“Sí, quiero”, dijo el Congreso de la Nación a la posibilidad de que parejas de cualquier combinación de géneros pudieran casarse. Trece años después no parece una gran cosa, sobre todo porque las fronteras de lo posible se fueron ampliando desde entonces. Pero esa madrugada, cuando la tensión por el resultado se alargó tanto que fue como caminar por una cornisa helada, lo que amenazaba si se producía el resbalón hacia el abismo era una condena a la inexistencia de quienes habían apostado todo a que volverían al pueblo con la frente alta, con la pluma suelta, con el beso liberado para las maricas, las tortas, les trans. Porque de eso se trataba más que del amor y todos los discursos romantizados que hubo que poner en juego, se trataba de existir, de ser sujetos y sujetas de derechos, de perder el miedo a que te echen de un bar o te escupan porque sí, porque se hizo tarde y el tren Sarmiento, por ejemplo, no entendía de diversidades. Se trataba de los hijos y las hijas que ya tenían dos mamás o dos papás u otras combinaciones de familias queer y también se dejaron inundar por una alegría que brilló más fuerte que el sol al día siguiente. Una alegría que no se quedaba debajo de la bandera del arco iris, sino que fue una corriente arrasadora, para todas, para todos, para todes. Porque es así como se sienten los pueblos cuando sucede un hecho de justicia.