La muerte no embellece y tampoco tiene por qué afear, así que con el debido respeto que genera la muerte de cualquier persona que ha tenido un rol en la historia política del país, resulta útil y de cierta actualidad recordar algunos aspectos de la intervención de María Julia Alsogaray al frente de la empresa de teléfonos estatal, Entel. Fue nombrada interventora de la compañía por el presidente Menem, un evidente trabajo sucio revestido del brillo de los discursos modernizantes de la época: se largaban los 90, y privatizar empresas y áreas ineficientes del Estado era un camino apetecido, trazado, inexorable. Entel no era el bocado mayor como YPF pero sí una joyita con brillos: la joyita de entrada al Primer Mundo. Terminó en Telefónica y Telecom pero el mito urbano que recorría los pasillos telefónicos era que se venía “la Bell”, casi casi una conquista del oeste en ciernes, una épica a la que serían invitados los argentinos, y que a eso, darle la empresa a la A & TT (como ya se llamaba entonces la megafusión de empresas norteamericanas) en bandeja, era la misión de María Julia. Oscuros tires y aflojes terminaron con la partición en dos que aún subsiste. Hay que decirlo: tenían a la opinión pública de su parte. Casi todos querían que la privaticen y que echen empleados y reduzcan el déficit etc. etc. En especial los usuarios, y muy en particular los usuarios del Servicio Internacional, público en general de clase media y media alta que llamaba a Europa, Estados Unidos, Brasil, Chile para hacer negocios y hablar con sus amigos y familiares que vivían afuera y planear viajes que pronto se acrecentarían con el uno a uno. Yo estaba ahí. Yo estuve ahí. Fui empleado telefónico, operador internacional y delegado gremial. Sufrí en carne propia la intervención de María Julia. 

Nunca la vi personalmente en toda su gestión pero esto no significa haber ignorado que a cierto glam indiscutible que signaba su presencia en el edificio de la calle Defensa donde sentaba sus reales, se asociaban efectos mortíferos de su relación con el mundo del trabajo y los sindicatos. María Julia empezaba a salir en las revistas con su look de dama de Hierro de belleza madura, y ella llevó adelante ese estilo férreo pero astutamente trabajado por la incipiente farandulización de la política. Llamaba al diálogo pero tenía un jefe de custodia al que apodaban McGyver y que portaba una simpática picanita de autodefensa, como quien se pasea hoy con el gas pimienta en el bolsillo. 

Mis compañeros y yo, a pesar de no verla personalmente en esos días, quedamos cara a cara con ella y toda su parafernalia interventora cuando a mediados de 1990 comenzó un conflicto gremial. La razón era salarial pero el evidente trasfondo fue la privatización de la empresa. El conflicto se fue endureciendo. Mucho más de lo que todas las partes imaginaban. Pienso que fue el primer gran conflicto del menemismo. Ya no viene mucho al caso o es para otro momento, pero la conducción gremial de Buenos Aires se lanzó al vacío, la conducción nacional ya era menemista, los trabajadores se dividieron en dos alas: unos a vencer o morir y otros tanteando cómo venía la mano, sobre todo cuando empezaron a llover –literalmente– los telegramas de despido. Hasta ahí, podría decirse, un conflicto “normal” en tiempos de reflujo. Pero entonces aparecería la impronta de la Dama de Hierro, el glam quedaría suspendido en el aire como un viejo perfume marchito.

La intervención de María Julia Alsogaray y su mano derecha Ricardo Fox no dejó títere con cabeza o sin apretar: llevaron a los edificios una compañía de custodios parapoliciales que corrían a la custodia que tenía la empresa como parte de su personal y se metían a “custodiar” por su cuenta. La empresa se llamaba FIRE. No respetaban ni a los policías “legales” que ya vigilaban muchos edificios por temor a sabotajes gremiales. La frutilla del postre, en los días más álgidos del conflicto, fue cuando militarizaron el Servicio Internacional: un día vimos entrar a unos amables hombres y mujeres de uniforme de las tres armas especialistas en comunicaciones, que ocuparon los conmutadores y empezaron a despachar llamadas para no quedarnos aislados del mundo (los versos son siempre más o menos los mismos). Y no estaban solos: con ellos llegaron cantidad de services, infiltrados, policías con y sin uniforme y civiles que pululaban por ahí, un descontrol de aparatos seguridad que hace recordar, paradójicamente, a nuevos tiempos. Apalabraban a las operadoras antes de las asambleas, chantajeaban y amenazaban veladamente, vigilaban, mientras los custodios de María Julia recorrían edificios haciendo listas de empleados en huelga bajo pretexto de ver si todo andaba ok. Una vez que el conflicto terminó con 500 cesantes, la intervención se dedicó a reincorporar personal no ahorrando apriete, humillación ni tortura psicológica a nadie.

Y bien: así se forjó la privatización de los teléfonos fijos de los que hoy todos se burlan un poco pero que fueron el puntapié inicial de una modernización hecha en base a ajustes y flexibilidad laboral. 

Liberal hecha y derecha, María Julia Alsogaray fue diputada antes de ser funcionaria en los gobiernos de Menem. Pero lo de Entel fue una tarea sucia que ella le hizo más a su clase social que a un gobierno. El problema es que cuando estos cuadros de clase entran en contacto con algún sector del pueblo, no pueden evitar que se les active un mecanismo atávico peligroso. En los años siguientes, María Julia se convirtió en una funcionaria más normal, si cabe, siempre asociada al espectáculo, a la exhibición (eso sí era moderno, recordar la escandalosa foto de tapa con pieles en Noticias), tuvo denuncias, juicios (también por hechos asociados a su intervención en Entel) y breve cárcel, aspectos que exceden esta semblanza. 

Al igual que su padre Álvaro en otra época o que algunos apellidos ilustres que andan pululando todavía hoy, perteneció a la estirpe de los que, cuando tienen que actuar, sacan a la luz el costado duro, el lado seco y cortante de la violencia clasista al borde, siempre al borde del desastre, la antigua violencia.