Los Juegos Olímpicos le otorgan un tinte irrepetible a cada año en que se disputan. Y 2004 quedó grabado con el refulgente color del oro en la historia del deporte argentino, a partir de las consagraciones de las selecciones de básquet y de fútbol en la Atenas cuna del olimpismo. Esa vuelta al oro tardó 52 años. Por fin, se pudo dejar de retroceder varias páginas en los anales de los Juegos para recordar el último momento de máxima gloria olímpica del deporte nacional, que había ocurrido en 1952. El 23 de julio de aquel año, los remeros Tranquilo Capozzo y Eduardo Guerrero ganaron la medalla de oro al imponerse en la prueba de doble par sin timonel en los JJ.OO. de Helsinki. En aquel año gobernaba la Argentina el general Juan Domingo Perón, que desde su primer mandato puso las bases y le dio desarrollo a una política de apoyo al deporte profesional y social, en la convicción de que su práctica conforma una herramienta para la promoción y el desarrollo de cada persona.

Los golpes que interrumpieron sucesivamente la vida democrática del país y enlutaron con sangre sus días –Revolución Libertadora, Onganiato, la última Dictadura Cívico-Militar– desde 1952 hasta 1983 hicieron trizas aquellas ideas y muchas de las estructuras construidas, y reservaron al deporte el papel de instrumento sojuzgado a las necesidades del poder. Esta concepción queda de manifiesto al comparar la cantidad de atletas que integraron las delegaciones olímpicas en los períodos de dictadura y en los tiempos democráticos en la Argentina. Por citar algunos casos, fueron 213 en Londres 1948 –record histórico–, cuatro años después hubo 123 en Helsinki. De aquella presencia numerosa se pasó a 28 en 1956, 69 en 1976 y ninguno en 1980, cuando la Dictadura decidió sumarse al boicot norteamericano contra los Juegos de Moscú. Esas cifras vuelven a subir de 1984 en adelante (118 en 1988, 178 en 1996, 143 en 2000), alcanzando en Río los 212 atletas, uno menos que en el lejano 1948.

Pero como no hay mal que dure cien años, llegó el inolvidable 2004. Argentina se hizo presente en los Juegos Olímpicos de Atenas con 152 deportistas. Otra vez nuestro país llegaba a la competencia de la mano de una política que apostaba al deporte como una herramienta social integradora. Salta a la vista la comunión de matrices entre aquel Perón de los años 50 y del presidente Néstor Kirchner, que había asumido el 25 de mayo de 2003 y que se las ingenió para darles a los deportistas los presupuestos necesarios para prepararse bajo las mejores condiciones y llegar a Atenas con la única preocupación de dar rienda suelta a sus capacidades. Esa convicción la reflejaban las declaraciones de Claudio Morresi, entonces secretario de Deporte de la Nación: “Una de las medallas más importantes que se tiene que colgar una nación es la posibilidad que tengan sus habitantes de hacer deporte. Y no deporte de alto rendimiento, sino deporte social: crear la conciencia y dar los espacios necesarios para que la gente acceda. A partir de ahí van a aparecer los talentos que empezarán a participar en las federaciones deportivas, para luego competir en cualquier lugar del mundo. Es esa pirámide la que hay que seguir sosteniendo y ampliando”, decía el encargado de llevar a la práctica el pensamiento del gobierno. Por esta forma de hacer, la décimo octava participación olímpica de la Argentina tuvo en Atenas el dorado brillo que había quedado herrumbrado desde 1952. Los números dicen que la delegación nacional obtuvo seis medallas: oro en fútbol y básquet y bronce en hockey sobre césped femenino, tenis, vela y natación.

El pico de esta inolvidable cita olímpica ocurrió el sábado 28 de agosto. Con horas de diferencia, el Himno argentino se escuchó dos veces. La primera, por el triunfo de la Selección de fútbol que comandaba Marcelo Bielsa, que se subió al lugar más alto del podio al derrotar en la final a Paraguay con un gol de Carlos Tevez, obteniendo el oro olímpico por primera vez en la rica historia del fútbol argentino.

