Después de la marcha del martes quedaron ratificadas varias enseñanzas. Son muy oportunas porque deberían seducir a los desmemoriados, estimular a los luchadores y comprometer al pensamiento crítico. Aun cuando no se estuviese de acuerdo con eso, la pregunta potenciada es cómo seguirá.

Fue una de las manifestaciones más estremecedoras desde la vuelta democrática. Quizás haya que retroceder hasta la asunción de Alfonsín para encontrar algo parecido, pero no sólo por la cantidad de gente. Se trató de lo cualitativo. De una emoción por la positiva. Del cruce de edades que juntó a nietos y abuelos, docentes y no docentes, universitarios sueltos u orgánicos, familias enteras, clase media muy mayoritaria pero también laburantes bien de abajo. Se trató de que fue en todo el país, mucho más allá de la Plaza de Mayo y de las ciudades numéricamente importantes. Esta vez, ya al igual que en otras, redes y registros fílmicos desempeñaron un papel que contrarrestó al intento de menospreciar las multitudes.

Se leyó el texto consensuado entre todos los sectores comprendidos de manera directa, y fue un ejemplo de claridad sin agresiones. Comenzó la desconcentración y los medios grandes tradicionales hablaron de 150 mil personas. Pero después arrugaron por lo que sus propios drones exhibían. Al rato debieron hablar de, por lo menos, medio millón de asistentes sólo en Buenos Aires.

Apenas les quedó la banalidad reiterativa de cotejar cantidad de habitantes, manifestantes, votantes y resultados de las encuestas, como si la efervescencia social a favor o en contra de algo pudiera medirse alrededor de cifras congeladas y no de la potencia de lo significativo. Salvando las distancias, es como si después del Cordobazo se hubiera titulado que fue mayor el número de cordobeses que se quedaron en sus casas.

En esa misma línea de frivolidad, intentaron con la acusación del ventajerismo o aprovechamiento zurdo-kirchnerista. Debiera suponerse que ellos mismos no creen en semejante delirio, conducente a imaginar que estaríamos al borde de la revolución rusa. Pero si el Presidente es capaz de ir al foro de Davos para decirle a los dueños capitalistas del mundo que están cercados o infiltrados por el comunismo, todo puede ser.

Los publicomunicadores mileístas se dieron cuenta de que debían asumir el golpazo, porque además perdieron en el territorio digital que sus trolls manejan con enorme eficacia y que resultó copado por el orgullo de una marcha conmovedora.

El martes a la noche, en sus canales de aire y señales de noticias, pudo advertirse una reculada desopilante.

Los zócalos mentaron “Alerta, Milei”, como muestra entre tantas. Sus propagandistas habitualmente desencajados se preguntaban cómo pudo ser que no la vio venir. Que se haya confundido de enemigo. Que no tenga más fusibles que la exposición cotidiana de Manuel Adorno (aunque la lista de funcionarios fugados o despedidos ya parezca interminable). Que dónde está y qué hace el jefe de Gabinete mudo. Que en este país no se jode con los valores históricos de Universidad y Educación públicas. Que cuidado porque podría volver el tren fantasma. Que hay que hacer política y negociar.

Primera ratificación para los olvidadizos, como condición insuficiente pero imprescindible: ciertas batallas de fondo siguen librándose en la calle, con el cuerpo, con el entusiasmo, con consignas creativas y estimulantes, incluso en esta instancia de época donde absolutamente todo se siente dominado por la realidad líquida del escenario virtual.

Segundo, la lección que debieron tragarse en ese sentido los pueriles papagayos gubernamentales. Pero con el agregado de que no fue únicamente un aviso conceptual.

El Gobierno retrocedió. Tuvo que cambiar al interlocutor con los rectores, porque corrió al impresentable converso Alejandro Álvarez, el Galleguito, subsecretario de Políticas Universitarias, para reemplazarlo por Carlos Torrendell, secretario de Educación. El mismo martes a la noche, Torrendell ya estaba de invitado en La Nación+.

