Portada del primer libro de Minotauro

Una tarde otoñal de 1954 Jorge Luis Borges discó el teléfono de Paco Porrúa: “Tengo el prólogo”, le anunció. Un rato después le entregó en mano el manuscrito y le devolvió la segunda edición de The Martian Chronicles que el sello norteamericano Doubleday & Company había lanzado en 1951, con ilustración de tapa de Robert Watson. Luego de despedirse, Borges abordó un taxi con dirección a Emecé. Todavía entusiasmado con la lectura de Ray Bradbury (“¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?”) instó a los directivos de la editorial a crear de inmediato una colección de ciencia ficción.

¿Qué hubiese pasado si Borges obtenía una respuesta positiva? La especulación no es ingenua, y reafirma la decisiva importancia de Minotauro, uno de los proyectos editoriales más recordados por los lectores, y ricos para el análisis, del mundo del libro argentino: por catálogo (Bradbury, Tolkien, Ballard, Golding, Calvino, Burguess, Dick, entre otros), por diseño y gráfica (a cargo de pintores y dibujantes), por traducciones (Borges, el mismo Porrúa, Floreal Mazía, Carlos del Peral, Pirí Lugones, Bianco, Aurora Bernárdez, entre otros) y por establecer un modelo de cómo y cuál es el verdadero trabajo del editor y el fin de una editorial.

Sin lugar a dudas el frustrado intento de Borges selló la suerte de la criatura que concibió el hispano-argentino Francisco Paco Porrúa y que tiene como fecha de partida el mes de agosto de 1955, momento en que llegó finalmente a las librerías de Buenos Aires el primer libro del sello: Crónicas marcianas, con aquel imbatible prólogo y aquella primera portada del secretísimo patafísico Juan Esteban Fassio (¿quién no imaginó frente a ese diseño a un nervioso Kepler dibujando las órbitas gravitacionales?).

“Esos libros no se parecían a ningún otro”, escribe el investigador Martín Felipe Castagnet en la introducción de su Minotauro, una odisea de Paco Porrúa, impecable trabajo para el que tuvo que hurgar y preguntar, llegando a coversar con el mismísimo Porrúa y muchos otros protagonistas de la historia de la editorial. Rearmando así el difícil (por lo amplio) rompecabezas crítico, histórico y declarativo en torno a Minotauro que se fue atomizando desde mediados de los 50 hasta hoy, a medida que crecía su catálogo, surgían anécdotas entre escritores y agentes literarios, y se escribían estudios críticos sobre aquel fenómeno editorial.

Castagnet sistematizó y reconstruyó para luego ofrecer, por primera vez, un análisis minucioso del sello. Ordenó las colecciones, señaló los distintos momentos que tuvo Minotauro desde sus inicios hasta que pasó a manos de Planeta en 2001 y marcó etapas según el diseño. Y, sobre todo, presentó un orden en cuanto a los títulos publicados y a las diversas colecciones que tuvo el sello, como Spectrum, Metamorfosis y Fuera de Colección donde apareció, por ejemplo, Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar. Pero la investigación de Castagnet no sólo se queda en esas cuestiones referidas al catálogo (el libro ofrece un listado puntilloso) sino que se puso a desenredar la intrincada relación en cuestiones económicas y editoriales que vivió Minotauro en Argentina con el sello Sudamericana (que ofició durante años de administrador comercial y distribuidor) hasta 1975 cuando Porrúa se radicó en Barcelona y Minotauro se vinculó con Edhasa. Al mismo tiempo, ese análisis lo llevó a consagrar páginas a la figura y el pensamiento del Porrúa editor.

Martín Felipe Castagnet (Foto: Steven Wyss)

TIEMPOS MODERNOS

“No recuerdo la primera vez que escuché hablar de Porrúa; cuando leí la mayoría de los libros de Minotauro no conocía su existencia, a pesar de que la mayoría de las traducciones eran suyas. Enterarme de que usaba heterónimos para firmarlas (un sistema mucho más elaborado que el pseudónimo), me llevó a realizar un relevamiento incluso de índole familiar, ya que muchos de ellos provenían de apellidos de sus antepasados”, señala el investigador en la introducción, donde señala que tuvo la posibilidad única de entrevistarlo en su departamento en Barcelona en diciembre de 2012 gracias al contacto de Rodrigo Fresán.

