Antes de volar a Lima, Claudia tenía montones de mensajes del Mago: “Apagá esa maldita luz de tu patio”. “Nena, no puedo dormir”. Pero ella no responde. La deja prendida para que crean que está. Carga en la mochila el repelente de mosquitos, los certificados de las vacunas, los antídotos para las picaduras de serpientes, la ropa y otros insumos indispensables. Se toma un auto al aeropuerto; es un trayecto corto desde Villa Mándrax. Duerme desde Fisherton a Lima, y vuela de Lima a Jaén como hipnotizada. Cuando se quiere acordar está en un bus atiborrado de sudor y frituras que serpentea por caminos amazónicos, furiosamente verdes, llegando a nombres extraños: Chachapoyas, Cocachimba. Es demoledora la caminata de dos horas y media a través de monte tupido hasta La Chorrera, pero vale la pena llegar y ver caer el hilo de agua, un velo blanco, por un imponente farallón de roca de casi un kilómetro de alto. 

La recibe con un abrazo de tintineos de plata y perfumes la propietaria del centro holístico, poco más que una choza de madera y hojas de palma. Ella se tumba en una hamaca paraguaya. Se levanta a medianoche con el cuerpo como apaleado, luchando contra un dolor de cintura y aturdida por el rumor incalculable de los habitantes inmersos en aquel olor prehistórico de lo salvaje, en el intenso aroma resinoso de lo que queda de la jungla del caucho. Allí oye a miles de seres chirriar, ulular, croar, aullar: vivas partículas de un vastísimo latido unánime. Ella tiene que sostenerse de pie con los brazos en alto, firme sobre sus pies pegoteados de tierra y barro, soportando el asedio de los mosquitos, durante todo lo que dura el ritual de liberar a las masas de almas de indios esclavizados, muertos en condiciones de sobreexplotación. Los llama hasta que los ve surgir de entre lo que ella, en medio de la oscuridad, sabe que son árboles. La alarma animal se vuelve atronadora. Los fantasmas de los indios se ven mutilados o incluso destrozados a machetazos por sus opresores. Ella abre un túnel de luz hasta el cielo y convoca a los ancestros, que siguen esperándolos. Los ancestros se presentan y llaman a cada uno por su nombre. A medida que cada cual se siente interpelado y sube, los ancestros los abrazan, llorando al ver los daños. Al fin se elevan, todos, cientos de almas empujadas por la compasión que surge desde al corazón de Claudia.

Cae; se desploma en la estera bajo las hojas de palma. Otro olor prehistórico y salvaje, el de las plantas maestras, parece llamarla. Con el turno que sacó antes de partir, aprovecha un círculo de sanación que funciona ahí, conducido por un famoso chamán. Claudia bebe las lianas amargas. Se pone el antifaz. El agotamiento la ayuda a relajarse.

Las plantas maestras le mostraron la herida. No era la que esperaba hallar, la que temía reabrir. Era otra, mucho más profunda. No sabía que la tenía, hasta que la vio. Vio un borde roto donde antes había estado el límite de su ego, un poliedro con varios bordes: las heridas sangrantes de la separación. Supo que no existían individuos. Solo creían serlo. El Todo, el Uno, había sido descuartizado vivo y sus pedazos sangraban.

No podía ser ella sola esa esquirla; ahora comprendía. Había una sola conciencia y era la del Universo desgarrado. Le dolían a ella los hachazos en la carne inmortal. Nada de lo que vio en aquella noche estaba quieto ni muerto, sino que todo vibraba. Incluso el vacío entre los pedazos estaba vivo y pensaba, sufría y deseaba. Vio más: vio el amor del chamán, y el amor entre sus compañeros de experiencia, como un esfuerzo tremendo del Todo por reunir sus pedazos y volver a ser Uno. Lloró de compasión por aquel Ser, que también era ella misma. 