Luego, no acaba de pronosticarse con certeza el destino de Sandra Pettovello, ministra de Capital Inhumano, quien vive sufriendo por su enfrentamiento con el mudo Nicolás Posse y con Caputo Santiago, y bajo cuya égida se encuentra el área educativa. Su número dos, Maximiliano Keczeli, presentó la renuncia en medio de la marcha.

Tercero, el golpe fue tan potente como para que, en efecto, el Gobierno sacara bandera blanca. Pero no tan demoledor como para presumir que Milei lo asimilará de modo práctico. De hecho, al día siguiente fue a la cena de la ultraderecha liberal que se nuclea en la Fundación Libertad (minutos antes, desde al auto que lo llevaba, reposteó la fake de que a Axel Kicillof le impidieron subir al escenario de la marcha).

Hubo allí los chascarrillos sobre su orden para que se bajara la intensidad de las luces y no se comiera mientras hablaba. Y la piña que (le) pegó el jefe de Estado uruguayo, que no es precisamente un izquierdista, cuando refirió al Estado como factor determinante para regular la libertad de los mercados. Empero, lo central fue que Milei produjo un stand up patético que dio vergüenza ajena entre los comensales.

¿Esto es un Presidente?, se preguntaron desde su propio palo.

Sí, y cuarto: es un Presidente capaz de insistir con que la motosierra no terminará nunca, como dijo su vocero que, tal la descripción de Edgardo Mocca, parece un personaje de Narciso Ibáñez Menta. Algunos de sus adláteres sí negocian, y consiguieron dictamen de comisión parlamentaria a fines de una devaluada pero peligrosa ley de Bases. Ya lo tituló Barcelona: para ahorrar, los pisos de la Casa Rosada se limpiarán “con los radicales que lleguen arrastrándose”. Esos radicales que, cual si fuera poco, adhirieron a la marcha y al otro día negaron quórum para tratar la emergencia universitaria.

El ilusionismo de la baja de la inflación a la que los salarios terminarán ganándole; de la vuelta del crédito hipotecario; de la luz al final del túnel; de la responsabilidad total del gobierno anterior y de que, como quiera fuese, el vacío dirigencial de la oposición no permite pensar en alternativa alguna, conserva muchísimo peso.

La recesión está al galope. Hay miles y miles de despidos en pymes y parate en grandes fábricas. El crecimiento de la pobreza es un oprobio a simple vista, y no solamente en la medición de ingresos por precios relativos. Parlantes ortodoxos como Domingo Cavallo y Carlos Rodríguez, al igual que el burlado Carlos Melconian, machacan con que no se avizora ni por asomo un plan de consistencia.

El acumulado de los tarifazos es inminente, aunque ahora jugaron trasladarlo a mayo/junio. La plata de los jubilados se corrobora como el pato de la boda para dibujar equilibrio fiscal y, junto con la eliminación de obra pública y quita de subsidios, explica un porcentaje aplastante de la motosierra que iba a caer sobre “la casta”.

Sin embargo, no es invento ni manipulación que, por descarte, este desastre cuenta con el respaldo de franjas considerables. Muy considerables. Así sea por resignación.

Quinto, en consecuencia y obvio: lo manifestado en las calles fue de una inmensa magnitud emblemática. Y de resultados políticos concretos, si es por la reculada del Gobierno al tener que sentarse a dialogar y revisar los números. O hacer como que lo hace y ganar tiempo, rumbo a que se asiente aquel ilusionismo del sacrificio que habrá valido la pena.

Pero continúa siendo todo un tema quiénes y cómo vehiculizarán ese logro, porque la avanzada destructiva es totalizadora.

Se diría, usando figuras convencionales, que es tiempo “social” antes que “político”.

La calle puso acción como nunca. Falta que la dirigencia opositora que dice representarla esté a su altura.