CONTRATAPA

Norman y nosotros

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Ayer volví a encontrarme con él. Y es tan fácil cruzárselo porque, en algún canal de cable, siempre están pasando Psicosis de Alfred Hitchcock. Título que –por caprichos de traductor– deforma toda la idea. Psycho, en realidad, es Psicópata. Es decir: el enfermo –y no la enfermedad– es el verdadero protagonista. Y el protagonista tiene un nombre que suena peligrosamente a normal. Pero no, me temo, me da temor.

DOS Y tiene su gracia y su lógica que Psicosis y Norman Bates cumplan medio siglo de edad el mismo año que Matar a un ruiseñor y Atticus Finch. Y que aquel justiciero abogado (a quien me referí en este mismo sitio la semana pasada y que, también, como Bates fue inspirado por una persona real) ocupe desde siempre el primer lugar entre los “héroes” del cine en la lista del American Film Institute. Y que el asesino motelero (Robert Bloch, quien lo escribió gordo y cuarentón, se basó en el serial killer Ed Gein) ocupara la misma posición en la lista de “villanos” hasta ser desplazado al segundo puesto por Hannibal Lecter. Darth Vader es el tercero, pero ni Hannibal ni Freddy Krueger, ni Patrick Bateman ni Jason ni Dexter, ni ningún otro con ganas de matar mil habrían podido ser de no ser por Norman, quien abre la puerta para ir a jugar y –sorpresa– ser el “héroe”. Y –atención– Norman no es inteligente ni sobrenatural. Norman es, apenas, un pobre tipo perdido en esa tierra de nadie y de nada que son las carreteras norteamericanas. Norman es el verdadero quiet american que un día deja de serlo. Otro ilustre compatriota suyo con ganas de matar para vivir –el talentoso Tom Ripley– largó antes, de acuerdo. Pero Ripley tiene otro signo: es viajado, culto, y está mucho más cerca de Lecter (que cocina para comer) que de Bates (que rellena para embalsamar). Ripley y Lecter (pesadilla europea asimilada por la soñadora USA) son excepciones, son excepcionales. Bates, en cambio, es un tipo común. Lo que no quiere decir que sea un tipo normal.

TRES En su reciente Point Omega, Don DeLillo homenajea a Psicosis con un primer capítulo donde se describe en detalle una video-instalación –24 Hour Psycho de Douglas Gordon– en la que se proyectan a velocidad lentísima, a lo largo de todo un día, los 108 minutos de película. Pero es David Thomson –autor de, entre otros, dos indispensables diccionarios fílmicos y de Sospechosos, curioso artefacto y universal e infame bestiario noir– quien le hace los honores a Norman Bates en su reciente The Moment of Psycho: How Alfred Hitchcock Taught America to Love Murder. Allí, Thomson disecciona el film escena a escena y mide el poder radiactivo y el efecto residual y la eterna influencia que Psicosis ejerció y sigue ejerciendo sobre toda una sociedad que, hasta mojarse en esa ducha, pensaba que esas cosas no debían verse en los cines de su tierra más cumplida que prometida, de su paraíso con manzanas y sin serpientes. A saber: 77 ángulos de cámara y 50 cortes y 3 minutos de cine mudo enmarcando esas puñaladas en el cuerpo de la fugitiva y ladrona y caperucita rojísima Marion Crane (Janet Leigh), mientras ese riff de violines violadores de Bernard Herrmann parece cantar un Kill! Kill! Kill!. Secuencia filmada a lo largo de una semana. Room Service! ¡Orgasmo de celuloide! Notas y gotas que pueden entenderse como la primera sangre slasher (en la novela Marion es apenas decapitada con un solo golpe) y el primer aliento del blockbuster veraniego. Ese “momento”, para Thomson, es la punta del iceberg y del cuchillo. Y Thompson menciona a La noche del cazador de Charles Laughton y a Sed de mal de Orson Welles y a la también pscótica y voyeurística y apenas semanas mayor Peeping Tom de Michael Powell como gestos previos de la violencia que aquí se liberaba así como la casualidad de Truman Capote comenzando a investigar su A sangre fría, mientras Hitchcock encendía el cartel del Bates Motel. Y todo va a dar al estreno de Psicosis, cuando todos supieron que no sólo en Dinamarca había algo podrido.

