Por Enrique Arriaga

En diciembre de 2022 se volcó masivamente a la calle gente de todas las edades, clases sociales, procedencia geográfica, credo religioso y orientación sexual. Gente que no tenía en común otra cosa más que una emoción desbordante, que los empujó a la calle, a compartirla y a reconocerse en ese acto, en la multitud que festejaba la tercera estrella, el campeonato mundial de Qatar obtenido por la Scaloneta. Fue aluvional.

Algo de ese orden lograron el presidente Javier Milei y su infaltable ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Un aluvión universitario, educativo, un aluvión en defensa del saber, la ciencia y la tecnología. En los alrededores del Congreso, la multitud era tan abigarrada que se produjo una mini epidemia de desmayos y sofocones.

Nunca sabremos cuánto sumaron a la convocatoria las amenazas de aplicar el tan mentado protocolo antipiquetes. Lo cierto es que más de uno se terminó de decidir ante la amenaza, empujado por la idea de que “¿así que no puedo marchar?” o algo de ese orden. Los argentinos somos tercos, testarudos. Haría bien el gobierno en tomar nota de que por ahí no es.

Acaso quien mejor y primero lo definió fue la diputada mandato cumplido Graciela Camaño, en el contexto de una reunión con trabajadores municipales de Vicente López, organizada por ese sindicato, que tiene la saludable costumbre de abrir sus puertas a distintos dirigentes y discusiones para acercarlos a sus afiliados.

“Milei no conoce ni entiende el país que tiene que gobernar”, dijo ante un auditorio de laburantes, cuyos hijos cursan en las universidades vecinas, como la de San Martín o San Isidro. Las pruebas están a la vista. 

Cuando uno corta a lo loco, sin método y sin conocimiento, con motosierra o con pinza, puede cortar un cable pelado, recibir una fuerte descarga y quedar seriamente herido. Algo así acaba de ocurrir. Habrá que ver, en los próximos días, si el gobierno tiene alguna capacidad de asimilar el mensaje de la calle.

Más allá de circunstanciales enojos anticasta o antipolítica, fruto de la frustración que genera la inflación, la Argentina conserva, aunque a veces no sean visibles, unos pocos consensos básicos. La defensa de la universidad pública es uno de ellos, como vehículo de movilidad social ascendente y como motivo de orgullo nacional.

Por eso marcharon, además de los centros y federaciones de estudiantes, sindicatos docentes y no docentes, las centrales obreras y mucha, pero mucha, gente suelta, no encuadrada, de esa que no sale si no está muy pero muy enojada.

Andaban solos, en grupitos de a dos o tres, con expresión un tanto azorada por la magnitud de la marcha y por la experiencia. Portaban ingeniosos carteles, escritos a mano o impresos en casa. 

Como Avenida de Mayo estaba particularmente superpoblada, caminaron por Yrigoyen o Alsina, las paralelas, para acercarse a la Plaza tanto como pudieran. En algunos casos, con calzado poco apto para la ocasión. Escenas similares se vieron en todas las capitales provinciales y en muchas ciudades de la provincia de Buenos Aires.

Cuesta creer que entre 800 mil almas no hubiera ni un votante libertario, ni un liberal de buena fe, de esos sarmientinos que creen que entre las pocas obligaciones del Estado, una es la de garantizar educación pública en todos los niveles. La aritmética es simple: hubo gente que no estuvo ni en el paro de enero ni en el aniversario del golpe.

Hubo antes algunos intentos desesperados por desactivar la convocatoria, anunciando más recursos o llamando a los rectores de a uno. Alguien, probablemente el subsecretario de Política Universitaria, el galleguito Alejandro Álvarez, la vio.

La marcha de esta semana fue en la misma liga que el paro del 24 de enero, la marcha del 8 de marzo y la del 24 de marzo. Los aliados mediáticos intentarán disimular el intento fallido del gobierno de impedir lo que finalmente ocurrió o intentarán correr el eje de la agenda, como  trató el presidente con su cadena nacional.

En un solo gesto, el gobierno quemó la carta de “no hay plata”, porque  ofreció y terminó con su fama de taura. ¿Será éste el Vicentín de Milei? ¿Será éste el principio de su proceso de desangelamiento, como denominan los consultores a esa etapa de los líderes en la que todo lo que hacen y dicen, sin excepción, cae mal?

El ex vicepresidente de la República Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, docente de la UBA dutante el año de exilio que pasó en la Argentina, viene hablando en los últimos años de la inestabilidad como signo de los tiempos, de los ciclos políticos cada vez más cortos, de la casi imposibilidad de construir y sostener hegemonía. 

Harían bien los asesores del Presidente en dejar transitoriamente a un lado sus prejuicios y leerlo.