Un fantasma recorre la estación de micros de la ciudad cordobesa de La Falda. Un fantasma inquieto y juguetón, que observa con detalle y algo de melancolía lo que ocurre en ese lugar de tránsito permanente. Los pasajeros deambulan entre reflejos, el sol despunta en la mañana, los micros arriban con sus sonidos y su humo evanescente. El tiempo parece detenerse o estirarse sin límites, como en un sueño distante o en una aventura surrealista. Ese fantasma impertinente no es otro que la cámara de Gustavo Fontán, director de documentales mágicos y fascinantes, poeta de una imagen esquiva a la figuración, de un tiempo ajeno al calendario. La terminal es su última película, presentada como apertura del último Doc/BsAs, celebrada en festivales como los de Marsella, Hamburgo y Yamagata, estrenada en estos días en la Sala Lugones del Complejo Teatral San Martín en Buenos Aires. La terminal anuncia un nuevo viaje a esa extraña dimensión del documental que descubrió Fontán y que trae un mundo de perennes sensaciones, suspiros de viajeros que llegan y se van, que revelan sus amores perdidos y encontrados en ese bullicio, que se bañan de luz para internarse de a poco en la profunda oscuridad.

"Los sitios de paso son lugares donde se pone en evidencia lo transitorio", explica Gustavo Fontán en diálogo con Radar. "Una terminal, sobre todo una pequeña terminal como la de La Falda en Córdoba, se llena con la llegada de un micro o la inminencia de una partida, y se vacía inmediatamente. Por eso me resultó interesante ese flujo, lo que aparece y desaparece sin cesar. Al quedarnos un buen rato contemplando ese movimiento y al permitir que esa experiencia nos atraviese, necesariamente pensamos en algo de la vida y del mundo en el que vivimos". Los que observan y reflexionan no son fantasmas sino el pequeño equipo de trabajo de Fontán, integrado por la productora Eva Cáceres, el fotógrafo Ezequiel Salinas y el sonidista Atilio Sánchez, dedicados a mirar y escuchar lo que sucede y lo que se escapa al vértigo cotidiano, a las urgencias del ir y venir. Un estado de disponibilidad en el que lo que ocurre se atesora en las imágenes y los sonidos, se concreta en una plástica del espacio que contiene las alegrías de las bienvenidas y las tristezas de las despedidas, pero también la espera del próximo micro, el arribo de una nueva jornada.

"Una de las ideas que rigió nuestro rodaje fue que el que mira nunca se va", continúa Fontán. "Fue necesario, entonces, profundizar nuestra experiencia de permanecer días y días donde sólo se transcurre transitoriamente, y construir otro punto de vista. 'El que mira no se va para que sobreviva lo mirado', nos decíamos. Ese punto de vista, el del propio espacio al estilo de un fantasma, nos permitía articular la experiencia del tiempo que pretendíamos". Los que miran y los que pasan, dos experiencias del tiempo casi irreconciliables. Fontán imagina su cámara nunca como un mero testigo sino como un custodio. Un reloj que marca los próximos arribos, un lampazo que confirma la conclusión de un día de trajín, un amanecer que se demora en invierno. Lo transitorio del tiempo en la terminal, lo definitivo de lo que allí acontece: un viaje a una nueva vida, una adiós a un amor pasado. El cine como hacedor de la inmortalidad. "La vida, nuestras vidas, están sometidas permanentemente a esas tensiones. Cada instante está aquejado por algo. Creo que eso nos vuelve humanos. Hablar de experiencias humanas, para mí, es tener en cuenta esa fragilidad. Me encanta el cine que lo que cuenta está habitado por esas rasgaduras. Lo inmortal, tal vez, es la marca que persiste en nuestra memoria como una herida o una cicatriz".

