No. No iba a ser posible tocar en vivo. Tampoco, salir de gira. Cada compromiso escrito en la agenda debería ser pospuesto. Pero Ana Prada, dice, estaba bien. ¿De qué podía quejarse? Acababa de cumplir cincuenta años mientras criaba a su hijo Hugo junto a Pata Kramer, su pareja en ese momento, también cantautora. Durante la época pandémica, los tres vivían en una chacra en San Jacinto, tierra adentro, a unos ochenta kilómetros de Montevideo. Eran diez hectáreas que Ana y Pata habían comprado en 2014 no por afán de ruralismo sino simplemente porque ahí, en esa zona de Canelones, encontraron el lugar que querían. Sembraban hortalizas para averiguar cuán dócil (o no) podía ser la naturaleza. Adoptaron una burra rescatada de un frigorífico, unos terneros alimentados con biberón, unas ovejas a las que les habían diseñado salitas de parto para que tuvieran cierta comodidad. Estaban, digamos, bien. ¿De dónde venía, entonces, esa voz obstinada que le aseguraba que no habría más música, más letras, más canciones?. “Te juro que me sentía así, en una crisis interna que era bastante Violencia Rivas”, confiesa Ana ahora que todo pasó. Y suelta una risa que hace difícil pensar en la oscuridad aunque la primera letra de su nuevo disco avisa: “No sé si me caí de mí/No sé si me mareé, o me reí/No sé si te extrañe/No sé si me alejé y volví”.

El diario del lunes indica que de aquella revuelta Ana retornó airosa con No, un disco nacido tras casi una década de silencio desde aquel tríptico de identidad expandida –Soy sola (2006), Soy pecadora (2009) y Soy otra (2013)– en donde por primera vez se había animado a grabar canciones propias. Estas ocho nuevas canciones de No se alejan de aquel folklore de fronteras porosas, habitado por el candombe y los ritmos urbanos, para acercarse a un sonido que trae esas referencias pero desde una perspectiva más desprejuiciada, incluso vagamente pop. “En general, no me gusta volver a escucharme porque empiezo a pensar en todo lo que podría haber hecho mejor. Pero con este disco, eso dejó de pasarme. Disfruto de su sonido amable. Esa tranquilidad del tiempo detenido refleja las condiciones en las que fue grabado”, cuenta.

Se refiere a su encuentro con Pedro Alemany, productor del disco y guitarrista que se formó con Gustavo “El Príncipe” Pena en su adolescencia y con otros artistas como Mandrake Wolf después, mientras indagaba en el rap y el hip hop. Estos detalles, explica Ana, son importantes porque reflejan una exquisitez sonora que a ella le fascinó. “Nos encontramos en plena pandemia gracias a su esposa, Camila Sapin, que me había invitado a grabar en su nuevo disco. De ahí salió ‘Algo de mi canción’ que tiene una letra donde se evoca la importancia de lo que una es, de lo que no se puede apagar. Y así, no sé bien cómo, algo de todo ese nubarrón que yo traía, empezó a ceder. Además apareció Pedro, que le dio un tratamiento sonoro a la voz que me encantó. Entonces lo invité, casi naturalmente, a trabajar juntos en canciones nuevas, que salieron a fuego lento, sin buscarle tanto la quinta pata al gato. Es que, por ejemplo, teníamos que trabajar de noche o en horario escolar. Porque tanto Hugo como su hijo tienen la misma edad, así que nos fuimos acomodando a eso también. Incluso ahora mi familia y yo vivimos en Ciudad de la Costa, como ellos”.

