EL PAíS › OPINIóN

Voto negado, voto cantado

 Por Mario Wainfeld

La Corte Suprema resolvió, como se presuponía, la inconstitucionalidad de varios artículos de la ley de reforma al Consejo de la Magistratura (CM, en adelante). Un voto cantado de antemano, exigido por el ulular de la barra brava de abogados y jueces, tanto como por las plateas de doctrina. Anuló, ése era el quid de la cuestión, la elección popular de algunos de los miembros del CM. La consecuencia inmediata es la suspensión del respectivo trámite electoral. Suspensión virtual porque, como se dirá líneas abajo, la profusión de chicanas de las corporaciones de jueces y abogados ya había impuesto de prepo ese veredicto.

La votación de los Supremos fue más drástica que el resultado de Lanús contra River: seis contra uno. La diferencia es que, en ese match, el vencedor le dio una lección al rival. En cambio, el voto del vocal disidente, Eugenio Raúl Zaffaroni, es cualitativamente superior al de sus pares. En el fondo, en la forma, en la calidad de escritura, en el uso del humor (generoso atributo de la inteligencia) y en la lectura histórica.

Les da un baile a las dos vertientes de la mayoría (Enrique Petracchi y Carmen Argibay se pronunciaron con fundamentos propios, ma non troppo). Las deja reducidas a la oquedad, el copy paste y el ritualismo. El defensor juvenil Julián Axat pintó con buena pluma y mejor ojo el discurso de la mayoría: “ninguno de los otros cortesanos destella en sus palabras. Los otros seis jueces teclean burocráticamente el lugar común de una palabra gastada, corporativizada, homogeneizada, previamente tasada y distante”.

La sentencia es, en el plano coyuntural, una derrota política del oficialismo. En espejo, es un triunfo de las corporaciones judiciales y mediáticas tanto como de su retaguardia: la mayoría de la oposición política.

Una mirada panorámica ayuda a relativizar el embate. El debate interno de la Corte y la postura pública de los integrantes de Justicia Legítima (ver nota aparte en página 3) demuestran que la disputa por la “democratización de la Justicia” sigue en pie y en ebullición. Se acrecienta el estado de asamblea dentro del Foro, tan adusto y críptico. La mayoría de la Corte venció, pero no convenció a todos, ni siquiera puertas adentro. Lo suyo fue puro poder. La criticó, hecho sin precedentes, el sector más dinámico, progresista y crítico del Poder Judicial. Un cisma avanza, en un ámbito signado por el silencio y los argumentos de autoridad.

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Inconstitucionalidad fácil: La inconstitucionalidad, invocan sin hacerse cargo los seis cortesanos, es una “ultima ratio” (razón última o recurso extremo, en traducción libre), a la que sólo se echa mano en caso de extrema gravedad. No se trata, anticipa el cronista, de negarles a los jueces esa facultad, como hacen algunos voceros del oficialismo. La tienen, pero su ejercicio es excepción y no regla.

La “cautelar fácil” ha degradado la función judicial en los años recientes, la “inconstitucionalidad fácil” sigue sus huellas frescas. Se olvida que en general (y en caso de duda) prima la potestad del Poder Legislativo, cuando obró en regla. En la mala praxis que la Corte ahondó se asimila (camuflada tras argumentos ladinos) la disconformidad con las leyes con su inconstitucionalidad. Todas las leyes son cuestionables, muchas son pésimas (al menos para algún sector de la sociedad, siempre para los afectados)... pero eso no equivale a la inconstitucionalidad. Reversionando al Papa en un viejo chiste, la Corte transforma el “perche non me piace” en un argumento de autoridad.

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La palabra sagrada y el contexto real: Para llegar a su conclusión deseada, la mayoría acomete un farragoso análisis gramatical del artículo 114 de la Constitución, reformada en 1994. Subvierte la lectura histórica de su génesis. Zaffaroni coloca el debate en su punto estricto.

La Constitución, evoca este cronista, fue consecuencia del Pacto peronista-radical (alias “de Olivos”) convalidado en las urnas. Parida por el bipartidismo, uno de sus objetivos centrales fue perpetuarlo. Lo esencial eran la reelección para el socio mayoritario y los “pagos” institucionales retributivos a la minoría (el senador por minoría, el CM, entre otros). El paradigma que la regía estaba escrito en tinta limón: una paráfrasis de una frase de Ricardo Balbín “el que gana gobierna, el radicalismo acompaña...” y cada socio liga algo en proporción al respectivo capital político.

Por eso –reseña Zaffaroni con ironía y memoria ausentes en sus pares– otros aspectos se legislaron al desgaire. No importaban, se relegaron. En el caso del número de integrantes del CM y su modo de elección, se “reenvió” a una ley ulterior. Los constituyentes, adrede, se abstuvieron de regularlo y lo delegaron al Congreso. En castellano o en conteo de porotos: a la contingente mayoría peronista de entonces.

