Hemos visto a los personajes de Judd Apatow crecer a lo largo de los últimos veinte años, desde Freaks and geeks probablemente. ¿Qué podría haber de nuevo en The king of Staten Island, coming of age tardía de un chico de 24 años que no puede despegar, solo que esta vez no está en Los Angeles sino en el distrito más ninguneado de Nueva York? La verdad, todo: ésa es la genialidad de Apatow. Después de películas como Ligeramente embarazada o Funny people, de ver una y otra vez a protagonistas cerradxs al amor, irresponsables, egocéntricxs o incluso cínicxs que aprendían la alegría de los sentimientos, la lealtad, el amor y la familia, claro que The king of Staten Island parece la misma película, de nuevo. Y claro que cualquiera que haya visto toda la filmografía de Apatow no tarda mucho en adivinar que su protagonista va a tocar fondo como el vago que es hasta que por fin empiece a enderezar el rumbo. Y sin embargo, Apatow (y no muchos aparte de Apatow) puede hacer de eso una gran película. En primer lugar, porque si bien es tentador encontrar lo autoral en la visión del crecimiento y la familia, a esta altura eso ya conforma una especie de estructura primaria sobre la que Apatow construye otra cosa. Se trata de películas armadas alrededor de algún comediante de turno al que Apatow le permite configurar el tono, darle una forma particular al mundo que se alimente de su gestualidad, cuerpo, estilo de comedia.

Esta vez es Pete Davidson, el integrante más joven de Saturday Night Live, el que marca el tono de la película. Y The king of Staten Island es rara y distinta porque él lo es: alejado de aquella primera camada de comediantes amados a los que Apatow hizo brillar y que le dieron brillo a sus comedias (Seth Rogen, Jason Segel, Steve Carell, Jonah Hill, Paul Rudd, Jason Schwartzman, Leslie Mann, Aubrey Plaza), Pete Davidson parece más un skater o un rapero al borde del colapso, un joven viejo que es asombrosamente parecido a Steve Buscemi y ya, a sus veintipico, tiene una amargura en la sonrisa que unx imagina que Buscemi adquirió en la vejez. Davidson tiene un perfil más naif en SNL, pero en The king of Staten Island compone un personaje dolorido y doloroso, con ese cuerpo flaco y curvado hacia el piso, una caricatura con algo de demencia en los ojos. Su personaje está quebrado porque el padre bombero murió cuando él tenía siete años y, si bien no sabemos qué pasó en el medio, lo cierto es que no pudo salir del sótano de la casa de su madre, del grupo de amigos con los que se junta a fumar porro y del escudo de “estoy herido para siempre”. Con perfecta fluidez, Apatow hace que el protagonista entre en el mundo del padre y se convierta en algo así como el hijo que no pudo ser. Ya se imaginarán el resto, Apatow es un optimista y debe haber pocos directores en la historia más enamorados de la conciliación, las segundas oportunidades, los afectos que te salvan la vida.

Pero todo eso que es Apatow se renueva en The king of Staten Island por el gran acierto de ubicar la película en la otra punta del país (valiéndose de la historia personal de Pete Davidson y de su entorno real), en un mundo que está además en las antípodas de Los Angeles en otros sentidos: white trash, pequeñas casas decoradas al uso de otra época, mujeres con peinados de los ochenta que gritan en la calle, una playa con yuyos que parece la costa de Quilmes… Apatow no insiste con Staten Island, no la muestra en toda su extensión como lo hace con Los Angeles, por ejemplo, en Love. Pero en cambio hace que todo, cada pequeño detalle de la película, tenga que ver con ese lugar: las calles (padres que gritan a los hijos “¡Mirá para los dos lados!”), la forma de criar, las gestualidades, el modo en que Marisa Tomei, más alucinante cada vez, levanta los brazos en señal de fastidio o usa las uñas… La lista es demasiado extensa pero no importa seguir, porque lo importante es que todo articula un mundo donde se lucha y se ama de cierta manera y ganarse la vida, trabajar duro para lo básico y no para el lujo (como en otras películas de Apatow) talla el crecimiento de los personajes, tanto como ese conurbano relegado en el que se saben —eso que no es, ni será, Nueva York—.