“Tengo que volver a ver al Mago, al Égar”, pensó o creyó pensar pero en realidad lo gritaba, asustando a las mariposas de inmensas alas color turquesa que se habían posado sobre el cobertizo de palma que guarecía del aguacero las siete esteras puestas en círculo. Alcanzó a ver el color ultraterreno de las mariposas que levantaban vuelo; las vio por entre las hojas secas de palmera que cubrían a modo de techumbre aquel reducto mágico en medio de la selva tropical.

Recordó algo que había leído: las mariposas no vuelan en la lluvia. Comprendió que no llovía. El rumor estaba en su cabeza. Vomitó. Pero retuvo el saber, el sabor de la experiencia obtenida. Todo es Uno, se repetía como un mantra en la zona de embarque en Jaén, y luego en Lima, mirando fijo al sol del atardecer a través de los ventanales.

Todo es uno, se dijo cuando encontró –olvidado o abandonado en su asiento del avión, sobre el que luego se desplomó exhausta– un libro de extraño título, que el personal de limpieza de la aerolínea dejó intacto: El hombre psicoquinético, de Jeffrey Mishlove. Objetos de viaje, se dijo. Objetos que es posible traer de un viaje por el aire.

Se calzó el cinturón de seguridad y abrió las tapas. El libro contaba la historia de Ted Owens, nacido en Indiana en 1920. “Capaz de levitar desde niño”, leyó Claudia mientras la aceleración vencía a la fuerza de gravedad y despegaba a su cuerpo del suelo. “Owens parece un Dios del Antiguo Testamento”, anota el autor. No exagera. Como en un juego de cajas chinas, Claudia lo ve volar a Owens en primera clase rumbo al Aeropuerto Kennedy en 1975, disfrutando de un trago gratis y pidiéndole a la azafata el nuevo número de la revista Saga, donde acaba de salir una nota sobre él. Ilustra la nota una foto de un avión estrellado; el epígrafe sugiere que los poderes psicoquinéticos de Owens habrían derribado aviones a chorro de la Fuerza Aérea. 

Owens sabía cómo causar el impacto de un rayo. Señalaba en un mapa la localidad donde él quería que el rayo cayera; dibujaba un diagrama que representara los efectos que él deseaba producir y se concentraba en esa imagen. Enviaba mentalmente aquellas imágenes a sus amigos de otras dimensiones, las Inteligencias Espaciales, tripulantes de OVNIs invisibles que sobrevolaban la Tierra. Y ellos usaban sus altos poderes para concretar los “efectos” con que Owens había amenazado a los habitantes del lugar: huracanes, tifones, tsunamis.

Cerró incrédula el libro. Pensó en el Mago. Debía ser casi mediodía en Atopia.

Sintió de pronto que algo se derrumbaba, como si muy a lo lejos un glaciar se fuese desmoronando con estrépito. Pero de esa masa en caída libre era parte ella misma. Sintió la tensión gravitatoria, el tirón de la caída. Era un dolor imposible de localizar en parte alguna del cuerpo. Intuyó, de un modo tan indescifrable como íntimo, que aquello tenía que ver con el Mago. Que el libro era una advertencia, un aviso. Hubiera querido saber por Internet si alguna noticia justificaba esas sensaciones, pero su teléfono estaba en modo avión. Tendría que esperar. Faltaban horas todavía para el aterrizaje en casa.

Reabrió el libro y, mirando cada tanto las nubes por la ventanilla, siguió entreteniéndose con el relato del tira y afloje entre Owens y los incrédulos. Ellos se burlaban de él, él se enojaba por las burlas y en su enojo devastaba localidades enteras. Huracanes, tifones, tsunamis: todo se lo atribuía a sus poderes… 

Se quedó dormida con el libro en la mano. Soñó con el Mago. Lo vio deambular triste por larguísimos pasillos como de turrón, acompañado por un guía de saco y corbata. Soñó con un portal que explotaba.