¿Cómo se le habla a lo que no está? O cómo hablar desde lo que no está pero define, da identidad, provoca un modo de ser y estar. O cómo aquello que no es parte del presente puede ser punto de partida para hablar de la identidad y el sentir de una persona o un pueblo. La literatura nos brinda, en su multiplicidad de géneros y opciones, un modo de habitar lo extraño, lo incómodo, los duelos y también lo que no comprendemos.

Con la premisa de que "la ausencia es presencia" –frase que aparece en una parte de uno de estos tres libros que hoy traemos–, dos escritoras y un escritor dejan entre sus letras muchas pistas para indagar en las fisuras que puede tener una historia. En las narrativas que construimos con la voz, la presencia -y sobre todo la ausencia- de otres.

El último hombre perfecto, de Manuela Martínez (Ediciones B)

Mientras intenta mantener un vínculo bastante conflictivo con su papá biológico, M se convierte en la hija de Luis hijastra no se menciona y es una palabra que debería desterrase del diccionario–, pero M, que escribe todo el libro hablándole, contándole a Luis, lo escribe cuando este papá ya no está.

Y lo hace porque tiene demasiado dolor y porque la ausencia no es siempre igual. Mientras le pide a su papá biológico más presencia, parece no saber qué hacer con tanta presencia de Luis. Ese fantasma, ese hombre perfecto que aparece en los gustos musicales adquiridos, en las lecturas, en los modos de recordar incluso.

En esta novela, Martínez construye un mundo pequeño, íntimo, y por eso universal: cómo cruzar el umbral del dolor y qué hacer cuando se conoce una verdad que hace más humanos a los ídolos, menos ilusas las ilusiones y todo eso. La ausencia de Luis dispara la historia, las palabras, los gestos, incluso más que la presencia del padre biológico. No siempre se sabe cuál es el hilo que motoriza la historia, la existencia, pero acá sí: el amor, la orfandad ante la desilusión y, al final, otra vez el amor.

Animales, de Santiago Craig (Factotum)

Prolífico, Craig. Prolífico y bendecido por la capacidad de contar cuentos, de inventar anécdotas, pueblos, mundos. Si en su última novela (Castillos) había jugado con lo extraño en la cotidianeidad cuando una pareja quedaba "atrapada" en un pueblo de la costa uruguaya, en estos cuentos extrañados Craig apela a lo cotidiano para contar cosas extrañas. No siempre raras, no siempre fantasiosas, no siempre misteriosas, pero siempre encantadoras.

Tiene el don del hechizo: en tiempos donde el periodismo, la realidad artificial, los videojuegos y todas las ramas del entretenimiento piensan en experiencias inmersivas, Animales traza un hilo invisible y conductor con historias que tienen animales en diferentes lugares físicos, literarios, de relevancia–, y nos lleva a una inmersión total. Es como sentarse en un fogón a que te lean un cuento.

La ausencia no es tal, en este caso, pero está la aparición de animales que en realidad son presencias fantasmales, que no son el foco de la historia –aunque en algunas parezca que sí– y que sirven de excusa para hablar del ser humano y de todo lo que lo hace tal: los sentimientos, las bestias internas, los amores y temores, las miserias y grandezas de la búsqueda de la identidad y del sentido. Si un mito sirve para darle identidad y alegría a un pueblo, es entonces capaz de crear verdad. Lo dice Craig en un cuento de Animales.

El amor es un recuerdo de otros, de Lucía C. Gris (Peces de Ciudad)

Cuando la ausencia es tan presente puede ser incluso protagonista. En este caso, ni siquiera hace falta darle nombre propio a la ausencia, basta con que exista, con saber que alguna vez hubo presencia o eso que se llama amor. Y a partir de ahí, desamor. Porque la única forma de saber que algunas existen –o existieron– es pensar en su contorno: poder palpar la ausencia o verla desde fuera, sus bordes, sus filos.

Con todo ese dolor y esa certeza, Lucía Gris urde un plan: hacer poesía, es decir jugar con palabras, para decir que el dolor también puede ser amor o que lo que se ha ido algo ha dejado. Como el agua, que cuando se va deja algo, aunque no siempre sea limpio, aunque incluso deje mugre.

La poesía de Gris tiene además una capacidad: darle un poco de calma –a medida que se avanza en la lectura– a eso que al principio parece ardor y dolor. El sosiego llega con el tiempo y la certeza de que fue amor tal vez. De que ese dolor también es una experiencia colectiva. La humanidad está compuesta por personas que hace miles de miles de años han amado, dolido, extrañado y vuelto a amar. No duele menos, pero nos deja mucho menos solos. Como la poesía.