Una vez más, miles y miles de veces que se acumulan, estoy en el teléfono llamando a Edesur, número de cliente a mano. Han evolucionado debo decir: el primer número de emergencias “no figura como un abonado en servicio”. El otro, el de “comercial” sirve como entrada subrepticia al sistema aunque esto, lo sé, es pasajero: puede cambiar, volver a los números correctos y de todas maneras será inútil porque ya no es sólo que atiende la máquina, es que cuando atiende alguien, esa persona suena agobiada, enojada, o la comunicación no sirve más que para dejar “asentado el reclamo” con un número largo estilo CBU.

Tantos términos nuevos que no debería saber, que fue obligación aprender. Número de reclamo. Cuadrilla. Fase. Puente. Red de baja tensión. Corte programado. Esta vez llamo por mi madre, que vive en Lanús y lleva unas treinta horas sin luz (le pasa seguido). El joven que me atiende primero me reta: por qué “no tengo un reclamo anterior”. Es que, ¿para qué llamarlos? Y él también sabe que no tiene sentido. Me dice que red de no se qué está siendo arreglada y que el servicio se restablecerá a la medianoche. Es mediodía.

Ya no me quejo. Eso sí, no puedo evitar preguntarle por qué se corta tanto la electricidad en esa cuadra de Lanús Oeste.

“Y, pueden ser tantas razones”, me dice.

Lógico. Tantas razones.

Mi madre no es una viejecilla indefensa. Tiene sus achaques pero se las arregla bastante bien sola. Hay quien me dice: por qué no “te la traés”. Los bienintencionados de siempre que todo lo ignoran sobre la vida ajena por supuesto no saben que “me la traje” hace un tiempo cuando tuvo un corte de seis días y, como no conoce bien los recovecos de mi casa, tuvo un accidente doméstico complicado que la dejó aprehensiva. Ella no quiere venir cuando se le corta la luz por eso, además de que prefiere su cueva y estar con su gata y sus vecinos. Le tiene miedo a la oscuridad de noche, pero no porque le tema a los robos aunque su barrio es medio picante. Es un miedo supersticioso. Como sea, igual se la banca. Pero pasa días sola sin música y sin teléfono. Y furiosa.

Le cortan la luz cada quince días, a veces por 48 horas, nadie sabe por qué. Eso si, el servicio le sale carísimo.

Uno de mis primeros recuerdos de adolescencia, en La Plata, es el verano en el fresco de la escalera del edificio donde vivía, a oscuras. Cortes programados, entonces. Alfonsín. Caputo con un sol de noche en la tele diciendo que Atucha no funcionaba o algo por el estilo. Las calles como túneles y el calor abombante. Cuando, de adulta, me mudé a Caballito, mi edificio de pocos departamentos tenía cortes permanentes. Es que gentrificaron y no alcanzan los cables para todos, esa era la explicación. Donde vivo ahora no se corta tanto, no quiero aventurar por qué, aunque una vez nos dejaron a oscuras en Año Nuevo con ochenta mil grados de temperatura. En el resto del barrio si se corta seguido. Y en casa también si voy a ser sincera, sucede que vuelve pronto, en media hora por lo general. De todos modos tengo grabados dos sonidos en mi cabeza: la mini explosión del apagón y luego, cuando vuelve, el timbre campanita de la vecina, que funciona como anuncio del regreso de la electricidad. Siempre, igual, salimos a la calle para ver si “el corte es grande” y preguntamos “¿en tu casa también? ¿En tu casa también?”.

Postales. Mi amiga Carmen viene desde Berlín, ola de calor, el verano pasado. Visita a su madre en San Telmo. Primer día corte de luz. Se la pasan en un hotel porque Carmen tiene euros. Mi compañera de gimnasia: le hicieron un edificio enfrente y, cuando se inauguró, PUM, en el suyo se cortó la luz. Vinieron a arreglar, ella vive en piso 9, cargaba con sus cosas y mascotas, trasladaba a los viejos. Cuando lograron no sé qué de la fase PUM, se cortó en el edificio de enfrente. Les trajeron un generador tamaño container a la vereda, que se cargaba con nafta cada noche. El olor y el ruido no los dejaban dormir, además del miedo a una explosión. Lograron sacarlo con reclamos constantes. Ahora se le sigue cortando, pero más “normal”. Otra amiga, R., en el último corte bestial del verano hizo la crónica de todo en Instagram. Del piquete, de su baño sin agua, de no poder trabajar, de la gente que no podía subir las escaleras, de los atrapados en pisos altos, de toda su comida tirada. Tiene seguidores, trabaja en radio. Nada sirvió. No la escuchan, como no me escucha el pobre tipo que me atiende en Edesur, como no escuchan cuando cierran las oficinas mientras la gente está a pasitos de prenderles fuego las instalaciones, y como no escuchan los que pueden solucionar o al menos minimizar esta desgracia, esta depresión humillante, pero solo dicen “qué barbaridad” como si la responsabilidad no fuese también de ellos. Como si esto fuese una condena bíblica.

“Si no te llamo es porque no tengo batería”, me dice mi madre, y le insisto para que vaya a cargar al kiosko, que tiene generador. Lo va a hacer. Por suerte el día está hermoso, aunque también sea un disparate esta temperatura en invierno. Ella podría tener un generador, claro está, pero le tiene miedo. No sabe usarlo, dice, no tiene ganas de aprender y no ve bien. Así que no quiere préstamo ni que le compre uno. Estuvo pensando en vender su casa y alquilar pero los alquileres, incluso en Lanús, están en dólares y ella no quiere dolarizar sus ahorros ni pasarse el mes en una cueva cambiando plata, ni que me lo pase yo. (En Lanús no hay muchos hoteles y venirse a Capital le resulta una movida, con la gata y otras excusas). Así que está atrapada, sin luz y sin moneda extranjera. ¿Es un poco terca? Si y no. Quiere vivir tranquila porque tiene más de setenta años. Quiere tener electricidad en su casa. Mi madre tiene posters de los Rolling Stones y el Che y una bandera trans en el comedor. Mi madre no es una señora que piensa que es todo una mierda. Pero la falta de electricidad la amarga, porque le gusta escuchar música y buscar pavadas online. Y no debería existir esta máquina de arruinar los últimos años de la gente, con esta precariedad y con tantas otras.

Googleo “qué hacer cuando se corta la luz…”, y lo primero que me sale, para completar la frase es “para no aburrirse”. Ni leo las sugerencias. Recuerdo cuando volvimos de un fin de semana en casa de unos amigos, mi chico y yo, y uno de esos cortes breves que sufre mi casa produjo un cortocircuito, y cómo tiramos meses de comida que se pudría en el freezer. Y el olor. Qué vas a comer, le pregunto a mi madre y me dice que por hoy tiene. Si el servicio no vuelve a la medianoche, como me dijo el que atendió en Edesur, mañana le llevo algo. El súper y la rotisería de su barrio tampoco tienen electricidad.

 

“Sabés”, me cuenta mi madre, “el otro día cuando terminó el corte, la vecina gritaba ‘hay luz hay luz’ y se reía como una nena”. Me lo dice con frialdad en la voz, porque ella es así, pero se nota que la vecina le dio ternura y pena. Yo pienso que obligar a la gente a la resignación es perverso. Y lo peor no es eso: lo peor es que, de verdad, creo que no va a cambiar.