El anfitrión nos leía El Banquete. No el que ofreció Agatón en la vieja Atenas, sino el primer tomo de las imprescindibles entrevistas a escritores, pintores, dibujantes, cineastas y músicos argentinos que realizó el poeta Guillermo Saavedra cuando conducía el espacio radial “El Banquete, un programa por amor al arte” en la desaparecida FM La Isla. De las 375 entrevistas que realizó entre 1997 y 2005, seleccionó 50 para una serie de cinco libros (diez entrevistados por tomo, luces nueva sobre el periodismo) editados por la Biblioteca Nacional. En 2022-23 salieron los dos primeros volúmenes; los restantes se encuentran en producción. Bien.

El anfitrión nos leía la conversación que Saavedra mantuvo con Astor Piazzolla en 1988 y que reproducía, diez años después, por primera vez en su programa (tarde de sábado, otoño de 1998) junto a los comentarios del crítico musical Federico Monjeau. De pronto, nuestro lector remarcó la siguiente declaración del músico: “Al bandoneón hay que tocarlo con un poco de bronca, el tango es eso, es violencia. (...) Yo golpeo el bandoneón, le pego. Yo no concibo a uno que toque el bandoneón como si fuera un nenito que está haciendo pis. Yo escucho tocar, por ejemplo, a Alejandro Barletta y es como si me hicieran cosquillas. No, con las cosquillas me divierto más. Yo lo escucho tocar a Leopoldo Federico, y es otro bandoneón. El bandoneón no se puede tocar como si fuera un clavicordio o como si fuera un piano. (...) El bandoneón es, como dice el gordo Federico... él, prácticamente, con sus brazos y con sus ciento veinte kilos que tiene, lo destroza, al bandoneón hay que tocarlo de esa manera”.

Alejandro Barletta, TEN Records 1970.

Entonces uno de nosotros acotó que, al igual que en el 2001, hoy son empujados al mercado --mercado de la necesidad y de la subsistencia-- algunos objetos que la gente atesoraba para sí por infinitas y amorosas razones. Las crisis no sólo generan pérdidas económicas, también hacen pozos en la memoria. Desde que el país empezó a sentir los efectos del desastre libertario, dijo, se pueden encontrar en venta --en redes sociales y en ferias-- muchas reliquias. Entre ellas, un vinilo, hasta hoy inconseguible, que fuera editado por TEN Records en 1970 y que lleva como título el nombre del creador: Alejandro Barletta. El dibujo de tapa, a lápiz sobre fondo amarillo, hace referencia al contenido más destacado de la grabación: cinco preludios cósmicos compuestos por Barletta en 1969 bajo el influjo de la literatura de ciencia ficción. En esos preludios se golpea el bandoneón, pero de manera distinta a la de Piazzolla.

Me animé a intervenir. Confesé que me encontré con Barletta a fines de los 90s en su casa de Adrogué. Fue a pedido de la desaparecida revista Buenos Aires tango y lo demás, que conducía Eugenio Mandrini. En su casa escuché aquel disco y partí luego en tren hacia la zona sur con una directiva: “que hable de tango”. Lo que sigue es parte de aquel encuentro, no para competir con Saavedra, insuperable en el oficio de la entrevista, sino para trazar un camino de amistosa casualidad:

El Banquete, tomo 1, editado por la Biblioteca nacional.

“No se me escapa la figura de Alejandro Barletta. Tampoco el pequeño hall del centro cultural de Adrogué por donde caminó con lentitud para estrecharme la mano.

--Yo soy el primer bandoneonista clásico profesional en la historia de la música --tiró sin medir consecuencias y me invitó a continuar la charla en su casa.

No se me escapan las dimensiones del living, los silloncitos marrones donde nos sentamos, tampoco la pared adornada con algunos de sus LPs convertidos en cuadros. No había mucho espacio para moverse. Estirar las piernas podía despertar lo inesperado: su Doble A yacía en el suelo como un perro taciturno.

--Once LPs y ningún CD --reprochó. Y sin que yo se lo pidiera repasó sus versiones clásicas en un intento por demostrar que para él el bandoneón no era otra cosa que un transportable órgano de iglesia: Bach, Telemann, Mozart, Händel, Frescobaldi, Bartok. Todo eso tocaba Barletta.

