Hace unos meses me quise mudar. Me gusta mi casa pero tiene muchos achaques, es vieja, es difícil. Por supuesto vivo acá y aunque suelo distraerme, sabía de la crisis habitacional y los alquileres en dólares. Pero me sorprendió no encontrar ni una casa. Ni una. Ni un departamento tampoco. Todo lo que estaba en pesos era tenebroso. Y lo demás, inaccesible.

Un aparte: que haya alquileres en dólares en un país donde no se pueden comprar dólares es, primero, lanzar a la población al delito, aunque sea el delito más normal imaginable en la Argentina. Es una contradicción que, pensemos, no se sostiene un segundo. ¡Es una casa! ¡Y la tengo que pagar con un bien, un dinero, al que apenas puedo acceder y al que, en las cantidades pretendidas, no es legal acceder! (Sí, yo también tengo cuevero amigo y también cambio plata, no es el punto). Y además es un escándalo que se permita. Yo alquilé toda mi vida porque jamás pude comprar. Nunca tuve problemas y crisis hubo muchas.

Llego a otra cosa: ¿tan cómoda está la gente que no se manifiesta enloquecida porque no tiene casa? Yo puedo quedarme donde estoy. Por ahora al menos. Mi madre tiene casa propia, no quisiera vivir con ella, vender su casa no me alcanza para comprar otra, pero está también esa opción. Y personalmente tengo otras pero no hablo de mí en esta columna o, mejor dicho, me uso como ejemplo de una situación que quizá, en mi caso puntual, podría manejar. Pero mi casa puntual no importa. Las viviendas están en dólares para comprar también. Estoy harta de las historias de amigos que recorren la ciudad con medio millón pegado a la piel con la ropa encima, transpirando como mineros, aterrados de que los roben, para llegar a una habitación oscura donde un escribano cuenta cada billete para firmar el boleto. Y la odisea y los años para comprarlos si no es por una venta (en general es, o padres ricos). Porque si no, ¿tanta gente tiene dólares? ¿Estas preguntas son estúpidas? Me encontré hace unos días con una amiga muy joven, fotógrafa. Paga en dólares, religiosamente. Se la pasa en la cueva porque le cambian el monto. El dueño de su departamento solo acepta cash. Ella gana en pesos y poco, porque tiene 25 años. Le pregunté si no se desespera por la situación y la noté resignada. Pero es normal. Yo también estaba resignada a muchas cosas a los 25 en pleno menemismo. Digo yo: las cosas deberían ser diferentes. ¿Hay tanta gente propietaria? ¿En serio se resignan a la cueva? ¿Pierden tantas horas de su vida en ahorrar en dólares? ¿Soy una tarada porque no lo hago con más frecuencia? ¿Y la gente que no llega a los 200 al mes siquiera? ¿Hay tanto turista para que el AirBnB sea tan provechoso? ¿De pronto somos Río de Janeiro para que el alquiler temporal sea un negoción? ¿Qué pasa, por qué se acepta con tranquilidad que un propietario sea un semidios? ¿Qué hacemos con la gente que obvio no tiene acceso a la vivienda sino que no tiene acceso a moneda extranjera directamente porque no la puede comprar?

Me dirán que hay inquilinos organizados y que se protesta y que las leyes y los proyectos. Lo sé. Se que muchos se organizan, sé que hay desesperación, sé que hay gente preocupada y comprometida. Pero cuando me di cuenta de la dimensión del problema pensé debería haber mucho más quilombo, si se me permite el término. Mucho más. ¿O no se cubre? ¿O a nadie le interesa? ¿Por qué no lo hablan en los noticieros? Son todos propietarios quizá. Hay mucho dinero en juego quizá.

Pienso: a lo mejor todos esos inmuebles dolarizados se quedan vacíos durante años. Como castillos que eventualmente irán a la ruina. En Japón una de cada ocho propiedades ya está abandonada y se estima que en 2033 esta tendencia aumentará hasta llegar a casi una tercera parte de todo el parque de viviendas. Los japoneses tienen una palabra para esto, “akiya”. Quiere decir “hogares fantasmas”.

O a lo mejor la gente empezará a abandonar la ciudad, como le pasó a Detroit. Acabo de leer varios libros sobre la ex meca del capitalismo, porque me fascina. Detroit, la cuna de Ford, de Chrysler, de General Motors, la cuna del automóvil y la arquitectura hermosa y el sonido de Motown. Detroit se derrumbó en 2013, cuando declaró su bancarrota, de la que salió en 2014 pero los problemas no se terminaron. Con el cierre de las fábricas, la población se redujo casi dos tercios. Y en esas decenas de miles de casas vacías apareció un fenómeno que se llama “blight”. Cal Flyn lo explica bien en su libro Islas del abandono, que publicó acá Fiordo. “Barrios que parecen en estado de descomposición. Decenas de miles de casas vacías se desmoronan. Los edificios están como poseídos. Los techos se hunden, se ahuecan y caen uno sobre otro. Las plantas se abren paso. Se llama blight o deterioro urbano. De una ciudad que experimenta repentinos cambios demográficos negativos se puede hablar en términos epidemiológicos o incluso patológicos, como si se desatara una especie de contagio, una enfermedad social que condujera al marchitamiento y la degradación. Se habla del blight como de un espíritu maligno”.

Para evitar estos barrios muertos, de verdad podridos –los ladrones se llevan lo valioso, en general las cañerías, los metales, la estructura, lo que facilita el derrumbe-- el gobierno y también los vecinos decidieron demoler. “Hay cuadras y manzanas vacías, lotes vacíos: pradera urbana. Atravesar una de estas manzanas es como avanzar por una ruta sin señalizar, a menudo llena de grietas, como el craquelado de la porcelana , por lo que parecen campos de barbecho, una planicie de hierba dorada que llega hasta el muslo. Faroles solitarios aún de pie. Salpicando el paisaje alguna que otra vivienda solitaria barrida por el viento. Una casa de campo. Una casa en una pradera”, escribe Flyn. Esto pasa y ha pasado y pasará. Las ciudades se mueren y se transforman. Las ciudades se vacían. Con alquileres inalcanzables, imagino a una Buenos Aires gótica pero no como la ciudad de Batman, sino como una ruina abandonada. No siempre va a venir gente a ver nuestras glorias pasadas. Un alquiler en Villa Crespo está en dólares. Cafés de especialidad hay en todo el mundo y en todas las provincias argentinas. Yo entiendo la inestabilidad y la locura de nuestra economía: vivo acá hace 50 años. Algunos días despierto con una angustia particular y junto todo el efectivo que tengo y corro a mi cueva de confianza como si me preparara para la guerra o para la peste. Lo sé, lo hago. Eso no significa que tenga que aceptarlo. Tampoco que tenga que compadecerme de los propietarios que, por supuesto, ganan menos si cobran en pesos. También hay que solucionarles esto. No puedo creer que el tema no sea constante. Es la casa. Es el techo. Es la intemperie. Estuve leyendo notas sobre por qué es tan difícil regular los alquileres y sé que la desregulación –que lleva a la dolarización-- la hizo la dictadura. Otra maldición. Me niego a aceptar que no pueda solucionarse o que ante la dificultad no esté primero el riesgo y la valentía y dejar de lado medidas aisladas para garantizar un derecho.

 

Una amiga me dijo que Buenos Aires se iba a convertir en una ciudad Disney por esto. Me dio risa. Narnia total, pensé. Estamos mucho más cerca del blight de Detroit. Las ruinas tienen un enorme encanto pero no para vivir en ellas.