Décadas atrás, la ficción servía para imaginar el futuro. Películas, libros y series se anticipaban a su tiempo y proyectaban porvenires tan alucinantes como desgarradores. Se describían así escenarios protagonizados por autos voladores y aviones supersónicos, casas con electrodomésticos que se conectaban entre sí, viajes a la Luna y a otros mundos. La inmortalidad humana se tornaba posible, al igual que la “resurrección” de especies emblemáticas como los dinosaurios desde el laboratorio. Ni mencionar la presencia de inteligencias artificiales con aspecto humano que finalmente terminaban por desobedecer a sus creadores. Universos distópicos o utópicos, según el punto de vista del observador, estimulaban los remolinos neuronales de las mentes iluminadas que producían maravillas y la población disfrutaba de consumos culturales deliciosos. 

En esta época, que algunos intelectuales bautizaron como “sociedades del conocimiento”, la ciencia adquiere un valor en sí mismo, se constituye como un motor de crecimiento económico para las naciones y se vuelve fundamental para el diseño de tecnologías con un poder que deslumbra. La ficción se vuelve carne y todo lo que Isaac Asimov, Jorge Luis Borges, Mary Shelley, Steven Spielberg y tantos otros soñaron, hoy se presenta a partir de avances que podrían revolucionar, en el corto plazo, la vida en la Tierra.

Supersónicos, robots y viajes al espacio

Hace apenas unas horas, la NASA y la empresa Lockheed Martin presentaron su avión supersónico. Denominado “X-59”, cuenta con la posibilidad de trasladarse a una velocidad superior a la del sonido y, en el corto plazo, podría revolucionar la historia de la aviación y de los vuelos comerciales. Aunque los supersónicos existen desde hace décadas (el Concorde, operado por Francia y Gran Bretaña, dejó de volar en 2003), el transporte ahora promovido por la agencia espacial norteamericana resuelve el inconveniente de la contaminación sonora que caracterizaba a los fabricados en el siglo pasado. De 30 metros de largo y 10 de ancho, alcanza velocidades de 1500 kilómetros por hora. Se estima que realizar un vuelo como Nueva York-Londres tomaría 2 horas, en lugar de las 7 que demora en la actualidad. Una tecnología capaz de reducir, para muchos, el tedioso lapso que separa el lugar de origen y el de destino.

En 1996, Deep Blue, la computadora de IBM que le ganó una serie de partidas de ajedrez al entonces campeón Gary Kasparov, pareció inaugurar una nueva era porque demostró que las máquinas, de estar bien entrenadas, pueden superar a la inteligencia humana. Tres décadas después, la inteligencia artificial y el aprendizaje automático exhiben todo su potencial y provocan escalofríos. Bots conversacionales como Chat GPT que resuelven trabajos de investigación que a cualquier mortal adiestrado le podrían demorar años; androides que se desempeñan como enfermeros en hospitales de Estados Unidos; aplicaciones que en diferentes partes del mundo conversan con pacientes para aconsejarlos sobre cómo cuidar su salud mental; otras que pintan, tocan instrumentos y escriben poemas envidiables por cualquier artista; y, lo que aún significa más, las que se proponen revolucionar el campo de la salud al diagnosticar enfermedades con una precisión quirúrgica antes de que cualquier profesional pueda siquiera sospechar anomalía alguna.

Este tiempo parece ser el tiempo de los robots y no en vano el célebre escritor y divulgador científico Isaac Asimov compartió sus tres leyes de robótica en 1942: un robot no hará daño a un ser humano; un robot debe cumplir las órdenes dadas por los seres humanos; un robot debe proteger su propia existencia (en la medida en que no entre en conflicto con la primera o la segunda ley). Una especie de seguro de la humanidad frente a máquinas que, eventualmente, quisieran rebelarse. Aunque para las guerras entre humanos y robots aún resta tiempo, los robots (entrenados, precisamente, por humanos poderosos) ya movieron sus fichas y amenazan con rediseñar el talón de Aquiles del sistema capitalista: el futuro del trabajo y los trabajos del futuro.

Desde la Guerra Fría hasta el presente, uno de los tópicos que más emociones han despertado a la humanidad son los viajes al espacio. Reforzada con Apolo XI y los siguientes despegues a la Luna, la comprensión del universo se convirtió en una de las temáticas más taquilleras. Star Wars, Star Trek y tantas otras películas y series se crearon para acompañar las ilusiones de millones de fanáticos alrededor del mundo. En la actualidad, los viajes espaciales constituyen planes que las potencias se toman muy en serio. Con ayuda de grupos privados y a partir de los aportes de diferentes países, la NASA lidera la iniciativa Artemisa. Se plantea, hacia 2025, una misión tripulada de astronautas a la Luna, satélite natural que planean convertir en estación de servicio. Sí, estación de servicio para llegar a Marte en la década de 2030. La emoción está asegurada porque China, Rusia e India participan de la competencia y son las otras naciones que dedican cuantiosas partidas de dinero con el fin de disputar el espacio cósmico.