"Córdoba x Colón" se vislumbra en varios de los carteles de los micros interurbanos. Anuncios que prometen un destino y una ruta. Los que suben y bajan por las angostas escaleras son obreros, estudiantes, gente de trabajo. Los que se quedan abren sus comercios, limpian las vitrinas de las máquinas con relojes o peluches, cantan a la espera de una propina, limpian la suciedad de los apurados transeúntes. Algunos llevan barbijos, otros bufandas. De fondo las conversaciones se pierden en el sonido del viento, en el silencio que contiene el perímetro de la terminal. La parada de taxis solitaria, las puertas vaivén que se abren y se cierran, los perros que aguardan y mueven la cola. "No quería observar este flujo de personas que vienen y van en cualquier población", revela el director. "Desde el principio pensamos en una terminal de ómnibus por la que pasaran micros interurbanos, aquellos que van de pueblo en pueblo llevando trabajadores y estudiantes. Las personas que decidimos mirar son aquellas que hacen esos viajes día a día para ir a trabajar o estudiar, y el movimiento es apenas lo visible de ese flujo. Porque esos espacios albergan, de algún modo, restos de las experiencias que ocurren allí o que portan las personas que las transitan: sus dolores, sus miedos, sus esperanzas. Algo residual, persistente y esquivo, que permanece en el lugar".

Pero La terminal no trata solo de viajes y de esperas. También hay amores que se confiesan desde las sombras. "Era mi amor, era todo para mí", dice una voz tímida, embriagada de cierta congoja. Otras hablan de sillas voladoras y flechazos, algunas de soledad y anhelo de compañía. La melodía del amor se entreteje como una escurridiza voz en off que atesora los besos efímeros, las declaraciones sentidas, las anécdotas más conmovedoras. ¿Cuál fue la pregunta del director a sus personajes? ¿Cuál fue el punto de partida de ese retrato de amores en tránsito? "La propuesta que funcionó como disparador fue preguntarles a los viajeros si querían contarnos sus historias de amor. Atilio Sánchez, el sonidista, se acercaba a quienes esperaban o se bajaban de los micros y les preguntaba simplemente eso. Algunas personas se negaban a responder, pero muchísimas otras confiaban en nosotros y las respuestas resultaron maravillosas. Luego hicimos la selección no sólo por la potencia de lo que decían sino por la posibilidad de acomodar esos fragmentos a la respiración de la película. Hay una respuesta que no grabamos y no me puedo olvidar. Alguien nos dijo que no tenía ninguna historia porque no sabía leer ni escribir".


La casa, estrenada en el año 2012, fue la última parte de una trilogía integrada por El árbol (2006) y Elegía de abril (2010). El espacio protagonista era el de la casa paterna, en la ciudad de Banfield, que vivía sus últimos días antes de ser demolida. Fontán filmaba allí el espacio con la misma avidez por lo eterno que ahora y la película se convierte hoy en un antecedente inesperado de La terminal, un recorrido inverso del fantasma que pasa de las cosas a la cámara. En La casa, el reflejo en un espejo manchado revelaba a una mujer peinando su largo cabello. Su estela se perdía en la próxima habitación, que dejaba entrever los escombros tras las puertas y ventanas. Los fantasmas asomaban tras las paredes, como los recuerdos, y la vida pasada del director se enredaba con su gesto adulto de registrarla, de perpetuarla. En La terminal los recuerdos son anónimos, de esos miles de viajeros que pasan y dejan su memoria dispersa en el aire. La cámara es ahora el fantasma que los persigue, los espía desde un rincón protegido. "Ambas películas comparten ese ejercicio de mirar y volver a mirar donde, en apariencia, ya no hay nada que ver", evoca el director en un intento de unir los fragmentos de su historia fílmica.

El cine de Gustavo Fontán comienza en los años 90, como antesala de la renovación cinematográfica de esa década, en sincronía con la tensión del documental con sus bases testimoniales. Su obra ha intentado conjugar la imagen y la poesía sin atender a lugares comunes, ha reinventado las ligazones con la literatura a partir de la colaboración con su compañera, la escritora Gloria Peirano, y de las adaptaciones literarias de Juan José Saer. Ha reformulado el concepto de trilogía desde la 'Trilogía del lago helado' (2017) integrada por Sol en un patio vacío, Lluvias y El estanque. Ha modelado una mirada propia y nutrida de citas, de Akira Kurosawa a Jean Renoir, del español Víctor Erice a la reflexión sobre el tiempo de Henri Bergson y Gilles Deleuze, de la poesía de Juan L. Ortiz a la mística luz de los impresionistas. Su obra no se mueve en línea recta, como él mismo confiesa, se mueve como el tiempo de La terminal, en una eterna elipsis. Sus imágenes esquivan el naturalismo, los preceptos materialistas, la geometría euclidiana de axiomas definitivos.

