Chico Buarque -que si algo desarrolló en su vida es una mirada- escribió pensando en ella: “Para los que saben mirar, la flor es también una herida abierta”. Es uno de los versos de Dura na queda, la canción que el carioca le dedicó a Elza Soares y que ella incluyó en su excelente Do Cóccix Até  O Pescoço, producido por Zé Miguel Wisnik, de 2002. Fue el álbum en el que la aristocracia de la música brasileña –Buarque, Caetano Veloso, Seu Jorge, Carlinhos Brown- la bendijo y le hizo un lugar definitivo en el Olimpo. Ya Caetano, como siempre, se había adelantado y en 1984, en su disco Velo, la convidó a participar en una canción extraordinaria como "Língua". Fue un rescate: la carrera de Soares zozobraba. “A principios de los 80 hasta tuve que cantar en un circo para poder criar a mis hijos. Se lo comenté a Caetano y me dijo que una abeja nunca abandona su colmena. Me invitó a grabar 'Língua', e hizo que mi carrera se impulsara nuevamente”, dijo.

 Esta semana todo el mundo que la conoció o que escuchó su canto estuvo recordando las heridas de esta flor silvestre. Los ribetes truculentos de su historia han tapado en parte su arte y pueden ser tomados como una fábula de redención, la cansada metáfora de la Cenicienta, una oda a la meritocracia. Pero Elza Soares nunca perdió su carácter marginal. Ha observado una a una las trampas del capitalismo. Se sirvió de las llagas de origen para elevar la voz y ser una francotiradora militante. Como escribió el periodista carioca Leonardo Lichote, “Elza es el Brasil que convierte el dolor en placer. El gran poder transformador. Muchas vidas caben en su trayectoria como cantante y como mujer. Hambre, racismo, ostracismo, muerte, violencia sexual, caídas literales y figurativas”.

Su historia es un drama. Nació en el medio de esa institución estructural brasileña que es la favela, en el caserío Vila Vintém, en el oeste de Río. Su padre la obligó a casarse a los 12 años con el vecino que la violaba. A los 13 años fue madre. Tuvo –siempre con su victimario- cuatro hijos más, dos de ellos murieron de hambre. El hambre, justamente, determinó su lanzamiento a la música. La historia es demasiado famosa, ya legendaria. En años en que la música popular tenía gran rotación y la radio y televisión eran cazadoras de talentos, se presentó en un concurso radial que conducía Ary Barroso. Se vistió con lo que pudo, algo estrafalaria. Ary Barroso le preguntó, no sin sorna, de qué planeta venía y ella respondió con sabiduría maradoniana. “Del mismo que vos. Del Planeta Hambre”. “Me puse un vestido de mi madre dos veces más grande que yo, que pesaba menos de 40 kilos, y me lo ajusté con alfileres. Parecía una bruja, estaba muy rara. Todo el público empezó a reírse de mí, me molestó mucho, porque yo había ido allí a intentar ganar dinero para comprar comida para mis hijos”. En perspectiva, ese desprecio velado no queda tan lejos de los votos que llevaron a Bolsonaro al poder. Soares tituló uno de sus últimos trabajos Planeta Fome, tal vez con menos rencor que necesidad de cerrar la historia.

Después de actuar en clubes nocturnos de Copacabana y a meses de enviudar, a los 21 años, grabó su primer disco: Se acasso se voce chegasse, en 1960, e inmediatamente Bossa Negra (1961). En años en que João Gilberto y Tom Jobim estaban consolidando la revolución de clase media de la bossa nova, el nombre de “bossa negra” suena a oportunismo comercial. Son discos de samba, orquestados, dentro de la estética que había popularizado Carmen Miranda, en los que Elza Soares sorprende con una voz bien colocada y recursos técnicos como el scat, transpolado desde el jazz hacia el samba.

Elza Soares era ya una figura popular y Garrincha, un wing derecho endemoniado del Botafogo. Coincidieron en Chile, en el Mundial de 1962. Era el torneo en el que Pelé iba a rubricar todo lo que había hecho en el Suecia 58, cuando con 17 años fue la figura del Brasil campeón. Pero lo molieron a patadas, al segundo partido salió lesionado y ya no volvió a jugar. La posta genial la tomó Garrincha, que repitió el título y fue elegido como el mejor jugador del Mundial. 

Elza y Garrincha se sintieron espejados. Compartían un origen de miseria, los excesos y la condición de artistas innatos. Empezaron a salir. Garrincha era casado, tenía siete hijos y abandonó a la familia. La opinión pública, rebosante de machismo, destrozó a Elza: lo más suave que le dijeron fue, a la manera Wanda, “rompe familias”.

 La cantante sintió una extraña satisfacción: por primera vez estaba con alguien que ella había elegido. Pero la tragedia tomó otras formas. Garrincha se hundía en su alcoholismo, le pegaba, se iba volviendo un ídolo patético y Elza Soares perdió a su madre en un accidente automovilístico en el que manejaba el wing. Estuvieron juntos casi dos décadas. En un momento de la dictadura brasileña, la casa de la pareja fue ametrallada. Más que Garrincha –minado por sus demonios interiores-, Elza era una mujer que molestaba al poder. Ya empezaba a denunciar el racismo y el machismo. Terminaron en el exilio, en Italia, donde fueron ayudados por Chico Buarque. Con el tiempo Elza logró separarse de Garrincha, el ex crack murió de cirrosis y, antes, el hijo que tuvieron juntos, Garrinchinha, perdió la vida a los 9 años en un accidente de auto. Elza Soares conjuró tanto dolor como pudo, entregándose a las drogas, deambulando por Europa y Estados Unidos, deprimida.

 Se rescató con arte y tuvo una nueva vida. La rodearon músicos electrónicos, se dejó influir por MC’s y DJ’s y cantó letras con mensajes de denuncia a la discriminación racista y sexual. Liberó su voz que contemplaba una disfonía sensual y salvaje, su timbre empezó a adquirir un hermoso tono mate. Cantaba como una felina, siempre en llamas. Comenzó a ser adorada por el colectivo LGTB y a intervenir fuerte en las redes sociales. Sacó discos que no ofrecen segundas lecturas: Dios es mujer y La mujer del fin del mundo. Cuando asesinaron a Marielle Franco, la socióloga y concejal de Rio de Janeiro, twiteó: “De las pocas veces que me falta la voz. Conmocionada. Horrorizada. Toda muerte me mata un poco. De esa forma, me mata más. Mujer, negra, lesbiana, activista, defensora de los derechos humanos. Marielle Franco, tu voz resonará en nosotros. Gritemos”. El mensaje provocó un tsunami de likes. 

El aluvión se repitió la semana pasada: Elza  Soares fue despedida por medio mundo: artistas, políticos y, sobre todo, los vulnerables del Brasil profundo que ven ella una heroína del hondo bajo fondo. Murió a los 91 –el destino tiene esas cosas- el mismo día que Garrincha, el 20 de enero. Entre los muchos mensajes, un desconsolado Seu Jorge escribió: “Esta mujer hay que enseñarla en las escuelas”. Una travesti de la escola Mangueira tipeó: “Adiós dama con rostro de gato. Te fuiste como lo que sos: una guerrera del fin del mundo”.