CUATRO Thomson postula la idea de que los mejores films de Hitchcock sólo le pertenecen en parte. El resto es nuestro, y depende de nosotros ver allí todo aquello que no está a la vista. El especialista –quien define a Psicosis como “un grito de horror ante la idea de la locura”– también recuerda que a la crítica no le gustó y fue considerada vulgar y algo así como un episodio demasiado alargado la muy popular serie televisiva patrocinada por el mismo Hitchcock. Al público le encantó y rompía records de recaudación y asistencia en todos los países en la que se la proyectaba. Y Hitchcock (quien se había comprometido con una Paramount poco interesada en producirla, presupuestó menos de un millón de dólares, renunció a su sueldo a cambio del 60 por ciento de las acciones del film además de invertir dinero propio por los derechos del libro de Bloch todavía en galeras, y planeó una magistral campaña publicitaria donde se prohibía la por entonces costumbre general de entrar a la sala con la función empezada) se hizo poco menos que millonario. Y, de acuerdo, ni Perkins ni Herrmann fueron nominados por la Academia. Hitchcock sí, pero nunca le dieron el Oscar, ni el honorífico. Y acaso lo más importante: Hitchcock esquivó a la férrea censura de la época pasando frente a sus ojos y narices la película más elegante pero explícitamente sexual hasta entonces. Janet Leigh en la cama junto a su amante o en la ducha junto a su asesino y, para colmo, antes de ser sacrificada, Marion Crane (¿Cuándo se había visto que una estrella protagónica fuese despachada al otro lado tan pronto? ¿Sería por eso que hasta su auténtica muerte Leigh recibió llamadas telefónicas amenazantes de amiguitos de Bates?) también había hecho uso del inodoro. Y eso no se hace.

CINCO Y, por supuesto, Psicosis inauguró el concepto del buen malvado: el malo como el bueno y lo bueno de la película. Norman Bates, como HAL 9000 en 2001, es el personaje más humano y simpático de Psicosis y –lo mismo le sucedió a quien le puso voz a la computadora de Kubrick– marcó un currículum para siempre: Perkins jamás se repuso ni lo superó. Sus retornos al personaje en las tres innecesarias secuelas (tan gratuitas como –¿Norman, como Hamlet, digno de ser “representado” una y otra vez?– ese caprichosa clonación warholiana que calcó Gus Van Sant) no le sirvieron de nada. Allí, se intentaba explicar el “misterio” de Norman Bates (el único reproche que cabe hacerle a la original y a Hitchcock es ese diagnóstico psicoanalítico del final) y lo único que se conseguía era despertar las ganas de volver al enigma del principio. Thomas Harris cometió el mismo incorregible e imperdonable error en las últimas dos entregas de su Lecter. Y ni el propio Hitchock pudo salirse con la suya otra vez cuando, años más tarde, repitió receta con nuevos ingredientes y colores chillones en la desagradable Frenesí.

Y es que no hay nada más allá de esa habitación de motel vetusto con mansión gótica à la Edward Hopper en la colina. Jamás un Do Not Disturb de esos que se cuelgan en el picaporte del lado de afuera se pareció tanto al Do Not Cross de esas cintas amarillas con las que se rodea la escena de un crimen pero que no alcanzan a distraernos de la idea de que, según las encuestas, cada vez es más factible que el norteamericano medio se cruce alguna vez o conozca de siempre a algún fabricante de muertos. Que todos esos normales pueden ser, en realidad, aquellos Normans. Y que si les toca –si alguno de ellos toca a sus puertas para explicarles que después de matar a un ruiseñor le gusta disecarlo para regalárselo a su mami– ni siquiera el abogado Atticus Finch podrá defenderlos.

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