“Me lo pasó junto a una advertencia: ‘Porrúa ya no recibe a nadie. No le sacaron una palabra ni siquiera cuando murió Bradbury’, me dijo. Marqué el número desde la habitación del hotel y me atendió el mismo Porrúa. Le conté que estaba escribiendo una tesis sobre Minotauro y que me había criado leyendo los libros de la editorial. Su voz grave me explicó, casi excusándose: ‘Estoy un poco limitado y con muchos años, pero lo que podríamos hacer es que vengas a verme’. Al día siguiente fui a visitarlo”, escribe Castagnet, que se reunión durante hora y media en la biblioteca del editor, que en ese momento tenía 90 años. “La ayuda brindada por el propio Porrúa y luego por su familia (hermanos, hijos y sobrinos: todo agradecimiento es poco) fue fundamental para entender el proceso vital detrás de Minotauro y cerrar los cabos sueltos de esta investigación, sobre todo los referidos al origen de la editorial. Entre los materiales de análisis consignados, se destaca principalmente el epistolario conservado por su familia, que iluminó la relación laboral (fraternal, en algunos casos) de Porrúa con autores, traductores y agentes”.

La tesis de Castagnet sobre el origen de Minotauro sostiene –como ya lo había deslizado Pablo Capanna en El sentido de la ciencia ficción de 1966, aquel primer ensayo argentino sobre la “ficción científica”, como le gustaba decir a Borges– que: “La idea de Minotauro nació con la lectura de un artículo de Boris Vian y Stéphane Spriel en la revista dirigida por Jean-Paul Sartre, Les Temps Modernes, de octubre de 1951, titulado ‘Un nouveau genre littéraire: la science-fiction’. El artículo servía como introducción declarada al cuento ‘Le Labyrinthe’, de Frank M. Robinson”. Esto que señala el investigador lo confirmó el mismo Porrúa al decir: “Curiosamente todo empezó por mis concepciones políticas de izquierda. La idea de Minotauro nació de mi lectura de la revista de Sartre, Les Temps Modernes. Yo la leía todos los meses, me interesaba mucho esa revista, tanto desde un punto de vista filosófico como político”.

El editor luego agregará: “En una revista francesa había leído sobre un autor norteamericano, al que llamaban ‘el poeta de la ciencia ficción’. Me interesé, fui a una librería en Buenos Aires y compré (en inglés) El hombre ilustrado, de un tal Ray Bradbury. Enseguida tuve asombro, alegría y sorpresa; quise leer todos sus libros”.

Portada del primer número de la revista Más allá, de junio de 1953

LEER EL FUTURO

La historia de la literatura de ciencia ficción en Argentina está ligada, claro, a las revistas. Imposible entender el fenómeno de Minotauro sin antes mencionar Hombres del futuro, primera publicación dedicada el género de la que salieron sólo tres números en 1947. Y, claro, la mítica Más allá (1953-1957) que editaba la Editorial Abril, revista que abrió las puertas a las novedades literarias norteamericanas (cuentos de Bradbury fueron publicados por primera vez en sus páginas, por ejemplo) y que reunían artículos científicos según los modelos de Mechanix Illustrated Magazine y Galaxy, pero que sobre todo estableció una relación muy fuerte con sus lectores.

Casualmente, junto a este estudio de Minotauro acaba de salir el libro Más allá: La generación que leyó el futuro del trío autoral Wanda Elfenbaum, Christian Vallini Lawson y Darío Lavia, donde se recupera la voz de los lectores de aquella revista que relatan por qué encontraban en la lectura de la ciencia ficción una ventana para entender el presente del mundo. Como se ve, el terreno editorial estaba ya preparado. Pero faltaba sembrar, y apareció Porrúa.

