Todavía no ha subido todo el sol y ya el día está perdido. Villa Mándrax se cierra frente a él como un bosque hechizado. De regreso a la urbe, Walter gira en U y maneja hasta la estación de servicio. La encuentra toda carbonizada y con vallas de seguridad. 

No le robaron solamente su teléfono. Con él se llevaron la ilusión de que podía gobernar su vida. Le robaron varias ilusiones todas juntas. La de que el mundo era un lugar predecible: una mañana que empezó común y corriente, terminando con él como testigo de un balazo. Pero además, además de sentirse un boludo que no cuida sus cosas, o que no escuchó aquella mala espina que le pedía no ser amigable con un personaje tan oscuro, encima y para colmo se da cuenta demasiado tarde de que no bloqueó el teléfono. ¿Cómo pudo suceder? Oliverio el obsesivo, el perfeccionista, el que no dejaba nada librado al azar: sentado en su auto con poca nafta en el tanque, mientras contempla las ruinas de la Hell, aquella identidad narrativa se le cae de a pedazos. A esta altura, casi seguro, hay un pibe muerto más; también habrá un asesino suelto y cebado que seguirá matando. No es que eso no le duela. Pero lo que más bronca le da es haber sido tan gil. ¿En qué estaba pensando cuando decidió que la clave de bloqueo del teléfono tenía que ser un número mágico y perfecto, o un arabesco tan bello que al final nunca lo concretó?

Ya sin tiempo ni cabeza para buscar otro lugar más cercano, querría que su auto fuera una nave espacial, un avión, algo capaz de teletransportarse hasta su teléfono fijo para denunciar el robo y pedir el bloqueo de su línea. Pero es un Corsa, lo mejor que pudo obtener en canje por su devaluado Fiat 1500. Así que cruza toda la ciudad de Atopia de oeste a sur hasta su casa, un chalet californiano de 1958. Guarda el auto en el garaje. Desde el jardín, oye a Griselda llamando a la gata. Al entrar, le llega desde la cocina el crujido del alimento balanceado. Aquellos crocantes huesos molidos de otros animales que se deshacen entre las fauces de la Saldaña ya no lo encantan como la música de la intimidad hogareña; ahora le resultan inalcanzables. Se ha abierto un abismo entre él y lo demás. Walter se hunde en el sofá junto a la mesita del teléfono fijo y se abalanza sobre la agenda de cartón y papel que tuvo la previsión de llenar. Griselda se le acerca con una mirada de angustia extrema en sus ojos pálidos. Se sienta junto a él y le da un abrazo.

—¿Qué pasó? ¿Qué es esto? Me escribieron amigos preocupados.

Le muestra un mensaje que le llegó desde su número robado:  “YO MATÉ A SAMALIEL JESÚS VILLEGAS”.

—No me respondías. Cancelé dos pacientes y me vine. ¿Vos estás bien?

—Físicamente, sí.

—¿El auto?

—En el garaje.

Walter se levanta del sofá. Camina titubeante hasta la alacena del living. Se tira en el sofá con lo que poco queda de un whisky Old Smuggler trucho, regalo de su suegro. La Saldaña se le acerca despacio con maulliditos interrogativos. Él quisiera llorar. No puede.

—Te robaron el teléfono, ¿no es cierto? Y nunca lo bloqueaste…

—¡Sí! ¡Y no! ¡¿Pero me vas a dejar que te cuente lo que pasó?!

—¡Si no podés ni hablar! No te rayés, no te aguanto cuando te ponés así.

—Un pasajero mío mató a un pibe, Griselda. Y yo estaba ahí.

—Ay, Walter…

—Eran dos. Tenían mi celular. Se metieron en la villa.

—¿El muerto también? ¿Estás seguro de que murió?

—¡Iban en moto! Iba sangrando. El nombre en el mensaje...

—¿Dónde fue?

—Vidrios Diamante.

—¿Hay testigos?

—Y, el vigilante de la fábrica…

—¿Qué hacen los medios, la ley, con algo así? Vos que estabas en Policiales…

—Doy de baja el celular, explico que me lo robaron, y ya fue. Si nadie denuncia, no pasó nada. Son vidas que no valen nada. No me gusta ni pensarlo, pero así funciona.

Walter llama a la empresa telefónica para denunciar el robo y dar el número de baja. Corta, y la paz no dura un segundo: suena el fijo. Es Ángel Piuma, su compañero de la escuela universitaria de periodismo que ocupa el cargo de él en la sección Policiales.

—¡Hola, Walt!

Piuma pronuncia la a como una o. Es su saludo de los tiempos de estudiantes.

—Me llegó un mensaje tuyo donde decís que mataste a Samaliel Jesús Villegas.

—Bloqueá eso y denuncialo.

—¿Te afanaron el celu? ¿Antes o después del mensaje?

—¡Yo no fui! ¡No maté a nadie, ni escribí ese mensaje!

—¿Sabés quién era Samaliel Jesús Villegas?

—Ni idea.

—Nieto de la fiscal Carmen Ramírez. Carmencita pide la cabeza del asesino.

Walter ahoga un grito. El grito ahogado hubiera dicho: ¿cómo, una fiscal con un nieto motochorro en la villa? Lo no dicho deja un rastro de silencio. El silencio es largo. El largo silencio le hace ruido, mucho ruido al periodista que está al otro lado de la línea.

—Algo sabés.

Walter corta. Es un movimiento que su mano derecha ha hecho por su cuenta. Se queda congelado, rígido en el sofá, sosteniendo con la zurda un vaso vacío.

—¡Ruárre!

Una voz cantarina viene desde el interior de la casa: la gata mágica que sabe decir su nombre. La siente tan lejos como si llegaran desde otra galaxia. Eructa el mal whisky, sale del shock, logra pensar. Marca de memoria el número de la redacción de El Atopiano y su propio interno. Suena dos veces. Alguien atiende. Walter reconoce la voz de Piuma.

—Me cortaste, Walt.

—¿Vos estás investigando? ¿Estás investigando? Hacé esto: llamá a la fábrica de vidrios, Vidrios Diamante. Preguntá por el vigilante que estaba de turno hoy a la mañana, a eso de las nueve. Todo lo que necesitás saber, lo vio él. Preguntá por Lucci, L-U-C-C-I, se pronuncia Luchi, es el encargado de balear los vidrios para publicidad. Él es el asesino. Yo lo vi, yo fui testigo, él le encajó un tiro en la espalda. Que no salga. Que lo retengan.

—No tengo autoridad para pedir eso, Walt.

—Pasale esta data al investigador de fiscalía. Fuente reservada. ¿Tomás nota?

—Estoy grabando, Walt. Descongelate.

Walter se ríe. Ha dado un salto cuántico en el tiempo: hacia atrás, hasta primer año de periodismo, allá por los tiempos en que él y Piuma grafiteaban frases cómicas en los muros derruidos de Atopia. Frases cuyo dudoso humor solamente ellos entendían. Recuerda mucho sol de esa época. Debe ser porque no había tantos edificios, piensa.

—Dice Walt Disney que él ya no se calienta por nada.

—Jo, jo, ¿te acordás? Qué par de pelotudos…

—Hablá con el vigilante de las nueve y con Lucci.

—Amor, ¿todo bien?

Recién ahora se da cuenta de que Griselda, de pie en el umbral entre el comedor y la cocina, lo ha estado mirando, con los ojos pálidos muy abiertos. Y escuchando. Ahora sí, corta. Y se levanta y sigue por toda la casa el rastro de las voces amadas.