El cuerpo de obra de Astorga desde la década del noventa trabaja sobre distintas materialidades dispuestas en partes como una metonimia, eso de la parte por el todo. En ese entonces, trabajaba con trozos inertes seccionados de los circuitos que los mantenían vivos: carne vacuna representada con medios pictóricos. Fue un modo particular de dar cuenta de la actividad que destaca en la economía nacional arraigada en el campo y que nos ubicó durante años como país exportador en la división internacional del trabajo diseñada por el mundo liberal: la explotación del ganado con fines de exportación. De carne somos, de esa carne masacrada y muerta que otros lejanos pronto masticarían cocida, los restos de un mundo contra el que hoy cualquier activista animalista protestaría con fervor. El procedimiento de Astorga con la carne luego se extendió hacia otras materialidades. Como apunta el crítico Federico Baeza, “desde aquella obra inaugural, Astorga siempre dio pasos milimétricos y concentrados: de la carne al cuero, del cuero al pelo. A comienzos del 2000 delineaba nebulosos paisajes aprovechando los tonos que conseguía combinando tiras de cuero crudo en un gesto de minima intervención. La textura mórbida de la piel de vaca apareció insistentemente en obras que se limitaban a exhibir sin adjetivaciones la superficie del material sometido al escrutinio de la mirada. Durante esos años también tomaba del mercado de rezagos militares correas de cuero con los que recubrió columnas y figuró contornos de casas y perfiles urbanos. En estos trabajos empezó a vertebrarse un vínculo subterráneo entre la superficie del cuerpo y el vasto entorno doméstico que nos contiene. Otro insumo recurrente fueron las cerdas de caballo que también dejaba caer o adhería objetos cotidianos como una almohada o un par de zapatos”. 

En ocasión de esta muestra la materialidad da cuenta de la ciudad en estado de descomposición y derrumbe. La sala de la galería se encuentra intervenida por trozos de cascotes, diversos fragmentos de edificios que podemos imaginar aledaños a aquellos pozos profundos de tierra recientemente removida. No se alude a la procedencia de esos restos, no sabemos si son producto del desplome negligente de alguna casa a la que se eligió desaparecer o de la remodelación o de una implosión altamente tecnificada. En Territorio de derrumbe se los aprecia asidos con alambres de acero, sostenidos por estructuras de metal, inclusive intervenidos por prótesis brillantes. De ese modo, descansan en sus bases. Ahora estos trozos se descubren desafectados del deterioro, de la acción del clima o de las topadoras. También de las renovaciones, del hidroavión o del vandalismo urbano. Son testigos supervivientes que Marcela Astorga eligió rescatar, y de algún modo sanar, para situarlos en los perímetros de su minuciosa exploración material. 

Todo empezó cuando a comienzos de este siglo, la ciudad asistía a desmoronamientos pautados de diversas propiedades, muchas de ellas verdaderas joyas de arquitectura. El derrumbe descontrolado luego se convertía en un pozo vacío desde donde se empezó a construir el nuevo paisaje de la ciudad, un paisaje urbano de torres ignominiosas, habitáculos creados en serie con diversas declinaciones de lujo o con banales imitaciones del mismo. 

De este modo, lo que vuelve a explorarse en esta muestra es el cuerpo mutilado de una unidad que tuvo su identidad, enmarcada en su tiempo y en su uso. Astorga ahora la devuelve a la galería en trozos pasteurizados, desprovistos de su procedencia, y en la aparente neutralidad de esas piezas ahora expuestas se nos da la posibilidad de ser testigxs de los resultados de una lujuria económica sin goce, el resultado de una nueva explotación.