No se reglaron esos aspectos, ergo no integran la Constitución. El Congreso debe hacerse cargo de ellos, de transformar a un Frankenstein importado de Europa en un bello príncipe. Tres leyes ya lo intentaron, Zaffaroni se lo recuerda a sus colegas. El CM funcionó mal (por decir lo menos) desde sus orígenes, entre otros motivos porque fue mal parido y menos pensado.

Zaffaroni repasa el texto real existente y su devenir mediante esta cita: “las leyes (son) como un navío que el legislador despide desde el muelle y al que ya no puede controlar, navega solo, con las virtudes y defectos del texto. Y el artículo 114 de la Constitución Nacional navega solo, con sus enormes carencias estructurales, con su delegación de poder constituyente en el legislador ordinario y con su parquedad, sus oscuridades y sus hibrideces”. A quienes le enrostran que participó en esa Convención, les recuerda que lo hizo por la minoría, que se oponía al “Núcleo de coincidencias básicas” entre PJ y UCR que se aprobó casi a libro cerrado. Y les subraya que, pese a los reclamos de la minoría, los Constituyentes no mejoraron el pobre texto original, en el que estaban emperrados. Con buenas razones: no era su sed, su “contradicción principal”. Por eso votaron de raje, con vergonzosa urgencia, saltándose algún artículo.

La Corte lee ese pésimo artículo como lo haría un fundamentalista con su libro sagrado. Le hace decir lo que jamás dijo, le impone su traducción en el siglo XXI.

Vaya un ejemplo. El texto dice que el CM será integrado de “modo que procure el equilibrio” entre las distintas formas de representación. Zaffaroni dice que la ambigüedad es deliberada y que no se aclara ex profeso en qué consiste el equilibrio. La Corte resuelve, a puro dogma, cuáles son los números cabalísticos que lo garantizan. Los académicos, pontifican, son subalternos porque están citados en la segunda frase del segundo párrafo: el primero es superior. Ese sector, arguyen, “no está en el centro de la escena”. La expresión es tan poco jurídica que da pena.

Resumamos: la Constitución no prohíbe el voto popular, no fija cupos precisos para cada estamento. No prohíbe eventuales innovaciones, les deja lugar.

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El dueño de la pelota gana siempre: ¿Qué habría pasado si la Corte dejaba sin efecto la floja sentencia de la jueza federal María Romilda Servini de Cubría? No crea que la respuesta es lógica: hablamos de los tribunales. Las elecciones seguirían suspendidas como consecuencia de las cautelares fáciles que prosperaron aquí y acullá.

La mayoría da cuenta de esa paradoja, a regañadientes y sin sacar conclusiones obvias. Esa paradoja aparente revela un escándalo jurídico: los dueños de la pelota (corporaciones de letrados y jueces, en especial) ganaban siempre. Zaffaroni, para variar, señala el desaguisado. Si se reconocía la legalidad de la norma cuestionada, se hubiera producido “una extraña circunstancia que lleva a resolver una cuestión que bien podría considerarse como materialmente abstracta”. ¿Abstracta una sentencia de la Corte? Una prueba más, sin querer queriendo, de la necesidad de una reforma judicial.

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Más allá del revés: La parte más vulnerable de la ley era su urgente implementación electoral. La Corte podía haber optado por ceñirse a anularla, dejando indemne el principio de soberanía popular, que es la regla constitucional. Prefirió una opción política no matizada: ir por todo.

Conviene no extremar las conclusiones. Ni pintar todo en tono de blanco o negro. Servini es una jueza cuestionable, inscripta en la servilleta, fue vertical al menemismo. Pero también dictó sentencias señeras en materia de derechos humanos y fue respetada o defendida por varios de “los organismos”.

Con más razón, no es el momento de negar los aportes de esta Corte en sus años de desempeño: el promedio sigue siendo positivo.

En cuanto a la reforma judicial, esta ley era sólo un capítulo, para nada el más importante. Lo esencial es mejorar el “servicio de justicia”, aumentar la oralidad, hacerle la eutanasia al procedimiento escrito, reformar el Código Procesal Penal, acercar los tribunales a los ciudadanos, aun físicamente y varios etcéteras. La necesidad de esas tareas se redobla y cuenta con una masa crítica que la apoya, inimaginable meses atrás.

El deber de quienes impulsan ese cambio es avanzar. Seguramente con mayor debate, trabajo más pausado, armado de consensos más amplios. O sea, con manejos similares a los que precedieron a la ley de medios.

La batalla cultural sigue en pie. Un mal fallo de un tribunal que supo concebir mejores es una piedra en el camino que enfila a objetivos más complejos y relevantes. Nada menos pero no mucho más.

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Imagen: Télam
 
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