CONTRATAPA

Amor perdurable

 Por Sandra Russo

Hace algunos meses, cuando volví a releer el material que fue publicado por este diario en dos libros, las contratapas 2003-2013, me sorprendió la primera contratapa del primer volumen, escrita en el verano de 2003, todavía completamente afuera del clima electoral argentino. Se llamaba Mamíferos, y como tantas otras columnas de las que incluyeron esos libros, era sobre política internacional. El plus era escena de una novela de Ian Mc Ewan –Amor Perdurable–, engarzada en el texto con el contexto de la tercera guerra del Golfo.

La escena de la novela era delirante. Un hombre va a buscar a su mujer al aeropuerto. Ella vuelve de un viaje de trabajo. Antes del viaje discutieron. El marido va a buscarla con una canasta de picnic: “emparedados” y una botella de vino. Van a un gran parque a comer y conversar. Muy cerca de ellos un abuelo y su nieto despegan del parque en un globo aerostático. Sube rápido. De pronto, falla un engranaje y el globo amenaza con perder el control y llevarse con él al viejo y al niño. El marido de picnic y otros tres hombres que llegan en auxilio de los ocupantes del globo desde cuatro distintos puntos del parque, tiran juntos de las cuatro cuerdas que penden del globo. Pero hay que hacer mucha fuerza, porque la inercia del globo los tironea para arriba. Y es un instante, es un solo instante el que define la suerte del abuelo y el nieto: el instante en el que uno cualquiera de los cuatro hombres que los retienen dude y suelte la cuerda. La única esperanza es que tiren los cuatro. Si uno se suelta, los otros tres deberán soltarse también, o abandonarse a ser arrastrados hacia el cielo. Mc Ewan dice: “Si no hubiéramos roto filas, nuestro peso combinado habría llevado el globo a tierra antes de llegar a la pendiente”. Y agrega: “Una buena sociedad es aquella en la que ser solidario tiene sentido”.

En febrero de 2003 se produjo un hecho histórico puntual: se hacía inminente otra guerra de la OTAN contra Irak. Y nacía, hace doce años, una pregunta que tiene su clímax ahora en Europa. Era la pregunta por la representación popular, devenida de la representación electoral, cuando los presidentes y primeros ministros europeos, que habían llegado al poder, algunos como el laborista británico Tony Blair, con programas inclusivos y pacíficos, se aliaron con Estados Unidos en una guerra de evidentes pretextos que más tarde fueron confirmados como simples mentiras a los electorados. Mentiras planificadas. La mentira como política interna y exterior.

Esos líderes (Blair, Chirac, Berlusconi, Aznar) no lo hicieron ante la indiferencia popular, sino en contra de una voluntad colectiva ampliamente expresada en las calles. Hubo manifestaciones multitudinarias en varias capitales europeas, y la gente decía “No en mi nombre”, porque lo que quería decir era literalmente eso: no vayas a la guerra en mi nombre, porque yo no te di el mandato para eso. No eran sólo algunos sectores opositores los que se manifestaban, sino los oficialistas; ellos más rabiosos que los otros; ellos los más defraudados. Eran esos que percibían el primer gran golpe a los grandes partidos políticos históricos europeos, destinados en secreto, todavía, a diluirse en su insignificancia, gradual, homeopáticamente, pero ya inmensos en una inercia que terminó licuándolos ante la prepotencia con la que desembarcaban los tecnócratas, que últimamente reemplazaron, como en Italia, a los primeros ministros. América latina fue a contrapelo de ese movimiento. Los tecnócratas habían hecho y deshecho por aquí durante la década anterior, gracias al terreno baldío, en materia de resistencia, que habían dejado más de media docena de dictaduras sangrientas.

En 2003, ese verano en el que la guerra de Irak se hacía inminente, también se hacía evidente que aquel desplazamiento del poder, de los electorados a los centros de poder financiero y los intereses económicos puntuales de Estados Unidos en Medio Oriente, iba a tener consecuencias a mediano y largo plazo. Porque se estaba rompiendo un contrato y se estaba destruyendo una mecánica democrática. En la democracia importa tanto el fondo como la forma. La forma la dan las leyes, pero el fondo es más complejo. El fondo de las democracias europeas comenzó a ser opaco, como las tarjetas de crédito con las que el año pasado se descubrió que las corporaciones premiaban a los funcionarios públicos que ponían sus mandatos al servicio no de quienes los habían votado, sino de los que tenían poder de lobby y de soborno.

Hace doce años, según escribía en aquella nota, Mamíferos, este planeta estaba conformado “de un lado, por países atrasados, muchos de ellos gobernados por dictadores, locos, fanáticos, tiranos (expresión ellos mismos del atraso de sus pueblos, practicantes de un ejercicio arcaico del poder) y, del otro, por países ricos, regidos por democracias representativas en las que presuntamente un cúmulo de contralores perfectamente reglamentados impiden los abusos”. Era por eso que había que liberar a Irak del tal Hussein, para que Irak gozara de un sistema político parecido al que sus invasores lideraban en Occidente. Después corrió idéntica suerte otro tirano de Libia.

Y en estos doce años, al respecto, pasaron varias cosas. Casi todos esos tiranos, que de tiranos tenían casi todo, fueron derrocados y asesinados. Pero no llegaron las democracias. Se prolongaron las guerras civiles. Nació una nueva forma de terrorismo salvaje de los fundamentalistas que habían actuado como fuerzas de choque internas de la OTAN. Europa, por su parte, siguió viendo germinar dirigentes políticos de primer nivel que poco a poco perdieron la costumbre de rendirle cuentas al pueblo y naturalizaron su vasallaje a los técnicos de instituciones supranacionales. Aquella Europa que se encendía de indignación porque sus países iban a una guerra que no era para liberar a nadie, sino para hacerse de petróleo, se empequeñeció mientras creía en su magnificencia ficticia. Hoy, millones de europeos ven peligrar las hilachas del Estado de bienestar que fue el bálsamo de dos guerras mundiales. Y esta Europa corroída es la que pone el cerco para que los refugiados provenientes de aquellas antiguas tiranías no puedan entrar. No escapan de la democracia que les prometieron, porque nadie puede dar algo que no tiene. Escapan de lo que les dieron liberándolos: caos, guerras fratricidas, hambrunas. Los hijos de los iraquíes que murieron en la invasión de hace doce años son los que hoy intentan llegar a Europa.

Y en el fondo de este drama global, cabe volver a hacerse la pregunta por la representación, porque esto nació de ahí. De una generación de líderes que, de izquierda o de derecha, desoyeron a sus pueblos, que los desautorizaban por millones en las calles y les gritaban que no querían esa guerra. Esa escisión entre representante y representado, ese tajo, esa grieta, la mentira como herramienta política, fue la madre del borrego que, si se lo mira bien, no es un borrego sino un becerro de oro. Las políticas de las derechas han hecho del mundo un gran chiquero en el que por miles que mueren en el agua o en el lodo, hay uno que se frota las manos por la rentabilidad sin techo a la que aspira la porción más finita y corroída de la población mundial. Volviendo a aquella nota de 2003, sigue vigente el último renglón: “Hay ocasiones en las que la cooperación es la forma primaria de la lucidez”.

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