--Hablemos de tango --le dije.

--Llegué al Colón mucho antes que Piazzolla --me respondió.

No se me escapa su mirada.

--Pero antes...

--A los 22 años le dije chau al tango y abandoné la orquesta de Alberto Castillo, porque mi mundo era otro.

Luego me pidió permiso y levantó el bandoneón del suelo. Lo apoyó sobre sus piernas. Se tomó un minuto para acomodar sus brazos y su cuerpo, me miró.

--Mi padre me regaló uno de estos cuando yo tenía siete años. Al poco tiempo ya tocaba serenatas y vals para las chicas, como Desde el Alma y El Aeroplano. A los 14 entré al tango y formé parte de la Orquesta de Domingo Federico, Mario Canaro y Alberto Castillo. Tocábamos en los cabarets de Leandro Alem y otras veces en el Tabaris. Pero son puros recuerdos”.

Se frotó las manos. Amenazó con tocar, pero no lo hizo.

--A los tangueros les fascinaba lo que yo hacía. Cuando me veían, me decían: 'Che, Alejandro, tocanos algo' y yo dibujaba alguna cosita de Paganini, Mendelssohn o Bach. ¿Sabe una cosa? Troilo me buscó siempre, incluso le propuso a Piazzolla que estudiara conmigo. El Gordo me escuchó muchas veces. Cuando yo vivía en Francia, me anduvo buscando y, finalmente, nos conocimos en una biblioteca para ciegos en Caballito. Pero ya estábamos cansados los dos”.

--¿Está resentido con los tangueros?

--Acá dicen que no lo soy, y que por esa razón no me incluyen en los manuales de tango. No me importa, me alcanza con figurar en los diccionarios extranjeros, como el de la Universidad de Oxford. No saben dónde ubicarme. Mire, cuando me decidí por lo clásico me presenté en el Teatro del Pueblo y recibí un apoyo muy fuerte, no sólo de músicos como Juan Carlos Paz o Juan José Castro, sino de hombres de letras como Ezequiel Martínez Estrada, Raúl González Tuñón, Oliverio Girondo, Nicolás Olivari y los pintores Berni y Castagnino. Yo siempre deseé tocar música clásica y cuando me di cuenta de que la sonoridad del bandoneón daba para interpretar obras, principalmente del barroco, me largué sin dudarlo.

--¿Qué era lo que usted buscaba?

--Quería idear una técnica nueva, parecida a la que tiene un violinista o un pianista: con sonido relajado, muñecas sueltas, cosa que en general no se practica en el tango. Deseché todo lo que había aprendido y empecé a idear una técnica con un sentido nuevo. Noté que el instrumento daba para la música barroca y que hasta podía interpretar obras de Mozart.

--¿Cuántos años vivió en París?

--Doce en total. Era el lugar propicio. Ahí no sólo aprendí de los grandes músicos sino también de poetas y pintores. A mi casa venían todos los artistas que estaban dando vueltas por la ciudad. Recuerdo a Neruda y a mi amigo Miguel Ángel Asturias, que le gustó tanto como yo tocaba que venía todos los fines de semana ¡Tenía una cara de ídolo maya que daba miedo!

--¿Qué piensa de la música de Piazzolla?

--Yo no tengo nada que ver con la técnica de Piazzolla, es otra idea del instrumento. Él hizo Tango Nuevo, yo hago Tango de Cámara.

--¿Y cómo es esa técnica?

--Recién se la mostré. ¿Para qué cree que agarré el bandoneón?

Apagué el grabador. Barletta se levantó y desapareció detrás de una puerta. Al cabo de un rato, volvió con un papel donde estaban escritas a máquina las opiniones sobre su música de Alberto Ginastera, Napoleón Cabrera y Pablo Casals.

--Dígale a sus amigos tangueros que yo les mando esto”.

Se hizo un silencio. Desde un extremo de la mesa, alguien de bigotes dijo:

--¿A qué viene esto de traer una discusión perimida sobre ponerle o no el cuerpo a las cosas?

 

--El bandoneón, querido amigo --intervino el anfitrión-- suele ser siempre una metáfora.