Frankenstein y mamuts que resucitan

Si una virtud tuvo Frankenstein, la historia que Mary Shelley publicó en 1818, fue despertar la vocación científica de numerosas mentes curiosas que se lanzaron a la aventura de traspasar la barrera del conocimiento disponible y, en paralelo, sortear  incluso trabas éticas a priori infranqueables. En noviembre de 2018, el mundo conoció a He Jiankui porque, a través de YouTube, el apodado “Frankenstein chino” comentaba los detalles de un experimento revolucionario. A través de las tijeras genéticas (Crispr Cas-9) había conseguido modificar los genes de embriones humanos y evitar que unas gemelas nacieran con VIH. A pesar de que la noticia sonaba revolucionaria, al poco tiempo se supo que el equipo de la Southern University of Science and Technology of China había infringido varias reglas.

Tras ser denunciado, un año más tarde fue declarado culpable por un tribunal de Shenzhen y cumplió tres años de prisión. Más allá de la acción denunciada por la comunidad científica y luego por la justicia china, se abren algunos interrogantes. Si las científicas (Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna) que desarrollaron las tijeras genéticas fueron reconocidas con el Nobel de Química en 2020, ¿por qué este investigador chino fue encarcelado por ponerlas en práctica? Ya sea como héroe o villano, lo cierto es que la historia lo pondrá en su lugar. Mientras tanto, algo parece seguro: la biotecnología molecular avanza a pasos agigantados y, de una manera u otra, enfermedades que hoy aquejan a la humanidad mañana no harán ni cosquillas.

Lo que sucede después de la muerte representa un enigma que las civilizaciones buscan resolver desde el inicio de los tiempos. De hecho, las religiones funcionan como remedios simbólicos que suavizan la angustia de los deudos ante, probablemente, el más grande de los interrogantes. El conocimiento científico, por su parte, se postula como otra vía que procura abordar lo que ocurre después del fallecimiento. La novedad de este tiempo es que no solo busca entender el acontecimiento sino también impedirlo.

No será la piedra filosofal de Harry Potter (que confiere inmortalidad a quien la posea), pero la criogenización es una práctica a la que vale la pena prestar atención. Se trata de un procedimiento de conservación de cuerpos en tanques con nitrógeno líquido: luego de eliminar los fluidos internos de las personas y de suministrar químicos, los cadáveres se guardan a 196 grados bajo cero. Aunque a la fecha no existe nadie que haya revivido a un paciente criopreservado, cerca de dos mil personas esperan su chance en esos tanques.

De una manera similar, existen iniciativas para “resucitar” a especies ya extintas como el mamut lanudo, que habitó la Tierra hace 6-12 mil años (según la evidencia científica que se tome). Una idea que parece combinar anhelos ya expresados en films como La era de hielo y Jurassic Park. La de-extinción, sencillamente, es el proceso inverso a la extinción: a partir de tecnologías de ingeniería genética, el objetivo es volver a la vida rasgos de especies ya extintas, con el propósito de restablecer ecosistemas. Bajo esta premisa, un equipo de la Universidad de Harvard utiliza elefantes asiáticos (los parientes más cercanos del mamut, tanto que comparten un 99,6 por ciento del genoma) y en cinco años se podrían obtener las primeras crías de especies genéticamente modificadas con los rasgos del mamut.

A esta lista que permite evidenciar cómo el futuro imaginado en las ficciones en verdad ya llegó, pueden sumarse otros avances. Por ejemplo, internet de las cosas, que habilita a contar con toda clase de electrodomésticos inteligentes conectados entre sí y puestos a funcionar de manera remota. También un fenómeno tan naturalizado como la economía digital que, con las billeteras virtuales a la cabeza y el mundo bitcoin, volverá obsoleto en poco tiempo el dinero en papel tal y como las sociedades capitalistas lo conocieron desde un inicio. A la alimentación en cápsulas capaces de reemplazar las cuatro comidas del día, pueden sumarse los coches autónomos; la realidad virtual y aumentada; los drones de combate empleados en guerras; toda clasede  nanotecnologías imperceptibles a la vista con impactos en el mundo de la salud y electrónica; y hasta una capa de invisibilidad presentada de manera reciente.

Borges, Wikipedia y la pandemia 

La literatura enseña que ninguna idea, por más descabellada que parezca, debe ser desestimada. Fue el propio Jorge Luis Borges quien desde su prosa anticipó antes que nadie la llegada de una biblioteca infinita como Wikipedia e internet, mientras que Albert Camus hizo lo propio en su libro La peste (1947) con la pandemia de covid.

Aunque quizás menos conocido, el escritor británico John Wyndham publicó su novela distópica El día de los trífidos en 1951, y comenzaba exactamente así: “Cuando un día que usted sabe que es miércoles comienza como si fuese domingo, algo anda muy mal en alguna parte”. Frase que condensa como ninguna la confusión que reinaba en el mundo a partir de la propagación del Sars CoV-2 y la desorientación luego del confinamiento decretado en la mayoría de los países. De las películas o series que anticipan pandemias hay para tirar al techo, pero una de las más vistas en 2020 fue Contagio, estrenada originalmente en 2011. Para su redacción, el guionista Scott Burns se inspiró en la gripe porcina de 2009. Pensó en cómo un nuevo virus --el MEV-1-- podría desencadenar una pandemia de dimensiones globales.

Como sintetiza el filósofo Esteban Ierardo en su libro Sociedad pantalla: Black Mirror y la tecnodependencia (2018), la tecnología exhibe su doble cara: puede ser vivida como amenaza, invasión de la privacidad, pérdida de la libertad, espectáculo constante y deshumanización, o bien como todo lo contrario.

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