"Me siento cada día frente al árbol que se ve por la ventana y descubro que siempre hay algo nuevo para ver, que es infinito. Nunca se muestra en su totalidad, es enigmático. Es un ejemplo un poco simple, pero me gusta pensar un cine que puede construirse con el esfuerzo de tratar de ver algo donde ya creemos haberlo visto todo. Cuando encaro una nueva película nunca es bajo la convicción de que tengo algo más para decir sino de que hay algo nuevo para ver. Y siempre tengo miedo de que se me fosilicen los ojos. Cada vez que empiezo a pensar, a escribir, o a realizar una película, este temor se agudiza y me interpela, como si una voz inesperada me hablara y me advirtiera del riesgo. ¿Qué significa que se fosilicen los ojos? Aunque no lo sé, y por eso el temor y la pregunta perduran, ensayo algunas respuestas: ver sólo las apariencias, ver lo que ya vi, ver como indican las preceptivas de la industria, cada vez más autoritarias, deslindar lo visto, por exceso o por defecto, de la emoción que debería habitarlo. Es necesario, me digo, admitiendo la paradoja, ver como si fuera la primera vez; ver, de manera sosegada, lo que está vivo en el mundo".

En simultáneo con el estreno de La terminal, Gustavo Fontán publica un libro a través de la editorial cordobesa Cielo invertido. Se llama Cuadernos del merodeo y recopila los cuadernos de tres películas: la adaptación de Nadie, nada, nunca, de Juan José Saer, la escritura de Ramón Vázquez, una ficción que todavía no filmó, y las notas de rodaje de La terminal. "Anoto antes de subir al micro -comienza el capítulo "Pájaros de polvo"-, 20 de mayo de 2022, comienzo del viaje. Llevo mis talismanes, una pequeña piedra roja, un conjunto de flores secas. Algunas de ellas, que han perdido el color, parecen pájaros de polvo a punto de desintegrarse". El texto propone un recorrido oblicuo por el plan de rodaje, una mezcla de diario de viaje y de entramado de pequeñas ficciones alrededor de la aventura de filmar. Los protagonistas son el chofer del micro, el equipo de rodaje, algunos pasajeros anónimos, pero también la noche de frío que espera en La Falda y el río Cosquín en el que su padre le enseñó a pescar con una botella. Entre las letras se filtran los recuerdos que traen algunas fotos viejas pegadas sobre las hojas del cuaderno. Fontán proyecta el rodaje como un encuentro amoroso: la terminal que despierta para los viajeros recién llegados, los recibe dispuesta con sus puertas vaivén, los cuerpos como apariciones, el espacio como una tienda de antigüedades. Regalos, sonrisas, la imagen como un amor perdido.

"Trabajamos mucho con Ezequiel [Salinas, el fotógrafo] para poder dotar a la imagen de un espesor que la aleje de la transparencia. Eso lo encontramos en los detalles triviales convertidos en extraordinarios por lo que la luz, y su sombra, le provocan a los cuerpos y las cosas", destaca el director. "El trabajo de sonido estuvo regido por la misma idea: el espacio posee una dimensión temporal más compleja. Por eso buscamos que el presente albergue restos del pasado y promesas del porvenir. Las voces son restos de experiencias verdaderas que aparecen y vuelven a desaparecer". Un proceso tan libre como minucioso, librado al encuentro de lo fortuito y a la concreción de lo planificado. Un cine hecho de materia viva y al mismo tiempo trascendente, que sugiere una mirada única y compartida. Para terminar, una reflexión: "En una época que propone una conexión utilitaria con el mundo, en la que todo parece descartable, se vuelve necesario trabajar sobre una idea contraria. Grabar los restos de experiencias humanas donde ya no hay nada para ver y oír. No sé si lo tenía tan consciente al momento de rodar la película, pero sí ahora, en relación a la película y a lo que ocurre en el país. No puedo dejar de pensar en las consecuencias de los actos, en aquello que provoca lo que hacemos, aún lo más trivial. No lo pienso en un sentido moral sino en un sentido humano. Nada es inocente, nada es gratuito. Nadie sale o entra de la misma manera de la terminal. No puedo dejar de pensar en la necesidad de un nuevo humanismo".