Los hombres tenemos una oportunidad histórica. El agite y el fuego de las mujeres que marcan la época nos invita a repensar nuestra figura. Sin autoindulgencia ni sobreactuando culpas en singular. Tampoco compitiendo en intensidad con una lucha que no nos tiene de protagonistas. Menos amparándonos en la arcilla cultural que nos modeló. Sin embargo, es momento de preguntarnos ¿qué es un hombre? ¿qué nos hace hombres? ¿por qué nos adjudicamos privilegios solo por el hecho de serlo? A diferencia de las mujeres, desde que se mueve el piso que nos sostiene, los hombres empezamos a preguntarnos con delay por nuestra condición de género. Y la literatura, que afortunadamente nada de la vida le es ajeno, ya empezó a intervenir con sus procedimientos en las representaciones heredadas y en las que podemos construir. Estos cuestionamientos, soterrados, inconscientes, manifiestos en detalles, sacuden a los personajes masculinos -y también femeninos- de los nueve cuentos que integran Un hombre con suerte, libro multipremiado del norteamericano Jamel Brinkley, recientemente traducido -por Tomás Downey- y puesto en circulación con una declaratoria tapa verde por la jovencísima editorial Chai.

Jamel Brinkley nació en Virginia en 1976 y se crió en Nueva York, en el lado oscuro del centro de la luna capitalista. Los escenarios donde transcurren sus cuentos son los departamentos apretados del Bronx, las calles en proceso de gentrificación de Brooklyn, los galpones nocturnos donde los cuerpos transpiran deseo mientras bailan, los playones de brea derretida donde los chicos juegan al básquet y los adultos, botella en mano, demoran el regreso a sus casas. Los protagonistas -salvo en uno de los cuentos- son hombres negros que desde su incipiente adultez miran hacia atrás, hacia el andamiaje social y familiar que vinieron escalando con más abulia que decisión propia. Y, una vez llegados a la cima de su formación, en ese suelo sin raíces que los hagan sentir orgullosos, interrogan sus propias interpretaciones de la masculinidad y, sobre todo, se demoran al descubrir la certeza de que aquello que buscan, lo que aspiran a ser, está en otra parte.

El extravío, la caída de las verdades absolutas, es una constante en los cuentos de Brinkley. Sucede en “No más que una burbuja”, el cuento que abre el libro, donde dos jóvenes avanzan sin rumbo por la noche que se convierte en madrugada, siguiendo las migas que dos chicas van dejando en el camino como si estuviesen alimentando a mascotas que no se deciden a adoptar. Algo similar ocurre en “J´ouvert, 1996”, donde dos hermanos salen de su casa familiar, luego de ser echados por su madre para que no interrumpan la visita de su amante. Sin lugar adónde ir ni dónde regresar, ambos hermanos peregrinan por una ciudad reconstruida por fabulaciones de adultos, que ellos siguen como si fuesen las coordenadas de un territorio que no pueden comprender.

El aura de desconcierto en Un hombre con suerte no es solo espacial, sino que da cuenta de la transición en donde se encuentran los hombres adultos, en pleno pasaje desde sus masculinidades hegemónicas a quién sabe dónde. En los cuentos hay hombres tristes y vulnerados, que duelan el amor por mujeres que ya no les corresponden, como en el cuento homónimo del libro. También están los humillados, enfrentados a su masculinidad caduca, como en “Wolf y Rhonda”, donde la reacción de una antigua compañera de escuela secundaria no puede ser decodificada por el protagonista, que ve diluirse entre sus manos el control y el poder que supo ejercer sobre las mujeres. O, como sucede en “Todo lo que la boca come”, hermanos que en una excursión de capoeira, se reconocen y reconcilian al ponerle voz y movimiento a un pasado compartido de abusos.

Si el género tiene una perspectiva relacional, en los cuentos de Brinkley lo que define lo masculino -en la mayoría de las historias- es la relación de hombres entre hombres más que el vínculo que mantienen con mujeres. Los tándem protagónicos suelen ser de hermanos, de amigos, de compañeros de trabajo, o entre hijos y padres. La aparición de mujeres, en todo caso, le sirve como excusa a Brinkley para exponer el fracaso de las ideas anacrónicas que aún circulan en cofradías de hombres. Por ejemplo, la heterosexualidad alfa y presumida que se repite en conversaciones y alardes, se opaca como un carnet de conducir vencido cuando se enfrentan a los desaires de mujeres bellas y fuertes, o a madres que priorizan sus deseos sexuales a los roles tradicionales y unívocos de la maternidad.

En Un hombre con suerte hay padres que enseñan a mirar a las mujeres, padres que expresan cariño a sus hijos mediante el boxeo, hombres “cultivando su masculinidad en barberías”, gustos moldeados socialmente (“Los dos preferíamos chicas con cierta redondez, con curvas: en parte, creo, porque se supone que eso es lo que atrae a hombres negros”), amistades que trascienden la muerte y, también, otras capaces de agujerear “códigos de hombres”. Los protagonistas discuten y se interpelan con sus acciones, dudando donde antes había modo únicos de actuar, desestimando a sus referentes, alentando el proceso de descomposición del modelo que los formó.

La estructura de los cuentos es clásica, con espacio y morosidad para que se desarrollen los personajes y los conflictos. La prosa de Brinkley no tiene la urgencia de ser declarada ultra contemporánea; por el contrario apuesta al laconismo, a un montaje tradicional entre un presente que se desmadeja con flashbacks y recuerdos de un pasado que aún zumba en los oídos de los personajes. Por momentos, los cuentos actualizan la Nueva York de Salinger, visible en el deambular de chicos por territorios de adultos. La diferencia más notoria entre ambos universos, es social y racial, dejando a los personajes de Brinkley más expuestos al peligro en cada una de sus exploraciones por la ciudad. Ocurre en “Una familia” o en “Yo feliz soy”, cuentos que se emparentan en su contenido clasista y en su marcada guetificación con las familias estalladas de Los Boys de Junot Díaz.

En su primer libro, Brinkley escribe sobre las ruinas de una masculinidad hegemónica, sin saber las nuevas formas que puede llegar a tomar. A la vez, su mirada no es apocalíptica, como si en el fondo, en el doblez de cada cuento, el autor afroamericano palpara la suerte que tenemos los hombres en la actualidad, siempre y cuando podamos estar a la altura de las fuerzas igualitaristas que este momento histórico requiere.