Esta luminosidad que trae el vínculo amistoso no transforma al disco, sin embargo, en una autopista del sol. De hecho, todos los versos empiezan con la palabra “no”. El trabajo de cada canción, entonces, es indagar ese adverbio rotundo, una corteza debajo de la cual aparecen la incertidumbre, los duelos que cada quien hace mientras el amor llega o se va, por fuera de cualquier idealismo romántico. “No veo en el poema palabras de amor/Ha pasado tanto tiempo que perdimos todo/Me enredo en tu ropa tirada en el piso/No me caigo”, canta Ana con Jorge Drexler en uno de los tracks. Los objetos cotidianos, como aquella agenda caída de la cual huían los santitos en “Soy pecadora”, aquí siembran una vida común en letras escritas por Prada, por Kramer o por las dos. Es el caso de “Un saco de té en alguna taza/un buzo tejido para mí/un juguete quieto en una caja/todo fue trayéndome hasta aquí”. En otro momentos, lo cercano se quiebra. Como en “No hay verdades” cuando ella y otra de las invitadas del disco, Natalia Oreiro, proclaman “No hay amores/Si los hay, te los dejo sueltos./No hay amor que complete el cuento” en medio de un videoclip donde subrayan el deseo en cada toma. “Ay, sí, ese video es un auténtico lesbodrama que nos quedó divino”, se ríe Ana. Y luego confiesa: “Cuando escribimos esa canción, con Pata no estábamos separadas pero ya sabíamos todo lo que se vendría. Tirábamos frases donde nos íbamos diciendo un montón de cosas en un estado de intuición muy agudo y juguetón y exagerado a la vez, que nos permitió transitar terrenos difíciles a nuestro modo”.

Es un mediodía húmedo en un airbiandbi de Villa Crespo, un departamento que Ana prefirió para instalarse en Buenos Aires por unos días, antes que la impersonalidad de cualquier hotel. Sobre la mesa descansan el mate y una guitarra Camps que trajo de España, la misma que la acompaña a menudo en los escenarios. Es pequeña, maleable, tiene alguna cicatriz y despide olor a cedro como signo de nobleza. En la mesa también hay papeles, notas porque Ana está ensayando “Mis hijos naturales”, de Marilina Ross, para sumarse a un homenaje a la cantautora grabado en Radio Nacional y convocado por Sandra Mihanovich. “Para mí todo esto significa muchísimo. Que una lesbiana con un hijo cante ‘los hijos que de mi cuerpo faltaron me han ido apareciendo por ahí’ es muy desafiante, resignifica un clásico que adoro de alguien como Marilina”, se entusiasma Ana. Y recuerda que en su Paysandú natal, cuando ella era adolescente, traficar cassettes de Marilina y sobre todo, de Sandra, era una especie de contraseña entre mujeres cuyo deseo no formaba parte, por entonces, de ninguna agenda ni personal ni política.

Ana tenía esos cassettes. Y también, otros de Abba, Queen y Elvis Presley traídos por su papá de Europa, que ella escuchaba en su walkman como si quisiera diseccionarlos, entender de qué estaba hecha esa música. “Mi viejo es ingeniero agrónomo y le gustaba hacer surf. Además siempre cantó con la guitarra y tocó folklore latinoamericano con los amigos. En casa siempre había música de Zitarrosa, de Mercedes Sosa, de Los Olimareños o de Aníbal Sampayo, porque él había un comprado un tocadiscos, algo no tan frecuente en los setenta. En la época de la dictadura, mi padre y sus amigos cantaban cosas de gente proscripta y se emocionaban y supongo que la música me quedó asociada a esa potencia. No entendía qué pasaba pero sí era un momento muy esperado en las reuniones, donde se liberaba algo del dolor y del secreto”.

