda tres bolas: “¿Te explico la teoría?”, pregunta mientras rodea la mesa e indica que los puntitos blancos en torno del paño son los diamantes que sirven para calcular golpes. “Esto que vos ves es matemático: salida menos llegada te da el ataque. Mirás, hacés la cuenta y sabés qué tenés que hacer.” A eso hay que sumar cálculos de energía cinética, controlar la postura del cuerpo, cuidarse de imprimir sólo la fuerza adecuada al golpe, conocer la propia agudeza visual...

“Este muchacho sabe muchísimo de teorías... ¡vení, Ramón!”, llama Gómez a uno de los socios, que acude presto con la experiencia de tener 66 años de vida y 50 de billares encima. “Bueno, para aprender hay que dedicarse. Yo, por ejemplo, para entenderlo agarré papel cuadriculado y me puse a estudiar la mesa. Después de un tiempo, de repente, se te abre una luz y entendés”, explica bajo la mirada atenta de Gómez, que asiente. Ramón cree que “el billar no es para el que busca un escape, no es para el facilismo”; Gómez, que “el que viene a divertirse y pasar el rato no le dé valor”. ¿Por qué fue desapareciendo lentamente de la vida pública, por qué fue perdiendo presencia? “Es que el argentino tiene miedo a perder –especula Ramón– y en el billar tenés que arriesgarte, estudiar, practicar. No hacerlo es faltar el respeto al juego. En esto no se puede hacer cualquier cosa y disimular el error.”

El paraíso de los billaristas es Europa: allí los jugadores pueden ser profesionales y vivir de su juego; allí los torneos reparten premios suculentos y tienen sponsors que no temen aportar el dinero necesario. “Y en las universidades se enseña teoría de los billares”, aporta Ricardo Migliavacca. El, que en su vida de civil es contador, organiza torneos de billar (como el que entre el 17 y el 21 de febrero se realizará en Mar del Plata) y firma los correos enviando su “cordial abrazo billarístico”. Ahora, a poco de las nueve de la noche, recién empieza a pensar en irse del Augusto Vergez. El club homenajea con su nombre al primer argentino que obtuvo un título deportivo mundial y aunque ahora tiene sede en Palermo, nació en Monserrat. Pero la concurrencia fue fiel y Migliavacca está orgulloso de seguir contándose entre los 250 socios actuales, junto con “muchos profesionales, médicos, algunos comerciantes, psicólogos, actores... Daniel Rabinovich viene acá, Aldo Barbero también, y otros muchachos que actúan”.

Cruzando el océano, entonces, se encuentra el paraíso de los aficionados al billar que se saben talentosos. La prueba es Juan Pablo Sisterna, el hombre de 34 sentado frente a Migliavacca que refiere, como si nada, los cuatro meses de 2007 que pasó entrenando en un centro de alto rendimiento en Murcia. “Fui como alumno y jugador, estuve compitiendo para un club. Tenía un maestro y compartía el entrenamiento con jugadores más profesionales, en un lugar de la costa mediterránea. Salía a correr, hacía pesas en el gimnasio y después unas cinco horas de billar.”

“Tuvo mala fama el billar, sí, pero la gente, de lo que no conoce, habla sin saber”, dice Abel Callejas, que alguna vez jugó una final mundial en Düsseldorf y tiene montones de torneos sudamericanos en su haber. “Es que cuando éramos chicos era diferente –tercia Migliavacca–. Yo de pibe repartía carne para la carnicería de mi viejo, y una vez, como el pedido no llegaba, no llegaba, no llegaba, el cliente lo llamó para ver qué pasaba. Mi viejo me terminó encontrando: yo estaba en un café, tenía 16 años pero había logrado meterme a jugar en un torneo, porque jugaba muy bien. Y cuando llegó mi viejo estaba jugando la final, podía ganar, ¡pero me sacó corriendo y no pude terminar!”. “Acá vagos no hay, es un deporte al que hay que dedicar mucho tiempo, es muy difícil”, insiste Callejas y procura, como cada uno de los jugadores que tienen oportunidad de hacerlo, diferenciar la práctica del billar de las ocasiones en que se juega pool. “El pool es más fácil, se puede jugar charlando, tomando algo. Esto no es un pasatiempo.”

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Imagen: Leandro Teysseire
 
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