La lógica del presidente Milei sigue una secuencia violenta. A las palabras se agregan los hechos en poco más de cien días. Ejerce el poder a discreción y lo hace sentir. Es como una marabunta. ¿Cuánto más podría insultar a piacere en quinientos o setecientos días si sigue a ese ritmo? ¿Cuánto más arrasar a lo que detesta? Su antigua prédica contra el Estado se materializa en la destrucción de puestos de trabajo y empresas estratégicas que tienen banderas de remate. Sus víctimas son docentes, médicos, enfermeras, administrativos y empleados públicos transformados en el blanco selectivo de su purga. De las amenazas pasó a los ataques concretos contra la gente común. La gente de bien integra la casta que lo rodea, festejándole sus obscenidades con el vocero Manuel Adorni como bastonero.

Ya lo decía Miguel de Unamuno: “La lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo”. El de Milei carece de sensibilidad y empatía. Nos transforma a todos en material descartable. Para eso antes debe deshumanizarnos. Se entrenó en ese objetivo durante cada minuto que los medios hegemónicos le brindaron de pantalla, micrófono o en los sitios digitales, para lanzarse después a la cacería de enemigos desde las redes sociales, transformadas en cloacas por su verba nauseabunda.

Podría escribirse un libro con los agravios de este ultraderechista compulsivo. El diario El País de España tituló el 14 de febrero de este año una nota de su corresponsal en Buenos Aires, José Pablo Criales: “Milei, el ‘tuitero en jefe’ que despide, insulta, disciplina y persigue”. Pero hay un antes y un durante en lo que lleva de mandato.

Las víctimas de su oratoria intolerante van desde el Papa Francisco al expresidente Raúl Alfonsín y lo que en su mente afiebrada define como zurdos, socialistas, comunistas, keynesianos o partidarios de la defensa de un Estado que él desea ver famélico. El Congreso para él es “un nido de ratas”. A los gobernadores prometió “mearlos”.

Antes de llegar al gobierno apelaba a todo tipo de agravios, incluso entre quienes se reivindican liberales. Al economista Roberto Cachanosky lo trató de “mogólico, imbécil y tarado”. Hizo lo mismo cuando convertido en presidente, festejó la representación del gobernador de Chubut, Ignacio Torres, como una persona con Síndrome de Down.

Su ensañamiento con las mujeres es notable. A una periodista que le preguntó sobre algo que lo molestó le dijo: “Solamente estoy diciendo que sos una burra”. A la colega Clara Salguero, en el canal América, confesó ante las cámaras que quería “humillarla públicamente”. Al actor y militante radical, Nito Artaza, lo definió en uno de los programas donde era habitual panelista como “fascista”, “nazi” y “comunista”. Ama etiquetar personas.

Su exposición en el universo virtual alcanzó topes de audiencia cuando atacó al Papa Francisco con aquella frase de “es el representante del maligno en la tierra” o cuando lo acusó de apoyar a “dictaduras sangrientas” o tener “afinidad por los comunistas asesinos”. Se sabe cómo terminó su catarata de agravios. Viajó a El Vaticano, sacó la escupidera y le pidió disculpas a la máxima autoridad de la Iglesia.

Dos expresidentes no tuvieron la oportunidad de defenderse porque están muertos. Tampoco les pidió perdón. Cuando el periodista Mauro Szeta lo entrevistó siendo diputado y le preguntó por los radicales, respondió: “son consuetudinariamente estafadores”. “¿Alfonsín fue un estafador?”, le repreguntó: “Definitivamente”. Un instante antes había dicho que el primer gobierno después de la democracia recuperada en 1983 “está entre los peores de la historia”.

De Néstor Kirchner, mientras se reía junto a José Luis Espert en un video, comentó: “A este chorro le metemos preso hasta el cajón”. En la misma escena dijo después de la expresidenta Cristina Kirchner: “A esa chorra, la jefa de la banda, que cuide el cajón detrás de los barrotes”.

En plena disputa por el electorado de derecha trató a su actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich de “montonera tirabombas” y la acusó de ponerlas “en los jardines de infantes”. Insultó a casi todos los dirigentes de primera línea de Juntos por el Cambio, desde Horacio Rodríguez Larreta a Gerardo Morales y de Mario Negri al actual presidente de la UCR, Martín Loustau. Con una única excepción: Mauricio Macri.

La investidura presidencial no moderó los exabruptos del dinosaurio libertario. Al contrario. Una de las primeras damnificadas de sus ataques fue la cantante Lali Espósito. Ya en la Casa Rosada, la tomó como blanco fijo. “Encima me dicen que “la gran artista” no canta, sino que hace playback”. No sería más que una opinión desubicada, si no fuera por la imputación que le hizo cuando la acusó de “robar comida a los niños pobres” por el cachet que cobró de La Rioja para dar un show en esa provincia. “Lalidepósito” la llamó también y recibió el repudio de otros artistas que defendieron a la popular intérprete.

Milei no respeta poderes ni fronteras y esta semana se subió al ring para seguir con sus agravios contra dos presidentes latinoamericanos. En los adelantos de una entrevista que le concedió a la CNN, definió a Gustavo Petro, el mandatario de Colombia, como “un asesino, terrorista… comunista”. Y a Andrés López Obrador, que está a punto de terminar su mandato en México, lo tildó de “ignorante”. La respuesta no demoró: “Milei afirmó que soy un ‘ignorante’ porque le llamé ‘facho conservador’. Está en lo cierto: todavía no comprendo cómo los argentinos, siendo tan inteligentes, votaron por alguien que no está exacto, que desprecia al pueblo y que se atrevió a acusar a su paisano Francisco de ser ‘comunista’ y ‘representante del Maligno en la tierra’”.

El 12 de mayo de 2018, en un pequeño mitin de la extrema derecha mexicana y días antes de que AMLO ganara las elecciones, el economista y presidente que hizo de la violencia verbal un dogma, definió a la izquierda local como “el club de los penes cortos”. El auditorio le festejó la ocurrencia. Su metáfora sexista no sería la primera ni la última. Está en su naturaleza agraviar al que piensa distinto, aunque ya no es un panelista de TV que les aseguraba rating a los productores de sentido que contribuyeron a alimentar el monstruo.

Ahora preside un país que lo padece y al que metió en serios problemas diplomáticos. Milei es un degustador de insultos, un desequilibrado que profundiza día a día una tragedia social con final abierto.

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