Explica Castagnet: “La editorial Minotauro esquivó la identificación con la corriente hard science fiction, una aproximación dirigida a científicos, ingenieros y técnicos (en Argentina, constituían una minoría lectora, el 11,6% de los lectores según una encuesta de la revista Más allá de diciembre de 1953). A su vez, tampoco optó por la masividad construida mediante el fandom, tal como se concibe al género en los Estados Unidos. En cambio, Porrúa puso el énfasis en la calidad literaria de los textos y en un lector pensado como consumidor de literatura culta por medio del diseño abstracto de las portadas, los prólogos firmados por Borges que apelan a su figura para legitimar las obras, y la selección y traducción de los títulos según el modelo francés, de donde provino la idea germinal de la editorial. Minotauro detenta un capital simbólico prestigioso pese a haberse consolidado como un sello dedicado a la publicación de géneros con escasa legitimación dentro de la tradición crítico-literaria. La concepción no dogmática de los géneros le permitió publicar a autores de prestigio, pero cuya producción se presenta también por fuera de los géneros mencionados (Kurt Vonnegut, William Golding, Martin Amis e Italo Calvino, entre otros). Además, la editorial se convirtió en un agente principal en la formación de una tradición contemporánea del fantástico en el Río de la Plata”.

Collage con las diferentes estéticas de tapa de Minotauro

TAPA DE ARTE

Uno de los capítulos más interesantes de este trabajo editado por Tren en Movimiento es el titulado “Los rostros del monstruo: El diseño de Minotauro”, donde Castagnet reconstruye la historia editorial según arte de tapa y distingue cinco momentos. Sobre ese aspecto clave Juan Sasturain, en una nota aparecida en este diario y que cita el investigador, ya había clarificado cuestión diciendo: “En la imagen, Porrúa optó por lo moderno, no por lo bizarro: en lugar de cohetes y monstruos con ojos de insecto, las tapas de los primeros años de Minotauro son dibujos abstractos del notable Juan Esteban Fassio, el genuino patafísico argentino. En los sesenta, ilustrará Rómulo Macció; en las décadas siguientes, con rediseños sucesivos serían artistas como Fati, Nine o Chichoni los que darían la cara en la tapa”.

En los períodos que analiza Castagnet se observa claramente cómo el diseño fue un factor decisivo para la colección y para la memoria de sus lectores. Se explica, en primer lugar, qué buscó el ya mencionado Fassio: “De clara impronta moderna y surrealista, se constituyó en oposición a las ediciones pulp en las que se solían editar la ciencia ficción y el fantasy. Estas ediciones contribuían a separar a un lectorado masivo pero especializado y cerrado de uno más general, culto pero sobre todo abierto, como pretendía Porrúa”. También cómo y cuál fue la participación del pintor Rómulo Macció y del gran ilustrador uruguayo Domingo Ferreira; y por último cómo llegaron (ya con Marcial Souto como capitán) la banda de ilustradores que habían dado que hablar en las publicaciones de La Urraca de Cascioli como Humor, Fierro y El péndulo: Luis Scafati, Carlos Nine, Oscar Chichoni, Jorge Sanzol, y Raúl Fortín, entre otros dibujantes.

Este imprescindible trabajo de Martín Felipe Castagnet, además de la “data” precisa que aporta y de las importantes aclaraciones sobre ciertas colecciones y ciertos autores que formaron parte de Minotauro, es bienvenido al robusto escenario bibliográfico de compilaciones y análisis académicos de catálogos de las editoriales argentinas, un fenómeno que desde hace años se viene acentuando.

Solo cabría preguntarse si “el modo”, es decir el lenguaje elegido en ese corpus de análisis crítico con que se abordan estos fenómenos editoriales populares no atenta contra el evidente entusiasmo que despiertan. Por suerte Minotauro, una odisea de Paco Porrúa, escapa por momentos a ese destino y se ofrece no sólo como material de consulta, sino como una historia a disfrutar.

Como dijo Bradbury en uno de sus muchos “ensayos informales” que solía escribir para diarios y revistas: “Vayan a buscar esos libros que los llenaron de gozo, elijan sus preferidos, y fíjense si su larga memoria umbilical ha sido cortada o todavía están ustedes atados a las cosas que amaron en las bibliotecas, hace mucho tiempo”.

En esos estantes de la memoria, sin dudas, están los casi 300 títulos que editó Minotauro.

