Un cuento de navidad. Gris tormenta. Alejandro Zambra. 95 páginas.

Por Mercedes Halfon

“No tuve tiempo de leer tu material”, es lo primero que le dice David Tightwad al narrador de Un cuento de navidad. La historia comienza en el invierno de 2002, cuando este recién egresado de la carrera de Letras se prueba en el mundo del periodismo literario. Tightwad es su jefe, pero mucho más intenso que decir jefe es decir editor. Él será quien proponga los temas de sus reseñas, luego las reciba y las lea con toda la impiedad de la que su ojo experto es capaz. La historia, con algunos detalles y nombres cambiados, no parece ser otra que la del propio Alejandro Zambra con su editor histórico, Andrés Braithwaite, el mismo con quien trabajó muchas de sus novelas y cuentos, compilaciones de textos y que por lo que aquí se cuenta, estuvo en el origen mismo de su carrera literaria. Es también el encargado de escribir el prólogo y las notas a este relato.

Un cuento de navidad es un verdadero libro chiquito, tal como lo definía Tamara Kamenszain: libros pequeños, sin pretensiones novelísticas, sin grandes peripecias, en los que el estatuto de quien escribe es ambiguo, se trata y no se trata de un material autobiográfico. Es decir, lo es tanto como puede serlo un poema. Después de algunos textos más bien voluminosos –fundamentalmente el monumental Poeta chileno y el más reciente y moderado Literatura infantil– Zambra vuelve al formato que lo caracterizó, pequeño y perfecto, precisamente, como un Bonsai. El texto se incluye en la colección Editor, de la mexicana Gris Tormenta –en las que se publicaron otros libros interesantes como Fallar otra vez de Alan Pauls– que se propone dar a conocer algún aspecto del camino que recorre un libro antes de ser abierto por un lector o llegar a una librería.

En este caso, a diferencia de otros volúmenes de la colección, no se trata de un ensayo sino de un relato. Un cuento en el que se ficcionaliza la relación que este joven periodista tuvo con su editor a lo largo del tiempo. El comienzo marcado por cierta desconfianza a la vez que admiración, el crecimiento del vínculo regado de pequeñas complicidades, batallas lingüísticas y un gusto literario muy afín, hasta una crisis en sordina que aleja al narrador de esa figura algo agigantada de Tightwad. Las razones de este distanciamiento están cifradas, más o menos claramente, en el apellido del personaje. El medio donde trabajan juntos es Las últimas noticias, periódico chileno donde en ese mismo período que se cuenta, además de Zambra y Braithwaite, contaba con firmas de la talla de Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño.

Tanto en el prólogo del libro como en el mismo texto, se regalan bellas definiciones de editor. Una figura clave que, injustamente, suele desvanecerse cuando el libro concluido sale al mundo. Ese trabajo que fue hecho de a dos, pasa a parecer de uno solo. Un cuento de navidad es una suerte de homenaje a esta figura tan esquiva y apasionante. Braithwaite dice: “En castellano la palabra editor designa tanto a la persona encargada de apoyar la artesanía del texto, de calibrar sus meandros epidérmicos y subcutáneos, como a la persona –en inglés, el publisher– que más bien se ocupa de los asuntos de estrategia literaria”. Por supuesto que él se identifica con los del primer grupo, por eso después agrega: “Es una imagen quizás demasiado romántica, pero creo que lo que importa de un libro sucede fundamentalmente en ese diálogo entre dos solitarios, el que escribe y el que edita”. La definición dada por Zambra es más detallista y risueña: “Por supuesto que mi editor me ayudaba a detectar errores lógicos, repeticiones involuntarias, arritmias, cacofonías que querían ser aliteraciones, frases subordinadas que se me habían ido de las manos, gazapos, jueguitos semánticos o intertextuales que había aprendido en los gélidos patios de la universidad y que –como el cigarro, aunque esto era quizás culpa de Tightwad– no conseguía abandonar. Pero mucho más importante que todo eso era la evidencia de que mi escritura fluía y prosperaba.” Su escritura se robustece, cobra fuerza con ese muro de contención dialéctica que es Tightwad. Pero, quizás, la más bella caracterización es la que anota al principio, cuando recién se conocen y descubre que a partir de entonces ya no estará solo con sus palabras: “De inmediato sentí que el mundo se transformaba en un lugar apasionante.”

Hay un detalle que hace a este libro un artefacto diferente a cualquier otro de asunto similar –iniciación literaria, aventuras en redacciones, amor/odio entre aprendiz y maestro, etc. etc.-- y es su novedoso uso de las notas al pie. Resulta extraño que una nota al pie modifique radicalmente a un texto, pero así sucede. Podemos decir que Un cuento de navidad no está escrito únicamente por Zambra, sino por él acompañado de Braithwite. Cada una de las notas está escrita por este último, con la estudiada minuciosidad que, leyendo esta historia, imaginamos suya. Sus comentarios son múltiples: uso de comas, especificaciones semánticas, precisiones espaciales o temporales, todo tipo de acotaciones alegres o irónicas. Las notas y el texto conversan, hay un ida y vuelta que amplía el relato hacia una zona metatextual. Como se dice en la primera de estas notas: “Este es un relato, por así decir, con las vigas a la vista”. Visualizamos quizás por primera vez el trabajo de un editor y esto nos hace pensar en esas mismas palabras de un modo más profundo, más vivo, nos saca del embelesamiento de la ficción y nos devuelve al propio trabajo literario.

Otras veces la nota funciona casi uno de esos papelitos que se dejan entre sí personas que viven juntas: le avisa que se va a dormir porque está muy cansado, o que se quedó escuchando una canción que, párrafos atrás, se había recomendado. Los momentos en los que, cuando el relato empieza su recta final, no se ponen notas, se vuelven especialmente conmovedores. Como si Braithwite / Tightwad hiciera un silencio intencional para que solamente leamos a Zambra contar, nada más y nada menos, que la historia de dos amigos, a lo largo del tiempo y de las páginas.