En sus viajes por el noreste argentino, que lo llevaron hasta Bolivia, el pintor Santiago García Sáenz conoció en 1988 a la artista Liliana Maresca y comenzó una amistad y un diálogo artístico que se derramaría en sus respectivas obras. Ese mismo año, en el Centro Cultural Recoleta, Maresca expone su obra Cristo, una figura de santería de Jesús crucificado que la había intervenido conectándola a una vía de transfusión de sangre, una obra que provocó que una comunidad católica pidiera infructuosamente la clausura de la muestra. 

Como García Sáenz, Maresca había tenido una profunda educación religiosa, incluso había comenzado el noviciado, pero dejó los hábitos. Otras coincidencias biográficas es que García Sáenz y Maresca fueron diagnosticados como VIH+ en 1986 y 1987 respectivamente, ambos comenzaron a producir sus obras en la última época de la dictadura y continuaron interviniendo de manera crítica en el mundo del arte antes y después de la llegada del sida. 

Para sellar su intensa relación artística, en 1990 realizan una muestra conjunta en la Galería Centoira y también iniciarán una serie de visitas como voluntaries al Hospital de Clínicas para acompañar pacientes en estado grave que no tenían una red de contención. Eran “pacientes sociales”, como en la jerga médica se llama a personas internadas que no tienen familia o amigues que les visiten, que les asistan; o tal vez sí tenían, pero el VIH/sida, que en esos años era una enfermedad muy estigmatizante, hacía que familiares o amistades se alejaran y les abandonaran. En 1994, cuando comienza el pico de mortalidad de la pandemia en Argentina, Maresca muere. De ese período, el propio García Sáenz dijo que “durante esos años tuve que enterrar a varios de mis amigos”. Su obra fue, en parte, transformar ese dolor en un experiencia personal que le permita representar la herencia de esas amistades, esas vidas.

A inicios de los 90, García Sáenz había comenzado la serie “Cristo en los enfermos”, formada principalmente de pinturas, donde se multiplicaba la figura de Cristo en camas de hospitales, algunas veces conectados a una vía de transfusión de sangre, estableciendo un diálogo directo con la obra de Maresca. 

“Leyendo las varias críticas de arte sobre el trabajo de García Sáenz que fueron escritas durante su carrera en diferentes periódicos y publicaciones de la época, resulta interesante señalar cómo casi todas insisten en categorizarlo como un pintor naif, primitivista y/o religioso y que de la misma manera hay dos palabras que nunca se mencionan: homosexualidad y VIH/Sida”, dice el mexicano Pablo León de la Barra, quien junto a Santiago Villanueva fueron los responsables de la curaduría en 2021 de la primera exposición antológica sobre García Sáenz después de su muerte, llamada “Quiero ser luz y quedarme”, donde esas palabras podían aparecer como formas de indagación de muchas obras rescatadas que hacía décadas no se podían ver, incluída la obra Deseando misericordia, adquirida la semana pasada por el Centre Pompidou.

Santa sangre

La pintura Deseando misericordia es de 2001 y si bien forma parte de la serie de Cristos enfermos o “Cristo en los enfermos”, tiene una diferencia sustancial con el resto de obras que se conocen de esa serie: no hay ningún cuerpo visible en las cinco camas. Ningún Cristo está conectado a una vía o está horizontal sobre un lecho. Pero pareciera que sobre o debajo de las sábanas blancas de las cinco camas hay unas marcas que dejaron los pacientes, como un santo sudario, un manto sagrado que guarda el contorno sanguinolento del cuerpo, como el sutil contacto de la pintura sobre un lienzo, toda una síntesis de la obra de García Sáenz. 

Las cinco camas están en una sala abovedada, como la cúpula de una iglesia, con un Cristo resucitado sobre uno de los techos. A través de las ventanas entra un vaporoso paisaje rural y una luz potente, el haz más diáfano ilumina a la única figura humana del cuadro: detrás de una cama sobre el piso, sostiene con ambos brazos su torso inclinado y su cabeza gacha. 

¿La luz hizo que saliera de su cama y que logre incorporarse? El deseo que nombra el cuadro es una posible plegaria de García Sáenz para entrar al nuevo milenio. La pintura como rezo, como una fe de estética de la supervivencia. De hecho, un par de sus autorretratos fechados en 2003, Esperanza I y II, lo muestran levantándose de la cama hacia una ventana que ilumina su habitación. Durante dos décadas, las pinturas de García Sáenz fueron trazando un relato del VIH/Sida no como una tragedia, sino como una hagiografía de enfermos que se aleja de la martirología victimista para desarrollar un ciclo intimista con la luz y la naturaleza. Aunque construyó un cosmos con distintas aristas y temáticas que fue una bisagra entre los dos siglos, García Sáenz quedó muy injustamente afuera de la mayoría de las reflexiones, publicaciones y muestras sobre el arte argentino de los 80 y 90, y de los exponentes de una estética del VIH/Sida, tanto en su momento como tras su muerte en 2006.

La luz que queda

La posibilidad de que hoy pueda elaborar este relato y esta interpretación de sus vivencias con el VIH/Sida y de las figuraciones de su deseo, de sus sentimientos estéticos y religiosos, ahora es posible principalmente gracias a Hache Galería, que con el apoyo de la famila de García Sáenz y de Fundación Fortabat, no solo hizo disponible su obra en esa muestra de 2021 sino porque además concretó la publicación del libro Quiero ser luz y quedarme, donde Pablo de León de la Barra, Santiago Villanueva, Nicolás Cuello, Cecilia Palmeiro, Alejo Ponce de León y Bárbara Golubicki logran historizar y pensar con lucidez y espesor, nombrando eso que la crítica de su tiempo, y parte de la actual, reprimieron o ignoraron sobre Santiago García Sáenz. 

En realidad, cada texto que acompaña el libro, además de abordar con frontalidad líneas invisibilizadas, incluyendo la dimensión queer, logra desviar con sabiduría los sentidos que le habían asignado al sentimiento religioso y a lo ingenuo de García Sáenz, que lo estancaron en un lugar inferior al de muchos de sus colegas generacionales.

Más allá del impacto local de la muestra y del libro, ahora Hache Galería logró que la obra de García Sáenz, al ser adquirida para la colección de arte moderno y contemporáneo del Centre Pompidou, pueda proyectar sus particulares figuraciones a nivel internacional. No se festeja la canonización ni la inclusión institucional de su arte, menos que Europa legitime a un artista argentino, sino que se celebra que la fuerza crítica de García Sáenz siga su curso quebrando fronteras, que su excentricidad, su raro cóctel estético y confesional, siguen su curso desarmando las ideas y sensibilidades pétreas de la historia social del arte. 

Paulo Miyada, curador del Comité Latinoamericano de Centre Pompidou, supo ver esa dimensión: “Lo que es único en la manera que tiene Santiago García Sáenz de pintar las escenas de melancolía y finitud es que desarrolla una técnica absolutamente personal, muy poco abordada por las vanguardias y las post vanguardias a la hora de pintar atmósferas, un campo cromático y luminoso que es tan relevante para la percepción de la pintura como lo son sus figuras y sus símbolos. El ingreso de esta obra a la colección del Centre Pompidou será un importante movimiento hacia una comprensión pormenorizada de cuestiones de género y problemáticas sociales en Latinoamérica y permitirá la revisión de capítulos de la historia que por alguna razón fueron malinterpretados o ignorados en su tiempo.”