Minotauro, una odisea de Paco Porrúa llegará a las librerías el próximo fin de semana. Se puede reservar online

Portada del libro de Martín Felipe Castagnet

TRADUCIR LA SCIENCE-FICTION

Por Martín Felipe Castagnet

Minotauro fue, ante todo, una editorial dedicada a la traducción: traducir e introducir. Justamente, Porrúa introdujo y modeló un género mediante dos operaciones: confeccionó un catálogo por entonces desconocido y a este le dio un nombre definitivo, al menos para sus primeros años, el polémico calco ciencia-ficción. El calco es un tipo especial de préstamo en el que se transfiere una estructura o una expresión completa mediante una traducción literal. Hasta la aparición de la editorial, nadie en el mundo de habla hispana llamaba ciencia ficción a la science-fiction.

Sin embargo, a diez años de inaugurada la editorial, Porrúa se arrepintió de incluir la leyenda “ciencia-ficción” en las portadas, pero durante ese período el término se instaló, quizás precisamente porque Minotauro accedía a un público que superaba al lectorado habitual del género (demostrado por la creciente tirada). Para que exista la ciencia ficción en Argentina, según Elvio Gandolfo, son necesarios “autores buenos, malos y mediocres que conformen un género con características propias”; esto aplica a la consolidación de cualquier género, y sin dudas una de esas características es la existencia de un nombre común que aglutine a las diferentes obras.

Porrúa defendió su traducción del término hasta el final de su vida; al mismo tiempo, paradójicamente, identificó el término con la ciencia ficción dura, ubicando a su catálogo dentro de la ficción mainstream. Paco Porrúa: “Borges decía que está mal traducido, porque ciencia acá es un adjetivo; sería ‘ficción científica’, pero no me gusta nada lo de ‘ficción científica’. Esto de que la ficción puede ser científica no lo entiendo; simplemente hay una ficción que es imaginaria que tiene elementos de la ficción realista; en realidad, la ciencia ficción es lo que llaman los americanos la hard science fiction, que yo no publicaba”.

Ray Bradbury en Buenos Aires, con Paco Porrúa, en 1997. Entre ellos están Marcial Souto, Marcy Rudo, Maggie Bradbury y Ernesto Schoo

Francisco Porrúa fue conocido por todos como Paco. Sin embargo, desde las páginas de la editorial Minotauro, adoptó otros nombres como Francisco Abelenda (o F. A.), José y Joaquín Valdivieso, Luis Domènech, Manuel Figueroa, Gregorio Lemos y Ricardo Gosseyn. “El pudoroso Porrúa”, en palabras de Sasturain, o como dijo su hermana Maricarmen Porrúa el día de su funeral: “Paco no era ostentoso. Ese era su estilo”. Cuando Marcial Souto lo conoció a Porrúa en 1971, estaba ansioso por conocer al fin al editor pero también a los traductores que firmaban los libros.

Dice Marcial Souto: “Estaba traduciendo El hombre en el castillo en ese momento, que la firmó como Manuel Figueroa. Y yo le empecé a decir ‘¿Quién es Francisco Abelenda, quién es José Valdivieso?’. ‘Bueno, soy yo’. Yo no podía creerlo. ‘¿Y Ricardo Gosseyn?’. ‘También’”. Como firmar la traducción le parecía un exceso utilizaba diferentes seudónimos, aunque más bien se debería hablar de heterónimos: cada uno correspondía a un individuo literario autónomo, que Porrúa seleccionaba de acuerdo a la calidad de la misma. El mejor según Porrúa era Francisco Abelenda, el apellido de su abuelo materno Jesús Fernández Abelenda, con el que firmó los primeros seis libros de Bradbury y varios de Ballard.

Comentó Paco Porrúa: “Exacto. Francisco Abelenda –el apellido materno– era de los mejores y al que más cuidaba. Fue el que utilicé con la publicación de Crónicas marcianas. El traductor es un ser que tiene un trabajo humilde y al mismo tiempo difícil”.

El uso de heterónimos refuerza la llamada invisibilidad del traductor, que pretende borronear el intermediario entre el texto original y el texto traducido, con el fin de otorgar una ilusión de naturalidad a la traducción. La mayoría de los apellidos utilizados por Porrúa como seudónimos son apellidos familiares. Uno de ellos es Luis Domènech, con el que firma el primer tomo de El Señor de los Anillos, y al que Porrúa consideraba su segundo mejor traductor, tomado de su abuela paterna Cándida Figueroa Domènech.

Fragmento del capítulo “La lengua del monstruo: Las traducciones y los traductores de Minotauro”.