Horas después tuvo su consagración la Generación Dorada. Con Rubén Magnano en la conducción técnica, el seleccionado argentino de básquet –que integraron Carlos Delfino, Gabriel Fernández, Emanuel Ginóbili, Leonardo Gutiérrez, Walter Herrmann, Alejandro Montecchia, Andrés Nocioni, Fabricio Oberto, Juan Ignacio Sánchez, Luis Scola, Hugo Sconochini y Rubén Wolkowyski– consiguió el oro olímpico. Aquel plantel fue el tercero en la historia de los Juegos que logró desplazar del primer lugar a Estados Unidos, que antes de Atenas se había impuesto en doce de las catorce ediciones que había disputado. Antes lo habían conseguido la Unión Soviética en dos oportunidades (1972 y 1988) y Yugoslavia (que ganó también la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, cuando Estados Unidos no participó debido al boicot político que ese país y otros realizaron en aquella oportunidad). 

Argentina llegaba al torneo olímpico vestido de candidato a una medalla por su actuación previa en el Campeonato Mundial de Básquet de 2002, en Indianápolis, donde había sido subcampeón por perder en tiempo extra contra Yugoslavia, tras una polémica jugada final que pudo cambiar el destino del título. Pero esos buenos pronósticos se transformaban en dudas cuando se confrontaba con la realidad de que al equipo nacional le había tocado el “Grupo de la Muerte” en la serie clasificatoria. Serbia y Montenegro, España, Italia, China y Nueva Zelanda fueron los adversarios en el primer tramo del camino hacia la gloria, y los conducidos por Magnano iniciaron su hazaña con un triunfo ante Serbia y Montenegro que tuvo como sello la inolvidable y agónica palomita de Ginóbili para el doble de la victoria.

Los resultados determinaron que Argentina enfrentara en cuartos ni más ni menos que a la selección local. Con el apoyo de su público, Grecia tomó ventajas claras que Argentina limó en el tercer y cuarto parcial sobre la base de un atributo que a esa altura era un sello: la garra. Ese cualidad más la apuesta permanente al juego colectivo resultaron decisivos en la semifinal ante el Dream Team de Estados Unidos, el gran favorito, el que había dado cuenta de España, el otro candidato. El partido se jugó el 27 de agosto y Argentina ganó 89-81 manteniendo superioridad de principio a fin, con un extraordinario desempeño de Emanuel Ginóbili, quien anotó 29 puntos. Aquel triunfo mereció el siguiente comentario publicado en el USA Today: “Los Estados Unidos no tienen más el invencible poderío en baloncesto que una vez tuvieron. Los mejores jugadores del mundo podrán estar en la NBA, pero el mejor equipo, hoy por hoy, es Argentina”.

La medalla de oro había quedado a la distancia de un partido, ante Italia, que también había sorprendido al dejar en el camino a Lituania, el campeón europeo. Sin Fabricio Oberto (con fractura en una mano), Argentina se impuso por 84-69. El oro llegó por obra y gracia de jugadores de jerarquía mundial, hermanados por un especial sentido de pertenencia al equipo y con un gran espíritu de sacrificio. Como corolario de una actuación inolvidable, Emanuel Ginóbili fue considerado el Mejor Jugador del torneo, en tanto Luis Scola fue considerado el quinto mejor jugador.

Las medallas de oro en los cuellos de aquellos doce héroes en Atenas 2004 quedaron eternizadas en una foto que retrató el nacimiento de un tiempo de gloria para el básquet argentino. Bautizado como Generación Dorada, aquel equipo sobresalió en cada torneo y sus integrantes alcanzaron prestigio individual tanto en la NBA como en las mejores ligas europeas. Pero sobre todo le dieron nueva fuerza a un deporte que en los años 50 del siglo pasado era una pasión popular, a la altura del fútbol y el automovilismo, a la que la Revolución Libertadora quiso hacer desaparecer, prohibiendo a sus máximos exponentes de aquellos días, del mismo modo en que lo hizo con quinientos atletas (el remero Eduardo Guerrero, la nadadora Enriqueta Duarte, el maratonista Osvaldo Suárez, entre ellos), víctimas de lo que el periodista Víctor Lupo llamó “genocidio deportivo”.