Hay varias razones para explicar el arrasador, previsible triunfo de Oppenheimer en la noche del domingo en la 96 edición de los premios Oscar, con una cosecha de siete estatuillas de las 13 a las que estaba nominada: película, dirección (Christopher Nolan), actor (Cillian Murphy), actor de reparto (Robert Downey Jr.), fotografía, edición y banda de sonido. Considerando que el británico Nolan es una de las pocas súper estrellas de la dirección cinematográfica que tiene hoy Hollywood, un realizador capaz de convocar a un público masivo solamente por tener su nombre al frente de los créditos de una película, el Oscar hasta ahora le había sido esquivo, ya desde los tiempos de Memento (2001), su primer largometraje, que estuvo nominado como mejor guion original.

Sucede que a pesar de que su firma como autor fue ganando rápidamente fama y prestigio, varias de sus películas más populares tenían que ver con eso que se suele llamar “entretenimiento masivo”, empezando por sus tres incursiones en la saga del justiciero encapotado: Batman inicia (2005), Batman, el caballero de la noche (2008) –la película que obligó a la Academia de Hollywood a ampliar de cinco a diez las candidaturas a mejor film, justamente para incluir títulos que el gran público pudiera reconocer a primera vista- y Batman, el caballero de la noche asciende (2012). A pesar de sus generosísimos presupuestos, de sus elencos cada vez más rutilantes y de sus ambiciones formales y temáticas, Inception (2010) e Interestelar (2014) cargaban no sólo con discutibles decisiones estéticas sino con lo que suele ser un pecado de origen para los académicos: se movían en el terreno de la fantasía y la ciencia-ficción.

Esa veta del cine de Nolan comenzó a cambiar con Dunkerque (2017), que narraba un episodio crucial de la Segunda Guerra Mundial, y por lo tanto se insertaba dentro de los cánones del realismo imperante en el imaginario del Oscar. Pero la compleja forma poliédrica elegida por el director –que suele jugar con las acciones y los tiempos simultáneos como si tuviera en sus manos un Rubik- lo apartó una vez más de los favores de los votantes de la Academia.

Luego de ese fracaso en toda la línea que significó el ininteligible policial fantástico Tenet (2020), que Nolan se empeñó en estrenar en salas en plena pandemia, Oppenheimer vino a conseguir el equilibrio justo entre las pretensiones formales del director, que sigue experimentando con un montaje cubista, y el gusto promedio de los votantes de la Academia. Aquí el personaje es real, tuvo una importancia crucial en el desarrollo de acontecimientos históricos en el siglo XX y las consecuencias de su invención –nada menos que la bomba atómica- resuenan todavía hoy, cuando se teme una posible escalada nuclear en la guerra que la Otan está librando contra Rusia en territorio ucraniano. No por nada, Cillian Murphy, en su discurso de agradecimiento cuando recibió la estatuilla al mejor actor protagónico, señaló: “Hicimos una película sobre el hombre que creó la bomba atómica y, para bien o para mal, todos vivimos en el mundo de Oppenheimer, así que realmente me gustaría dedicar esto a quienes buscan la paz en todo el mundo”.

No parece una declaración demasiado enfática ni audaz, pero de algún modo está en línea con la película toda, que pone en escena los problemas de conciencia de Robert J. Oppenheimer (y la persecución política que sufrió por esos cuestionamientos), pero que no le impidieron seguir adelante con su diabólica invención, a pesar de las advertencias de su mentor Albert Einstein, en una escena que –como si fuera el “Rosebud” de Citizen Kane- viene a sintetizar la complejísima relación de Oppie con su creación.

Más claro y contundente fue el discurso de agradecimiento del director y guionista británico Jonathan Glazer cuando recibió la estatuilla al mejor film internacional por Zona de interés, su evocación de las atrocidades nazis a través del retrato de la vida cotidiana de la familia Rudolf Höss, comandante nazi del campo de concentración de Auschwitz, y de su esposa Hedwig. “Todas nuestras decisiones –señaló- fueron tomadas para reflexionar y confrontarnos en el presente, no para decir ‘mira lo que hicieron entonces’, sino para mirar lo que hacemos ahora... Nuestra película muestra a dónde conduce la deshumanización en su peor momento, un momento que ha dado forma a todo nuestro pasado y también a nuestro presente”. Y concluyó con una interpelación al auditorio que colmaba el Dolby Theatre: “En este momento estamos aquí como hombres que refutan su judaísmo y el secuestro del Holocausto por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes. Ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o el ataque en curso contra Gaza, todas víctimas de esta deshumanización, ¿cómo debemos resistir?”

Manifestación a favor de Palestina, el domingo cerca del Dolby Theatre, en Los Angeles. AFP

No hubo tiempo ni voluntad de que esa pregunta quedara vibrando demasiado en el aire. A pesar de la manifestación a favor de Palestina que complicó el acceso al Dolby Theatre, este año el show del Oscar no sólo comenzó un par de horas antes, para ganar mayor audiencia internacional; también se desarrolló a una velocidad inusual, que obligaba a casi todos los premiados a retirarse del escenario casi antes de que hubieran podido agradecer a sus familias, lo cual es comprensible, pero no deja de ser un aburrimiento. Hubo excepciones, por cierto, y correspondieron a las categorías consideradas más importantes, como las de actriz y actriz de reparto, que ganaron respectivamente Emma Stone por Pobres criaturas y Da'Vine Joy Randolph por Los que se quedan, una de las mejores películas de la temporada 2023, que sin embargo pasó casi inadvertida.

