EL PAíS

A pedir de Alfonsín

 Por Mario Wainfeld

El senador Ernesto Sanz desistió de su precandidatura tarde y mal. Pudo hacerlo con garbo, en su tiempo, pero se obstinó sin lógica. En rigor, midió mal su talla, quizá distorsionada por los elogios de periodistas y empresarios que no suman votos ni saben leer cómo se consiguen. Su retiro ratificó lo inexorable: el diputado Ricardo Alfonsín es el candidato presidencial del radicalismo. En parte porque se lo propuso, se plantó como tal ante dos correligionarios vacilantes: Sanz (que no tenía cómo) y el vicepresidente Julio Cobos (que dilapidó un billete de lotería premiado sin saber qué hacer con el capital). Se colocó en el centro de la escena, lo que reforzó su protagonismo.

Alfonsín y la UCR quedan plantados como segunda fuerza, todavía a considerable distancia del kirchnerismo. Otra ayudita mejora a los boinas blancas: varios referentes opositores cavilan, deshojan la margarita, retornan (o piensan en retornar) al útero de una provincia propicia.

La deserción en masa despeja un panorama inimaginable hace dos meses. La izquierda tuvo el tino de relegar sus eternas discrepancias, llevará una lista única, se supone que con bajo potencial electoral. Fuera de ellos y de la imprevisible diputada Elisa Carrió, no hay otra oferta opositora para octubre que la radical. Carrió manifiesta que se presentará y despotrica contra sus socios del Grupo A, los alfonsinistas sueñan con motivarla a un renunciamiento patriótico. Tal vez una expectativa electoral irrisoria motive a la líder cívica. Tal vez su afán de diferenciarse la mantenga en competencia.

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Como en años recientes los grandes medios incitan a “la oposición” a unirse. Soñaron con Cobos en 2008, con el senador Carlos Reutemann en 2009, con el jefe de Gobierno Mauricio Macri hasta hace horas. Se despertaron con Alfonsín y se aferran a lo que hay: cualquier bondi les cabe para defenestrar al kirchherismo.

Macri actúa en consonancia, decreta su candidatura en “stand by” como si eso fuera una novedad. La perspectiva entona a los radicales, que piensan en sumar a todo el espectro de votantes opositores.

En su momento, el clamor por la unidad opositora chocaba con el sentido común de la susodicha dirigencia política. Se descontaba que el kirchnerismo mordería el polvo en 2011, que lo vencería cualquiera que llegara al ballottage. La perspectiva no incentivaba la unidad, sino la competencia interna para llegar a la instancia final. El razonamiento distaba de ser disparatado, tal era la sensación térmica.

En ese escenario, el radicalismo cultivó la fuerza propia mejor que sus antagonistas “A”. Ya lo había hecho en 2007 cuando apeló por primera vez en su larga historia a un extrapartidario, el ex ministro Roberto Lavagna, como postulante a la presidencia, para salvar la ropa.

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Las corporaciones y sus voceros periodísticos les piden a los demás partidos contreras que dejen cancha libre a la UCR. La realidad es más intrincada que sus deseos. La única forma de hacerlo y conservar algún caudal parlamentario sería apelar a las colectoras, tan denostadas hasta anteayer. La contradicción no arredrará a nadie: la cultura política autóctona es más resultadista que Mourinho, el odioso DT del Real Madrid.

Pero hay otros problemas. Aun jugando esa carta, la ingeniería es bien compleja. Cuesta pensar cómo se articulará esa oposición que no es única pero que, por ahora, tiene un solo candidato con virtualidad.

En el pasado reciente, ya se dijo, las oposiciones más ningunearon que subestimaron la hipótesis de una recuperación del kirchnerismo. La hubo, ya nadie la discute.

Si confluyeran quemando sus naves detrás del radicalismo, las demás fuerzas estarían menoscabando la posibilidad (muy alta) de un triunfo kirchnerista. Si éste ocurriera, el archipiélago de terceros partidos contemplaría, absorto, el regreso del bipartidismo.

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El nuevo horizonte no es definitivo pero estimula a la oposición y desafía al oficialismo. Quien prevalece con comodidad ansía que el escenario se mantenga sin cambios, las mutaciones son de por sí un riesgo nuevo.

Alfonsín tuvo voluntad política, dijo que quiere ser presidente y consiguió, al menos, desplazar a sus competidores. Su ambición lo diferencia positivamente de un conjunto de dirigentes de poca garra y muchas tribulaciones.

Desde luego, la voluntad no alcanza, es forzoso tener cierta viabilidad. Los radicales la conservan y de ahí la lógica de su segundo puesto. Entre los demás presidenciables cunden la pasividad o la pereza. O, en el caso excepcional de Eduardo Duhalde, la fantasía desorbitada. El ex presidente proclama a los cuatro vientos que es candidato en carrera, que es la locomotora que conducirá el tren de la victoria antikirchnerista. El problema es que todos, aun la mayoría de sus acólitos, perciben que es un vagón desvencijado imposibilitado de traccionar a nadie, desesperado por engancharse a alguna máquina, así sea de las que funcionan con carbón como combustible.

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