Al despertar gritando de una pesadilla una mañana, Walter Oliverio abre los ojos y ve los de su gata, que lo observa extrañada. Él no logra despegarse del todo del terror. Anota el sueño, con la destreza de años de redactor en El Atopiano. Siempre sueña con el Gato Puente, que conversa con él en la antigua oficina de redacción del diario. Charlan de escritorio a escritorio. Hablan de fútbol, o de música, hasta que Walter se da cuenta de que Puente está muerto y eso no puede ser de este mundo. Esta vez, algo cambia al final: de repente, entran unos robocops súper armados a matarlos.

Le envía el sueño a Griselda, le pregunta por él. Ella no tiene tiempo de leerlo; ya entra el primer paciente. Él tiene que trabajar, también: esperar a que alguien necesite auto por la zona. Aquello le ocupa el día, a la vez que lo mantiene ocioso en la espera. Su tiempo le pertenece hasta que pertenece a otro. La incertidumbre de la disponibilidad lo agota. Walter se voltea hacia el lado de la ventana y se tapa la cara con el acolchado para protegerse de la luz natural y dormir un rato más. Siente la vibración del ronroneo de la gata mientras ella estira el cuello y enrosca las zarpas. Le asombra su capacidad para expandirse, a la vez que tiende hacia un centro. Toma nota mentalmente: “Paradoja de la Expansión Centrípeta Gatuna de Oliverio: Toda gata que remolonea se expande, a la vez que tiende hacia un centro”. Ahora, todo lo que escribe el ex cronista de noticias policiales del diario El Atopiano son sus sueños. Ya no habrá obra. Prefiere enfrentarse quieto y en silencio al horror de saberse olvidable, insignificante, carente por completo de relieve. Y se pregunta, sumido en una bruma legañosa de recuerdos que se le pegan a la conciencia como algas: ¿Cuándo fue que todos los atopianos empezaron a exigirse logros individuales? ¿Fue por la misma época en que todo pareció volverse imposible?

—¿Rumiau? —interrumpe sus pensamientos la gata, una hermosura atigrada de zarpitas blancas. Walter y Griselda la heredaron de Puente con un nombre que no les gustaba. Puente le puso “Saldaña” por un jugador de fútbol del otro equipo de Atopia, no el de ellos. Además un saldaño es un sorete, opinó Griselda. Pero el nombre quedó.

Son apenas las ocho. Y tiene un mensaje. “Ya. Ahora. Urgente”. El nombre del pasajero es Lucci. Él se levanta y se viste a las apuradas, va al baño como puede, saca el auto, pone primera, hace dos cuadras alrededor de la plaza soleada y ahí está el tipo en la vereda, caracoleando con impaciencia: corpulento, canoso, de unos setenta años. Lleva una campera con cuello de corderito abierta sobre un suéter apelmazado y beige. Justo entonces a Walter lo distrae un mensaje de Griselda: “No creo que sea premonitorio. Para mí es el típico sueño de trauma. Fue muy tremendo lo que les pasó a ustedes allá”.

Las conversaciones. Lo que lo mata del nuevo trabajo son las conversaciones. Sube un desconocido, al que con suerte puede verle parte de la cara, y se pone a darle charla. Se aprovechan de aquella instantánea ilusión de intimidad: dos tipos en un auto.

-¿Podés creer? ¡Podés creer! ¡Se prendió fuego! ¡Se incendió! ¡Y de la nada!

De una manera que no logra explicar, al pasajero le quemaron el auto la noche anterior y necesita llegar al trabajo. Ya. Ahora. Urgente. Grita, la cara se le enciende, escupe las palabras con voz ronca y grave. Walter nota que lleva un gran estuche de cuero, pesado, al que pone sobre su regazo. Va a la fábrica de vidrios, al oeste de todo. Mientras sube el sol de la mañana, Walter va viendo desaparecer todos los lugares conocidos.

-¿Dónde se ha visto que haya que pagar para ir a trabajar, eh?

-Seré curioso. ¿Qué hace en la fábrica? ¿Y cómo entra tan tarde?

