Duda que la paz esté realmente enraizada en la tierra de la que se fue en los ochenta. Huía de una incomodidad que ya no le dejaba aire en los pulmones para mantener la dignidad. No se vio tentado de entrar en ETA y convertirse en héroe. Quizás porque no vivía en un pueblo chico, sino en una capital de provincia y allá, la verdad, el miedo al ostracismo se llevaba mejor porque tu grupo de amigos no era tan hermético como solía serlo en las aldeas en las que las cuadrillas se agrupaban en torno a la taberna y a la frustración contenida. Se fue a Alemania pensando que había roto con su pasado y, sin embargo, lo que sucedió fue justo lo contrario. Nunca interpeló al país de residencia: su materia de trabajo siempre estuvo en la tierra natal. 

Fernando Aramburu nació en San Sebastián, Guipúzcoa, el mismo año que la banda armada se fundó: 1959. Y declara que lo lleva consigo “como una verruga negra y asquerosa”. Sabía, claro, que su obra iba a suscitar resquemores en la sociedad vasca. Pero a él lo que realmente le preocupaba era hacer daño, por mínimo que fuese, a alguna de las víctimas de ETA. Por eso una vez terminado el manuscrito y antes de enviárselo a su editor en Tusquets, Juan Cerezo, Aramburu prefirió entregárselo al Presidente del Centro Memorial de Víctimas, Florencio Domínguez. Una vez dado su visto bueno, avanzó. Y de qué manera. Patria es hoy un ejercicio literario brillante convertido en best seller al superar los 300.000 ejemplares vendidos. Además, el también vasco Aitor Gabilondo ya está trabajando en la adaptación audiovisual para HBO. 

Lo que Aramburu busca es cumplir como escritor: crear un relato que perdure y trascienda al discurso político que resulta  insuficiente para explicar la realidad. El objetivo es evitar la leyenda de ETA. Ni el formato histórico ni el ensayístico hubiesen tenido la eficacia que ostenta esta novela coral de hasta nueve voces contada con una virtuosidad apabullante. Ya venía avisando. Tanto en sus cuentos publicados en 2006, Los peces de la amargura, como en la obra Años lentos, de 2012, el autor rondaba la temática que ahora plasma acá con una solidez propia de clásico universal. ¿Por qué? Por su innegable virtud estética y por su capacidad para crear personajes que, aún siendo remotos, pueden hacer vibrar a lectores de cualquier latitud geográfica. Nueve protagonistas bastan para retratar un fresco de la sociedad vasca de los últimos treinta años. Dos familias enemistadas a raíz del conflicto armado. Voces narrativas edificadas sobre una técnica magistral propia de filólogo: la primera persona mezclada con un estilo indirecto libre y, al mismo tiempo, la figura del narrador omnisciente como un dios que todo lo escucha, lo ve y lo siente. Un texto que interpela incluso a un autor que, en uno de los capítulos -todos breves y certeros-, se coloca a sí mismo como personaje real para explicar por qué escribir sobre lo que ha escrito. Como si pudiera tener éxito en semejante meta. No lo tiene. Su obra es mucho mejor cuando la deja sola. Ni prólogos ni epílogos son necesarios. 

Dicen algunos nacionalistas vascos que a la novela le falta contexto. Que no se habla de por qué se llegó a lo que se llegó, de las razones que llevaron a la lucha armada y al consiguiente desastre de convivencia en armonía no sólo en el País Vasco, sino en toda España donde, durante ciertos años, casi cualquier persona caminaba alerta por lo que pudiera suceder. ETA nace con Franco aún vivo. Y no se termina al morir él. El Estado español se instala como enemigo y perfecciona sus técnicas hasta llegar a episodios desagradabilísimos como los perpetrados por los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) en los primeros años del Gobierno de Felipe González. Y ETA que sigue creciendo, pudriendo la convivencia en su propia tierra, reclutando a jóvenes embravecidos por un nacionalismo inventado en el siglo XIX, haciendo listas de objetivos, perdiendo la decencia en más de una ocasión. Y en el medio, ¿qué? Familias enteras que sufren, y que, muy probablemente, sigan haciéndolo hoy. De un lado, y del otro también. Los desastres de la guerra.

Es obvio que Aramburu consigue dejar por los suelos la imagen del terrorista heroico. Lo retrata en su derrota moral, abandonado en la cárcel por un sueño que le inventaron. Ensalza a las madres de familia que, por serlo, son capaces hasta de hacerse nacionalistas de la noche a la mañana si su hijo lo reclama. O, como es el caso del otro lado, la viuda de la víctima mortal de ETA, Bittori, que ya enferma mueve cielo y tierra con el fin de que el asesino de su marido le pida perdón. Mujeres de hierro que se perpetúan en los personajes de sus hijas. Son los pilares de una historia que recorre más de 600 páginas para llegar a la imagen final de esperanza que fue, según Aramburu, la primera que se le ocurrió. 

En las tres décadas que la narración abarca vemos cómo los personajes van tomando un volumen colosal. No hay una cronología estricta sino más bien un orden emocional de las cosas, casi circular, a través del cual el autor nos va mostrando quién es quién y por qué actúa como actúa. La responsabilidad narrativa se difumina para darle espacio al retrato de la condición humana de todos los elementos del cuadro: el empresario asesinado, Txato, que sufre la marginación de sus propios vecinos desde que es amenazado hasta que finalmente cae; su hijo Xabier, un médico que nunca jamás ya se permitirá la más mínima felicidad; su hija Nerea, a quien el Txato intenta proteger llevándola a estudiar fuera cuando empieza a temer por su vida; su mujer, Bittori, que junta el valor necesario para volver a su propio pueblo del que se tuvo que ir como una apestada; el etarra, Joxe Mari, que parece tener tanta ternura en su enorme cuerpo como poca capacidad de raciocinio para discernir entre el bien y el mal; su hermano Gorka, inadaptado a su entorno por pensar y sentir con demasiada hondura; su hermana Arantxa, quizás el personaje más importante del libro por su papel de mediadora trágica y necesaria; Miren, la madre del terrorista que como un pedrusco penitente defiende lo indefendible y observa cómo a su marido, Joxian, le crece una pena en el pecho casi más grande que el corazón que le late cada vez más lento cuando piensa que su hijo tiene delitos de sangre y que su mejor amigo está muerto. Y eso, además, no hay vino que se lo quite de la cabeza.

La historia empieza el día que ETA anuncia el cese definitivo de la actividad armada: el 20 de octubre de 2011. En el fondo, como una cadencia imborrable, el asesinato narrado desde nueve puntos de vista distintos. Y la lluvia, que moja a todos igual.

Patria Fernando Aramburu Tusquets 648 páginas