Comenzaba el siglo XX cuando a cierta osadía estética desde la experimentación artística se la señaló en términos de “vanguardia”. Se reciclaba así la palabra que los manuales de estrategia militar usaban para los adelantados a la tropa, pero llevándola a otro campo de batalla: el tiempo. En ese espacio, el del tiempo, las vanguardias artísticas avanzaron sobre lo que tardaba en llegar, para hacerlo contemporáneo. Se abrían formas de un presente vertiginoso que en su urgencia fue perdiendo consistencia y derivando en contrabandos ideológicos, idiomas fragmentados, revoluciones fugaces. Llegaron épocas de más ocurrencias que ideas, al punto que hoy hablar de vanguardias es poco menos que empantanarse en la perezosa y poco inocente merced de los malentendidos.

Pero la ambigüedad, como dios, aprieta pero no ahorca. Aquellas vanguardias históricas dejaron señales precisas. De las que subvirtieron los preceptos de la música persisten hasta hoy restos transfigurados en todos los géneros industriales, en el jazz y sus satélites y en otras formas de la “Música contemporánea”. También quedó una huella política, que tiene en el compositor italiano Luigi Nono una figura extraordinaria.

A cien años de su nacimiento --el 29 de enero de 1924, en Venecia--, la aventura estética de Nono articula uno de los más fascinantes capítulos de las vanguardias musicales de posguerra. En las encrucijadas de la innovación a ultranza, Nono cultivó la figura del compositor artesano, que conjugó en su obra un laborioso y orgánico balanceo entre realidad cruda e inminencia de la Historia, con certezas del pasado e intuiciones del futuro. En su singular reinterpretación de la tradición, las canónicas ideas de continuidad y coherencia le resultaron superficiales. “Una viene sola, la otra es inútil”, decía. Hizo de la intuición el factor concertante de una forma de experimentación que, sin aspiración a ser masiva, soñó lo que las masas soñaban.

Crecido en una familia antifascista veneciana, la formación musical de Nono comenzó en el conservatorio --“donde me enseñaron cosas aburridas y en general falsas”, apuntó-- . La guía patriarcal de Gianfrancesco Malipiero, el descubrimiento de Arnold Schoenberg y el encuentro con Luigi Dallapiccola, trazaron un itinerario formativo personal, que tuvo un punto de inflexión en 1946, cuando cruzó en su camino a Bruno Maderna. Compositor y director, Maderna había crecido tocando en orquestas de baile, se había graduado en musicología en Santa Cecilia y después de la guerra, que terminó en las filas del frente de liberación antifascista de Verona, enseñaba Teoría y Solfeo en el Conservatorio de Venecia. La Biblioteca Marciana fue el punto de encuentro para Nono y Maderna, que en interminables tardes profundizaron el estudio del Ars Nova, la polifonía flamenca y el Renacimiento italiano, bases útiles desde donde pensar una propia modernidad. “Con Maderna estudié todo de nuevo. Él me transmitió la idea del compromiso total, ideológico y técnico”, recordaría Nono.

Con la recomendación de Hermann Scherchen --misionero de la nueva música--, y la partitura deVariazioni canoniche sulla serie del Op. 41 de Arnold Schoenberg, Nono llegó en 1950 a los Cursos Internacionales de Verano para la Nueva Música de Darmstadt, en Alemania. En el más radical de los laboratorios de la música contemporánea, propuso una idea de música hecha de política y dialéctica, por sobre el estructuralismo, el serialismo integral y otros “ismos”. Al imperativo de tabula rasa con el pasado, Nono opuso los diálogos con la Historia sin menospreciar las posibilidades expresivas de la vieja y querida línea melódica. Desde ahí polemizó hasta la amistad con Karlheinz Stockhausen, sostuvo relaciones más o menos conflictivas con Pierre Boulez, Henri Pousser o John Cage, y fue antagonista afectuoso de su compatriota Luciano Berio.

En 1952 Nono se afilió al Partido Comunista Italiano, militancia que honró hasta sus últimos días. Mientras por esa época Boulez expulsaba del paraíso de las vanguardias a un Schoenberg ya muerto y sospechado de conexiones con la tradición romántica, Nono se casaba con la hija del compositor vienés, Nuria. Con Il canto sospeso (1955-56), para cantantes solistas, coro y orquesta, en base a cartas de condenados a muerte de la Resistencia al nazifascismo, Nono maquinó una nueva gramática de la voz y una idea de teatro musical basado en una polifonía de sentidos como espacio sonoro. Atravesado de distintas maneras por la biomecánica de Meyerhold, la épica de Brecht y Piscator, las lecturas de Gramsci, el “teatro de situación” de Sartre y el aura liberadora de la poesía y la literatura, su referencia más firme estaba en el Schoenberg de La mano feliz y Un sobreviviente de Varsovia.

La experiencia de Intolleranza 1960, “acción escénica” sobre textos de Alleg, Brecht, Éluard, Mayakovski, Fucik y Sartre, maduró con Al gran sole carico d’amore (1975), otra vez Brecht, además de textos de Fidel Castro, Che Guevara, Marx y Lenin. Programa político y proyecto artístico prosperaron en otras obras de coyuntura como La fabbrica iluminata (1964), para soprano y electrónica, sobre textos de Pavese y ruidos y voces de los obreros de una metalúrgica; Non consumiamo Marx (1969), que reproduce grafitis callejeros del Mayo Francés; Y entonces comprendió (1970), sobre una carta de Che Guevara a Fidel Castro.

La utopía de una escritura “sin márgenes”, en la que el sonido es también lo que está detrás de su evidencia, marcó el repliegue introspectivo de obras como …sofferte onde serene… (1976) para piano y cinta, y Fragmente-Stille un Diotima (1980), para cuarteto de cuerdas. La sustracción sonora como alegoría de lo impronunciable se sintetiza en la estremecedora Dónde estás hermano (1982), para cuatro voces femeninas, dedicada a los desaparecidos en Argentina.

En los ’80, mientras cierta idea de lo colectivo se desvanecía y la industria cultural del éxito descalificaba a las vanguardias por “intelectualismo” o por “depender del Estado” (los viejos argumentos de siempre), Nono seguía diseñando sentidos que no estaban en este mundo. Su camino utópico culminó con Prometeo, una “tragedia de la escucha”, según el filósofo Massimo Cacciari, que colaboró en el libreto. Para su ejecución, en la Bienal de Venecia de 1984, Nono imaginó una inmensa arca de madera, realizada por el arquitecto Renzo Piano en el interior de la iglesia de San Lorenzo. Ahí adentro, entre el público, cuatro orquestas, cinco cantantes, solistas instrumentales, dos recitantes, coro y dos directores, el mito del que le robó el fuego a los dioses para brindarlo a los hombres retumbó, humanizado a través de fragmentos de Esquilo, Hesíodo, Sófocles, Hölderlin, Benjamin y Nietzche, para articular una dramaturgia sonora que, sin sentido de progresión ni procedimiento narrativo, sin escena ni escenario, se liberó de todo. Sólo quedó la adoración del sonido en la complicidad del espacio. Música, después de todo.

La caída del Muro de Berlín, la avanzada del minimalismo pastoral del Este de Europa, el espectro del “final de la historia”, las prefiguraciones de la globalización y su muerte, en mayo de 1990, son los engarces trágicos del final de una utopía, que Nono llevó al extremo, hasta los umbrales de la audición infinita. El sonido hecho territorio, en los abismos del tiempo.

 

Un tiempo que, de regreso de las vanguardias, vuelve a ser tardanza de lo que está por venir.