El programa económico tiene una hoja de ruta cantada. Se pretende convertir el país en un mercado cada vez más caro en dólares y con salarios ultra deprimidos. Los últimos días continuó la apreciación real de los tipos de cambios financieros e incluso el dólar blue coqueteó con bajar de los 1000 pesos.

El equipo económico festeja esta relativa estabilidad del dólar (aunque pocos se atreven a asegurar que llegó para quedarse) y saca a relucir las mieles del ajuste fiscal. Con la lógica de que los gastos del sector público son el principal mal de la Argentina, plantean que el recorte del Estado comienza a dar sus primeros frutos.

En el mercado se escucha a cada vez más inversores y hombres de negocio que se hacen la misma pregunta cuando se juntan a conversar sobre cómo manejar la cartera de activos: “¿y si les sale bien?”. Se refieren a la posibilidad de que el shock ultra ortodoxo del Gobierno consiga frenar la inflación y los saltos cambiarios.

Sin embargo, esta interpretación sobre que “salga bien” no tiene en cuenta un punto clave: la distribución. Es decir, la variable más importante en todo el debate económico. Las repreguntas para los inversores y el gobierno son inevitables.

Conflicto distributivo

¿De qué sirve que se frenen los precios y que no suba el dólar si la contracara es un mercado interno desplomado? ¿Cuál es el sentido de tener una macroeconomía ordenada si no permite generar más producción, más industria, más empleo ni mejores ingresos para el conjunto de la población?

No es necesario ir muy lejos para entender que el orden de las variables económicas no significa siempre una mejor calidad de vida de la sociedad. En Perú, por ejemplo, los niveles de desigualdad son exorbitantes. Los políticos sufren el desgaste y terminan en el remolino de los juicios políticos, aunque la inflación y el dólar no suben.

Otro ejemplo más cercano es el de Uruguay, en el que la situación puede percibirse simplemente con leer el día a día de las noticias. La principal preocupación de los uruguayos volvió a ser el avance de la inseguridad, en una economía en la que todo es carísimo en dólares y los sueldos alcanzan para poco.

El ajuste fiscal puede endulzar los oídos de los fondos de inversión, de los funcionarios del Fondo Monetario Internacional y de la primera línea de hacedores de política económica del mundo desarrollado, pero no puede mantener conforme a las mayorías de la población que ven cómo se evaporan sus ingresos en tiempo real.

Los inversores pueden hacerse muchas ilusiones con la apuesta del Gobierno de generar una economía cara en dólares y salarios de ultratumba. Sin embargo, la realidad terminará más temprano que tarde diluyendo sus anhelos.

La sociedad argentina no es una plastilina que puede amoldarse hasta convertirse en una economía típica de Latinoamérica. Es decir, con una distribución ultra regresiva, una clase media austera y un mercado interno con el consumo rengo.

Las advertencias sobre el límite de este ajuste llegan incluso de la primera plana estadounidense. La semana pasada, por ejemplo, la secretaria del Tesoro de Estados Unidos Yanet Yellen le advirtió al ministro de Economía Luis Caputo que siga de cerca cuál es la situación de los sectores más vulnerables.

El ajuste de shock puede intentarse una y mil veces. Ahora se anuncia por la puerta grande (en otros momentos intentó colarse por la ventana de atrás) pero la respuesta social siempre aparece. El malestar social que provocan las políticas conservadoras es inevitable y no hay macroeconomía ordenada que lo compense.