-Ah, tengo el mejor trabajo que existe. Soy probador de vidrios blindados. Estamos tratando de colocar el producto por todo el país. Es el negocio del momento. Con la inseguridad, los vidrios antibalas se van a empezar a poner en casas de familia, en todos lados. La empresa Diamante diseñó una publicidad que es repartir los vidrios, enmarcados en acero, por locales de todo el país, con tiros de tres armas distintas, para mostrar cómo frena las balas. Quedan incrustadas, ¡preciosas! Todo alrededor como un azúcar y la bala en el medio. Y como yo tengo muy buena puntería, me llamaron a mí.

Los dedos macizos hacen un grotesco gesto de gourmet para representar el vidrio pulverizado, el plomo como el dulce en el centro que hace tentadora la golosina. A Walter se le encienden todas las alarmas instintivas: ¿de dónde salió este tipo?

-¿Qué puso en su curriculum? Disculpe, pero me da curiosidad.

-No uso curriculum. Me fui con estas tres. Y les mostré.

Señala su estuche.

-Mis mascotas. Mis diosas. Ni en pedo las dejo allá en la fábrica.

-¿Pero usted trabajó en seguridad, en alguna fuerza armada?

No responde. Para cambiar de tema, elogia la música. Es una versión oscura y distorsionada de “The Pusher” de Steppenwolf, del primer disco de una banda atopiana.

He visto a mucha gente por ahí / andar con lápidas en los ojos / pero al díler no le importa nada / si vivís o si morís… suena una voz podrida junto al groove del bajo fuzz.

-¿Los conoce?

-¡Nigredo! Pudieron ser los mejores del mundo. Los mejores del metal. Digan lo que digan. Que hacían covers de rock, que la careteaban. Los mejores, eh.

-Lo fueron. Y el mundo no se enteró.

-¿Vos qué creés? El choque de la combi… ¿fue intencional?

-No, no creo. El black metal no da tanta plata.

-Ya estamos llegando… a ver, dejame acá.

-¿Acá?

Walter frena en un descampado de pasto reseco surcado por antiguas vías. A pocos pasos, dos palabras en letras mayúsculas de dos metros de alto, moldeadas en hormigón armado, anuncian: VIDRIOS DIAMANTE. Dos caminos se bifurcan bajo sus ruedas. Uno, asfaltado, guía hacia el primer puesto de vigilancia de la fábrica de vidrios, cuya estructura se divisa inverosímil a lo lejos como una fortificación amurallada. Otro, de tierra, serpentea hasta el caserío de Villa Mándrax. A Walter el paisaje se le antoja medieval. Lucci le paga en efectivo y se baja, con su estuche a cuestas. Pretende que Walter vuelva a buscarlo horas después. A Walter nada le parece razonable. Ir y volver, no. Ni tampoco esperarlo: en ese corto lapso podrían robarle el auto… “No contás con la ventaja táctica del comando suicida”, le ruge Lucci. En una pausa de la discusión, ambos contemplan la estepa de yuyales amarillos. Lucci parece emocionarse, como si aquel espacio desolado fuera sublime. “Es metafísico. Es como Antonioni en El desierto rojo”, se entusiasma, mostrando una veta cinéfila. Walter tarde sabrá que tendría que haber puesto primera y desaparecido de inmediato de aquel lugar y de la vida de aquel personaje, pero se baja del auto y saca del bolsillo su teléfono para fotografiar la nada misma. Se siente Antonioni.

Está haciendo foco cuando le oye gritar a Lucci: “¡Cuidado!” mientras desde lo que luego sabrá que es una moto, sin darle tiempo a reaccionar, le arrebatan el teléfono. Son dos pibes: uno roba y el otro va manejando. Lucci no duda ni un instante y les tira. Recién entonces Walter confirma su sospecha de que todo ese tiempo el tipo había estado armado y alistado. No tiró a las ruedas sino contra uno de ellos directamente, a matar. No paran. Incluso de lejos, es visible el manchón oscuro en la espalda de la remera del que va detrás. Walter se sube al auto y sale tras ellos. Pero los pierde de vista en los pasillos de tierra de la villa, donde desaparecen con su teléfono como si nunca hubieran existido.