Rubén Baldemar nació en Rosario en 1958. Era profesor de artes visuales cuando en el 2001 logra su segundo título universitario, con una licenciatura en Bellas Artes. Complementa su formación estudiando conservación y restauración. En 1999 ganó una beca importante y viajó a la British Library en Londres. A pesar de su carrera, Baldemar nunca se encriptó en lo académico ni buscó el camino cómodo de integración al circuito del arte. Su conciencia política y su nomadismo se lo impedían. Su gran amiga, la artista Xil Buffone, lo presenta como nadie. Baldemar, escribió, era un virrey en el tercer mundo. Así se presenta en la obra Autorretrato, como un emperador romano de epoxi y laureles dorados. Ni mármol ni oro. Aunque su parecido es asombroso. Ese símil, ese coqueteo con los materiales de la historia del arte es a su vez un juego con sus significados. Cómo hacer obra después del famoso mingitorio expuesto en la Sociedad de Artistas Independientes en 1917, firmado por Duchamp, es una pregunta que Baldemar se responde. Qué es la obra en términos de lo contemporáneo, pero sobre todo, quiénes somos los espectadores, los consumidores, los coleccionistas y los reproductores.

Duchamp, por su parte, lo dejó bien claro: Nunca distinguí entre mis gestos de todos los días y mis gestos del domingo, dijo plácido, mientras le tiraba un fardo de cerámica bien pesado a las generaciones venideras. Baldemar jugaba en la misma liga. El objeto ya no podía estar ligado a su función. O, en caso de estarlo, la función estética sería política. Ruben buscaba materiales mientras caminaba, en las calles. No se quedaba quieto, cambiaba de domicilio las veces que fuese necesario porque en general no pagaba el alquiler. Rosarino nómade, tenía la capacidad de transformar un lugar abandonado en el reino de un emperador. Sabía crear, alquimizar, habitar. Fiel a su crítica de la propiedad privada y la voracidad por el goce fugaz del consumo, construía sin comprar. Xil Buffone lo describió perfectamente: “Sabía adaptarse al basural y convertirlo en un vergel...Tomaba casas y las convertía en un sitio habitable, mágico. En Zeballos, su última vivienda, atravesó varias fases a lo largo de las cuales pintó las paredes de varios rojos y borravinos, un rincón Morandi de porcelanas y vidrios, un cuadro Madí con marco demencialmente irregular, el gobelino y el triángulo de polillas... allí perfeccionó el jardín”.

Réquiem reúne una selección de obras pertenecientes a tres de sus series: Mott, Autorretratos y Heráldica, producidas en distintos momentos de su carrera. Mott es una cita burlona y fuera de escala al famoso urinario francés. Baldemar le agrega materiales autóctonos, lo enmarca en estructuras blancas de cerámicas mortuorias al estilo del cementerio de la Chacarita. Continúa la obra, en episodios, tan mínimos como exactos. El mingitorio vacío, el mingitorio sucio, el mingitorio con líquido amarillo, el mingitorio cuyo relleno desemboca en un deseado, pero ahora caliente, frasco de perfume francés. No son (sólo) óvalos de cerámica preciosista. Están usados, marcados, territorializados, sexualizados.

El artista potencia su alquimia para transformar, pero sin ningún tipo de resabio romántico. Lejos de la torre, bien metido en el barro. La calle, los volquetes, los desechos, los restos. Hay algo mortuorio, pero que sólo bordea lo siniestro. El humor hace de escudo. También el virtuosismo increíble de las obras. Baldemar nos hace poner alerta, nos previene de la daga, pero para que no pongamos el pecho. El absurdo - de la historia, del arte, de las sociedades de consumo- no lo permite. El juego, la provocación, el desdoblamiento, es una de sus herramientas. Tal como dijo Duchamp en una de sus entrevistas: “Nunca me interesó el hecho de mirarme en un espejo estético. Mi intención siempre fue alejarme de mí mismo, aunque sabía perfectamente que me estaba utilizando. Llámelo un pequeño juego entre “yo” y “mi””.

La experiencia que propone Baldemar es por momentos inquietante. Creador intempestivo, artista injustamente olvidado, su figura- su vida y su corpus- están siendo redescubiertos en un trabajo colectivo. Una arqueología se ha puesto en marcha, para leer a contrapelo la historia del arte argentino y rescatar un eslabón perdido. Su propia madre, heredera de la obra, la galería rosarina Subsuelo, su gran amiga la artista Xil Buffone, el Equipo Baldemar, conformado por Norma Rojas, Daniel Andrino, Daniel Pagano, Paulina Scheitlin y Nancy Rojas, la curadora Jimena Ferreiro, componen una escritura colectiva, de la cual Cámara- curada por Joaquín Rodriguez- se hace eco. A Baldemar le hubiese gustado este giro, abrir el Olimpo, hacer de la memoria un escenario vivo. El humor, el artificio, la cinta alrededor de la bomba, la inteligencia silenciosa, la estrategia y el oficio eran sus propias armas.

Trabaja múltiples materiales y soportes- pinturas, objetos, collage, muebles de cartón, gárgolas de patas de muebles, artefactos pintados- no sólo gracias a su virtuosismo gótico sino porque Rubén Baldemar trabaja con el entretejido propio de la historia del arte. Citas, sarcasmo, homenajes y continuaciones de obra ajena. Escudos planos, las heráldicas donde su discurso se politiza de forma explícita haciendo referencia a la lógica de la publicidad y el consumo: Coca Colas y bananas. La frivolidad de la sociedad de consumo, la deconstrucción de lo posmoderno, la presencia del neobarroco, el gesto gótico, categorías enormes que ayudan a comprender la versatilidad de su obra, que de forma lúcida rescata Beatriz Vignoli: “Mediante la deriva estilística posmoderna y la recolección fragmentada de la historia del arte, Baldemar recorrió la antigüedad pagana, la heráldica medieval, del renacimiento al rococó atravesando los modernismos del XIX y la experimentalidad de la vanguardia histórica (incluso produjo una serie completa dedicada al urinario de Marcel Duchamp).”

Rubén Baldemar tenía la costumbre de conversar por teléfono todos los días a la misma hora con su mamá. Pero un día, temprano, ella llamó y él no respondió. Su mamá se preocupó. Fue hasta su casa, tenía las llaves. Lo encontró desnudo, tapado con una toalla sentado en el sillón, al lado del teléfono, con una carta en la mano. Rubén, cuentan, alcanzó a darse cuenta que se estaba muriendo. Tenía 47 años.

Réquiem de Rubén Baldemar se puede ver en Galería Barro, Caboto 531, curada por Joaquín Rodríguez. Hasta el 23/04/2021. https://www.barro.cc/es