El de Stone fue uno de los cuatro premios que se llevó la película de griego Yorgos Lanthimos y también era el más disputado de la noche, porque se suponía que la corrección política de los votantes de la Academia podía llega a privilegiar a Lily Gladstone, de ascendencia indígena, por su estupendo, sutil trabajo en Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese. Pero el despliegue histriónico de Stone y el feminismo de manual de Poor Things ganaron la batalla cultural y la actriz terminó compartiendo su premio y su alegría con sus competidoras. El speech de Da'Vine, en cambio, estuvo dedicado a cumplir con la cuota de pantalla afroamericana que siempre se impone la Academia y a reivindicar, llanto mediante, el esfuerzo personal y la importancia de confiar en sí misma, a pesar de todas las adversidades. Nada que no se hubiera escuchado antes…

Emma Stone, en problemas con su vestido. AFP

Dicho sea de paso: daba la impresión de que el estrafalario vestuario diseñado por Holly Waddington para Pobres criaturas (que le valió un Oscar en una de las pocas escenas verdaderamente graciosas de la noche, con el luchador profesional John Cena presentando el premio casi desnudo) había influenciado a casi todas las actrices que subieron al escenario, envueltas como estaban en unos cortinados que parecían a punto de hacerles perder el equilibrio, o directamente de dejarlas en topless, como le pasó a la propia Stone cuando tuvo que ir apurada a recibir su estatuilla y descubrió que la cremallera de su vestido estaba… rota.

Desaciertos hubo muchos en el show, empezando por la desafortunada decisión de hacer subir a cinco ganadores previos de la estatuilla –actores y actrices- para que se dirigieran directamente a sus pares sentados en las butacas que esperaban el anuncio de los premios. No se vio ni una sola de esas clásicas escenas de bravura de sus respectivas películas, que permiten a su vez identificarlas con sus personajes. A cambio, los productores eligieron unos discursos tan guionados como falsos, que parecían incomodar a los nominados todavía más en ese momento decisivo, como si estuvieran sentados en el sillón del dentista en vez de la platea del Dolby Theatre. Ya se sabe que el Oscar tiene eso que los medios estadounidenses llaman “star power” y la ceremonia no necesita de ese despliegue extra que sumó lugares comunes y restó emoción.

Otro error garrafal fue el clásico segmento “In Memoriam”, dedicado a recordar los nombres y las imágenes de los fallecidos el año anterior. A diferencia de lo que sucede todos los años, esos nombres e imágenes casi no se vieron, porque el show privilegió la romanza fúnebre “Con Te Partiro”, interpretada por Andrea Bocelli y su hijo Matteo, mientras un ballet kitsch relegaba a los muertos a una apurada fosa común, en la que costaba mucho distinguir a los que caían en ella, a una velocidad de videoclip, muy lejos del espíritu de un responso o un réquiem que amerita la ocasión.

Hubo destrato también para algunos de los vivos que estaban presentes en la platea. Por caso, Greta Gerwig. La realizadora de Barbie, no sólo no consiguió un lugar en el rubro mejor dirección: casi no la mencionaron ni enfocaron en la ceremonia, a pesar de que los números musicales de la película tuvieron un lógico protagonismo en el escenario (y que “What Was I Made For?”, compuesta por Billie Eilish y Finneas O'Connell, se llevó el Oscar a la mejor canción).

Otro caso, más grave aún: el de Martin Scorsese. Con Los asesinos de la luna, era uno de los grandes contendientes de la noche, con 10 candidaturas, de las que no obtuvo ningún premio, empezando por la ya mencionada Lily Gladstone, que tenía fuertes chances en su rubro. Al comienzo, hasta se llegó a dudar de que Scorsese estuviera en el auditorio, porque la cámara no le dedicaba un solo plano, ni cuando el anfitrión Jimmy Kimmel se burló de la duración de su película (“Es tan larga que mientras la ves un investigador puede ir y volver a Oklahoma y resolver el caso”). Un tuit que sacó a relucir el editor de la sección Cine del periódico Los Angeles Times, Joshua Rothkopf, puso en negro sobre blanco una triste realidad: “Por favor, vean esto como la impresionante estadística que es: las últimas cuatro películas de Martin Scorsese han obtenido un total de 26 nominaciones al Oscar, y cero victorias. Todo en un plazo de 11 años”.

Hablando de tuits y de Kimmel… Hacia el final, el presentador se permitió una pequeña batalla pública nada menos que con Donald Trump, que durante la ceremonia no se privó de postear una crítica feroz hacia el show en general y hacia Kimmel en particular, a quién tildó de “el peor anfitrión” del Oscar, antes de terminar con su consabido grito electrónico en mayúsculas: “MAKE AMERICA GREAT AGAIN”. El comediante no se quedó atrás y después de leer el tuit del candidato republicano le preguntó: “¿No es el momento de que vayas de una vez a la cárcel?” Hábilísimo para el manejo de medios masivos y redes sociales, Trump se coló en una ceremonia en la que no lo habían invitado y en la que sabe que tiene casi solamente enemigos. Pero como su par argentino Javier Milei, que también odia (entre tantos otres) a la gente de cine, es siempre Trump quien logra –a pura agresión y prepotencia- quedarse con el centro de la escena. No hay nada como armar un buen escándalo para que se termine siempre hablando de ellos.