EL MUNDO › OPINION

Refugio o rechazo

 Por Eric Nepomuceno

En números absolutos, puede parecer poco, especialmente cuando se compara la situación con la de países que tradicionalmente acogen a refugiados: en los últimos cuatro años, o sea, entre 2010 y 2014, Brasil recibió 21.630 pedidos de refugio, de los cuales fueron ya aceptados 3460, lo que corresponde a 16 por ciento. Pero el número significa que, en esos cuatro años, aumentó 22 veces el volumen de pedidos de refugio recibidos por el país. Hay desde refugiados de guerra, especialmente de Siria, a refugiados económicos, los que huyen de la miseria absoluta y buscan alguna esperanza. Además, se debe sumar las llamadas “visas humanitarias”, destinadas a refugiados del Haití devastado, y que solamente en los últimos dos años alcanzó la marca de 40.777.

Pese a tener una de las legislaciones migratorias más liberales del mundo, la verdad es que Brasil no cuenta con la más mínima estructura para recibir a refugiados. Basta con ver lo que pasa con los haitianos: cuando llegan a territorio brasileño, tienen derecho a reivindicar una vista especial, que le asegura un pasaporte de refugiado. De los 46 mil que llegaron a lo largo de los últimos muchos años, solamente 7600 obtuvieron ese documento. Los demás están a la espera de que su situación sea decidida por los sectores correspondientes. Y eso significa tener que trabajar en condiciones muy adversas, casi siempre irregular, sin poder contar con ninguno de los beneficios y protecciones de la legislación laboral. Quienes llegan de otros países –Senegal, Ghana, Nigeria, Siria, Bangladesh, los mayores flujos de refugiados– padecen aún más los efectos de la ausencia de apoyo, orientación o cualquier clase de asistencia.

Es decir: Brasil les abre sus puertas, pero los dejan al propio destino tan pronto adentran su territorio. No conocen el idioma (muchas veces no conocen ningún otro que el suyo), no tienen idea de hábitos y costumbres, no saben para dónde ir. Como no hay colonias significativas de inmigrantes de esos países a quien puedan recurrir, parte considerable de los que llegan piden ayuda a centros religiosos. Mezquitas sunnitas, templos católicos, musulmanes, en fin, donde haya alguna posibilidad de generoso apoyo y solidaria recepción.

Con las tragedias que se suceden con africanos y fugitivos del Medio Oriente que intentan cruzar el Mediterráneo para buscar refugio en Europa y con el endurecimiento de las políticas inmigratorias de los países europeos (para no mencionar al creciente sentimiento nacionalista exacerbado por una derecha cada vez más activa), Brasil ofrece, además de la legislación liberal, un viaje más seguro. Lo mismo ocurre para el refugiado que viene del sudeste asiático. Los datos indican que después de Senegal, Bangladesh es el país de donde salieron más refugiados rumbo a las tierras brasileñas.

Los haitianos, a su vez, son un caso singular. Llegan en gran cantidad, muchos de ellos con buena preparación profesional y sólida base cultural, pero nadie les orienta a la hora de intentar situarse en el mercado laboral. Para empezar, no son considerados exactamente refugiados, sino “extranjeros con visa de permanencia de carácter humanitario”. Con eso, obtienen documentación y regularizan su situación más rápidamente que los de otras nacionalidades. Y nada más. En general, son atendidos por templos católicos, cuyos recursos y posibilidades son siempre limitados.

No hay ningún sistema de recepción, apoyo y orientación de parte del gobierno brasileño. A lo sumo, se podrá decir que existe buena voluntad y una desorganizada generosidad, amparada por una legislación cordial. Es poco. Al fin y al cabo, no deja de ser una especie de crueldad ofrecer espacio para que los miserables que huyen del horror, de la muerte o del hambre encuentren una nueva tierra y traten de construir una nueva vida, para luego dejarlos a la intemperie de las incertidumbres.

El flujo migratorio de refugiados de distintas índoles creció de manera brutal en los últimos cuatro años. Y, por lo que se ve en el mundo, seguirá creciendo con intensidad cada vez mayor.

Hace falta que se establezca una política realmente humanitaria para los que buscan espacio y condiciones para reconstruir sus vidas. Brasil bien que debería tratar el tema con seriedad. Al fin y al cabo, en los últimos veinte años, el país viene siendo gobernado por gente que sufrió persecución. Y todos los gobiernos –los de Fernando Henrique Cardoso, los de Lula da Silva y ahora, los de Dilma Rousseff– tuvieron, entre sus integrantes destacados, a muchísimos exiliados.

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