"Muy bueno el trabajo que hace ahí Miguelito López con el bandoneón. Nunca voy a dejar de lamentar su partida del Cuarteto. Fue muy importante cuando volví de París. Tenía un swing... ¡Tiene! Se pegaba muy bien a mi manera de cantar. Respirábamos juntos.". Hace unos domingos, cuando sonó un tema de su cosecha en el programa de radio que lleva adelante por Nacional Folclórica (una maravilla del éter que permite casi volver a tocar esa Buenos Aires de empedrado, tranvías y afiladores voceando su oferta), el Tata Cedrón recordaba así a Miguel López, bandoneonista, guitarrista y cantante rockero de apenas 27 años cuando ingresó al grupo y muchos comentaron: "Qué buena la nueva formación del Cuarteto Cedrón, pero... ¿quién es ese pendejo que acompaña tan bien al maestro?".

Varios años después, Miguel López ya no es un "pendejo" (cuarenta y un años marca su DNI) ni integra el Cuarteto ("Irme de su lado no fue claro ni sencillo", dirá), pero sí mantiene esa música conectada con el existencialismo tanguero, la reverberación rockera y el absurdo porteño (¿Conrado Nalé Roxlo en duelo verbal con un cuchillero?) que desde adolescente le brota de adentro. Y que al día de hoy reúne una discografía de carácter y vuelo propio cuyo último álbum, Mi lágrima n° 100 (Ultrapop, 2020), encarna como los anteriores su ya reconocido fatalismo arltiano en estado eléctrico. Aunque, esta vez, en plan un poco más sosegado. "Siempre fui muy desordenado para escribir y siempre quise hacer canciones", dice. "Ahora ya no tanto. Sólo quiero escribir y entender lo que me pasa. Comprenderme mejor".


Todo empezó con abuelo materno, un inmigrante portugués recién bajado del barco. "Se murió cuando yo tenía diez. Pero me marcó. Era recontra tanguero, peronista. Y cuando entré en la adolescencia empecé a flashear con él", cuenta Miguel, que nació y se crió en Godoy Cruz, Mendoza, y cursó los primeros años en el Bellas Artes de la ciudad capital como un darki-punk de los noventa copado con Peligrosos Gorriones, Los Visitantes o Todos Tus Muertos. Pero que una tarde se vio llegando al colegio con el sobretodo negro que usaba su abuelo y una obsesión insólita por tocar el bandoneón. "Un hermano me regaló la banda de sonido de Sur, de Pino Solanas. Y me alucinó. Recuerdo gastar el casete. Escucharlo Goyeneche todo el día y sentir a mi abuelo ahí".

Todo muy lindo. Pero... ¿cómo iba a hacer para aprender bandoneón viviendo en la Mendoza de los 90? "Ya casi no quedaban orquestas", cuenta López. Casi. "Un día me entero que Aníbal Appiolaza, legendario bandoneonista del tango mendocino, daba su último concierto antes de retirarse. Voy a verlo y pasa algo que si lo pienso hoy fue mágico, fue como el pase de una antorcha antes de extinguirse", se emociona Miguel que esa vez se acercó después de la función y sin más le planteó su deseo de convertirse en su aprendiz. Appiolaza al principio dudó. Encima notó que la lectura de partituras parecía no ser lo suyo. Pero entonces cambió el método y ahí sí el joven Miguel López entró como un trombo. Tenía el don. Y se dedicó a enseñarle hasta que partió a Buenos Aires.

En la gran ciudad arrancó el capítulo de Obdulio Onofrio, un matricero que decía haber sido amigo del Che y conocido de cerca la Revolución Sandinista. Y que en su departamento tenía una marimba, una viola antigua, un piano. Había llegado ahí por recomendación de un colega de Appiolaza y, como no podía ser de otra manera, simpatizó en seguida con Miguel. "Me ofreció alquilarme por unos mangos una habitación hasta que encontrara un lugar mejor", cuenta. "Un día me levanté y me puse a revisar sus vinilos. Él ya se había ido a trabajar. Iba pasando las portadas cuando uno me llamó la atención". Con cuidado, extrajo de su funda Madrugada de un tal Tata Cedrón y lo puso a sonar. "Me acuerdo la escena en el comedor, el piso de parquet, el sol que entraba por la ventana... Simplemente era increíble. Nunca me imaginé que podía existir algo así". El mundo como lo conocía entonces cambió. Miguel López empezó a tocar en la calle Florida, a curtir esa fauna de músicos callejeros (y tangueros), y en el medio se hizo amigo del Tape Rubín, que lo llevó a conocer a la futura Fernández Fierro y a la incipiente movida de Nuevo Tango joven que surgía en los barrios rezagados de la ciudad. "Corroboré que eso era lo mío, que quería algo así".


Sin embargo, entre el ataque a las Torres y la crisis del 2001, las cosas se complicaron y tuvo que volver a su Mendoza natal. La situación en su casa no era la ideal pero igual se las arregló para armar Futre, un trío de guitarra, contrabajo y bandoneón. Su primer aviso serio dentro del universo del rock argentino, aunque lo suyo ya entonces iba por el lado de la nostalgia alucinada persiguiendo una sonoridad porosa. "Una noche estaba tocando en el sótano de un hostel de amigos en Mendoza cuando me dicen: 'Che, te llama el Tata Cedrón'. '¿Qué?'. Fui a atender pensando que era una broma, pero ¡no! ¡era él!". El Tata le dice que lo llama a instancias de Obdulio porque le contó que tocaba temas de él. '¿Es verdad?', le preguntó con sequedad. Miguel tragó saliva. 'Sí'. 'Bueno, ¿te querés venir? Así nos conocemos". Los separaban mil kilómetros. Pero a los dos días ya estaba tocándole el timbre de su casa en Boedo.

"Conocerlo fue como enamorarme musicalmente. Una adoración absoluta", dice López que arrancó ahí su etapa más feliz y fructífera; primero como inesperado bandoneonista jovencísimo del Cuarteto. Y, en seguida, como artífice de su propia música como guitarrista, cantante, autor y shows en El Zaguán y demás antros del under. Y discos como los excelentes Rew (en dúo con el Negro González Casares en batería) o B° Fuchs (el único con una formación clásica de rock); casettes varios grabados a lo Calamaro en una portaestudio ("Me atraía que te obligaba a que te salga bien de una"); y el citado Mi lágrima n°100, tal vez su mejor álbum al día de hoy, con el aporte en segunda guitarra de Mikio Higa, un misterioso hijo de japoneses que al principio se le acercó para tomar clases, pero luego se integró casi mágicamente y terminó metiendo siempre la nota correcta ("Ahora vive en Japón. Cada tanto hablamos", revela sin mucha más data). Hoy Miguel López prepara dos nuevos discos (uno de ellos con partituras rescatadas de Tulio Manferré, un tanguero perdido de la calle Florida) y tras algunas crisis --separarse, abandonar el Cuarteto, barajar y dar de nuevo-- vislumbra una nueva etapa. "El año pandémico no fue fácil. Las cosas cerraron donde tenían que cerrar. Veremos este año". Es decir, casi un atardecer porteño: belleza, incertidumbre. Veremos.