Con ese legado ella se mudó a Montevideo, se recibió de psicóloga, siguió haciendo música, devino una de las artistas más populares del Río de la Plata. Hermana de otras dos mujeres, una menor y otra mayor, esta hija del medio aún extraña volver de gira para hablar con su madre, que falleció en 2013 y a quien está dedicada la canción “Podría ser” del nuevo disco. “Mi madre tenía un vínculo muy particular con este oficio que tengo de la música a tiempo completo. Le interesaba poco el afuera, la frivolidad, lo que se puede considerar éxito. Le importaba, en todo caso, cómo me sentía yo. Una vez, ella y mi padre vinieron a verme a Buenos Aires. Cuando vieron el teatro lleno, me preguntaron con quién tocaba y les expliqué que era un show mío. ‘¿Toda esta gente te viene a ver a vos?’, preguntó mi mamá sin una pizca de malicia, con asombro sincero”, evoca Ana. “Enseguida quiso saber si a mí no me abrumaba. Quería estar segura de que yo estaba bien porque entonces a ella sí le parecía bien”.

El tiempo también le ha servido para templar su propia voz. Y para decir en primera persona. Es que Prada viene de compartir escenario y grabaciones con Fernando Cabrera, Rubén Rada, Liliana Herrero, Kevin Johansen y toda una serie de figuras cuyo sonido ella tomó, de modo bastante inconsciente, para gestar las canciones que escribió para su primer álbum. “En ese momento no podía hablar del amor de manera directa, poniéndole género, tenía que hablar del amor ‘en general’. Todavía no estaban tan asimilada la homosexualidad, entonces el amor era una entidad etérea. Y era re difícil componer desde ahí, desde esa imposición. Hasta que con el tiempo y los siguientes discos, tuve que salir a decir ‘sí, soy lesbiana’”, dice. Y agrega: “No por casualidad la palabra ‘lesbiana’ nos suena más molesta que ‘gay’. No por casualidad cuando en el secundario me hablaban de homosexualidad, eran dos hombres y ya. La mujer nunca fue visibilizada como portadora de deseo propio”.

“Soy pecadora”, asegura, fue una canción hecha como acto inconsciente que, no obstante, la sirvió para empezar a decir quién era. “Después pasó que ya alguna gente se ponía pesada y había que decirle ‘Es una antigüedad lo que estás preguntando’. Porque a un músico varón no se le pregunta por su sexualidad, ni antes ni ahora. Pero bueno, yo me había metido sola en el brete y estuvo bien porque sirvió para poner el arte al servicio de algunas causas que me hacen bien a mí y capaz le hacen bien a otras personas. Me doy cuenta por las devoluciones, especialmente de las gurisas, que muchas veces después de los shows vienen a agradecerme porque determinada canción es importante para ellas. Nada distinto, en definitiva, a lo que Sandra y Celeste hicieron por nosotras. Pero ellas se la jugaron en un momento mucho más adverso”.

Por las cantautoras admiradas que ahora son sus amigas, por el modo en que se siente a gusto en esta ciudad, es que Ana prepara un show en Buenos Aires con Julieta Taramasso en bajo y Sabrina Díaz en teclados (dos músicas super jóvenes de la nueva escena musical uruguaya) a las que se suman Juan de Benedictis y Javier Mattano en guitarras y Juan Clemente en batería. Para hablar de esto, muestra fotos con su banda que guarda en el celular. Después se anima con algunas de Hugo: en el colegio, con su perro, frente a un pianito que lo tiene extasiado ante los sonidos que puede sacar de ahí. Finalmente aparece otra foto, una donde Ana está cantando con Hugo en brazos, muy chiquito, en el Teatro Xirgu. “Fue una especie de presentación en sociedad. Es una foto que quiero mucho porque también está Pata. La gente me empezó a pedir que les presente a Hugo y así quedamos los tres en el escenario, creo que en 2018. Si te fijás, al costado, enroscado en el pie del micrófono, hay un pañuelo verde porque por esa época ustedes andaban muy movilizadas defendiendo sus derechos”. La música, la maternidad, las causas políticas, las perplejidades personales que la invitaron a seguir cantando. Hace una pausa y reconoce: “¿Ves? Todas estas son cosas en las que creo, a las que digo sí”.

Ana Prada presenta su disco No el 30 de junio a las 20 en Niceto Club, Niceto Vega 5510.