“Dolor y rabia: dos disposiciones apasionadas. Si las sentimos, es señal de que seguimos vivos, lo bastante vivos como para percibir el mundo, para sentir pasión por aquellos a los que amamos, o por aquellos cuya vida es valiosa y debería ser tratada como tal. En otras palabras: si sentimos dolor y rabia, es que no hemos renunciado a nuestra capacidad de reaccionar ante el mundo”, extraigo este párrafo del libro Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, de Judith Butler, una serie de artículos escritos entre 2018 y 2019, años pre pandemia y de enorme movilización transfeminista. De hecho, más de una vez se menciona en esas páginas al movimiento Ni Una Menos entre otras formas asamblearias donde el propio dispositivo de la asamblea; por la interdependencia necesaria para que se organice, para que aloje a los cuerpos que necesitan de ese círculo para aparecer con su dolor, su necesidad, su rabia; es una forma de decir “estos son los cuerpos que están en peligro, estos son los cuerpos que persisten y resisten” porque están juntos para hacerse visibles, para darse valor.

Es un círculo: persistir, vivir, enfrentar el miedo, hacer visibles las vulneraciones, unirse para producir formas de decir basta, espacios para la dignidad de las vidas que denuncian la indignidad a que las condenan. ¿Qué vidas merecen ser vividas? ¿Qué vidas merecen ser lloradas? ¿Cuáles son los duelos colectivos que por tanto son políticos? ¿Cómo hacer fuerza común de la precariedad? ¿Es preciso amar para sentir dolor y rabia? ¿Cómo nos sostenemos? Las preguntas insisten en este tiempo de agresiones constantes desde el poder, en el que se niega la comida y se basurea al mismo tiempo a quienes la solicitan, cuando el ajuste es directamente asfixia para la mayoría de la población y transferencia de ingresos para la minoría más pudiente. Hasta se atreven a presentar un proyecto para derogar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo retrotrayéndola a los inicios del siglo pasado, cuando ni siquiera se tomaba en cuenta el riesgo de vida de la persona gestante. “Hasta se atreven”, porque es claramente una provocación, como intentar pegar a quien está en el piso. Pero aún golpeades, no estamos en el piso.

Las asambleas han vuelto a los barrios, se organizaron rápidamente a partir del primer cacerolazo masivo el 20 de diciembre, cuando salir a la calle después de un día entero de amenaza y represión a la marcha que cada año recuerda a los asesinados por la policía en el estallido de 2001 fue como una inyección de vida. Salir a la calle en esa noche en que se anunció el DNU con el que ahora gobierna Javier Milei habilitó la risa, la complicidad en la calle, “la resistencia por parte de los vivos y en nombre de los vivos” -dice Butler-, esa forma en que el cuerpo escapa del control represivo, de la amenaza del miedo. Desde entonces, las asambleas, que distinguieron también el proceso post estallido de 2001, empezaron a tomar los nombres de cada vez más barrios en Capital Federal, más territorios en el conurbano. Con las mismas dificultades que tienen las asambleas en donde se comparte espacio y tiempo con quienes tienen la gimnasia política de ocupar la palabra y muchxs vecinos y vecinas que necesitan participar porque cada quien en su casa solo suma indignidad a la indignidad de que todos los días te digan que tu calidad de vida, tu trabajo, tu comida no importan. Que el hambre no importa. En esa mixtura se produce a veces una ritualidad incómoda, la repetición de discursos que parecen ya muy masticados, la imposición de tomar decisiones prontas, las diferencias políticas de quienes están más enmarcados en los partidos políticos de izquierda o peronistas, o filo peronistas o como se dice habitualmente “del campo popular”.

Sin embargo, el dispositivo resiste, la asamblea en el barrio hace poner los pies y la experiencia en la misma tierra compartida. Salir a la calle con les vecines es una fuerza renovada, disloca lo que se sabe de como ir o no ir a una manifestación. ¿Quién amasa dulces para llevarlos a quienes pueden marchar? Una vecina. Es cierto, después pesan en el hombro de quien tiene que cargar la bolsa a pesar de que también hay que llevar los limones para contrarrestar los gases. Pero ese gesto también es necesario alojarlo. Una asamblea en el barrio es una invitación abierta, en la plaza, en el boulevar de la avenida principal, en el centro cultural; es un amparo, un refugio contra el miedo. En la Plaza del Congreso, antes de que se cayera la ley ómnibus y mientras el alarde represivo disparaba gases y balas de goma sin sentido, sin medida, las asambleas barriales aparecieron en la misma danza de retirarse y volver, de darse la mano para resistir la tentación de correr con el riesgo de atropellar a quienes estaban atrás, mirándose, cuidándose, contando que estuvieran todes les que habían llegado.

Es cierto que cantaban más contra la CGT que no llama al paro que contra las medidas del gobierno libertario que fragilizan todavía más la vida de todes. También es cierto que hubo columnas peronistas que entraron cantando contra los radicales y que la política partidaria tiene sus propias danzas. Pero las banderas pintadas a mano, esos vecinos y vecinas que llegan y sienten la pertenencia en el nombre del barrio y en una posición firme contra la crueldad y el despojo, esxs vecines tienen la oportunidad de cambiar también las dinámicas ritualizadas de las asambleas. De componer esos cantos nuevos, esos pasos de baile que se necesitan no solo para resistir el dolor y la rabia que nos protege de la indiferencia frente a la injusticia de este mundo que nos toca. Cada vez que alguien encuentra su voz en una asamblea en la que no había hablado, algo se repara, una forma otra de hacer política por fuera de las decisiones tomadas previamente, del verticalismo y el ágora que discute a puertas cerradas se abre como posibilidad común. Una persistencia de quienes se sientan o arman el círculo para proteger a las existencias amenazadas, los derechos amenazados, las propias subjetividades condicionadas por el miedo que es la constante más pura y dura con que este gobierno pretende acumular poder y obediencia.

Falta un mes para el 8 de marzo, esa fecha feminista que evoca una represión brutal pero sobre todo evoca la rebelión. Esa fecha resignificada masivamente en paro transfeminista e internacionalista, esa fecha en que tantos cuerpos y voluntades se ponen a marchar al mismo tiempo en el mundo. ¿Tendremos miedo de marchar por la calle? ¿Nos tiraran encima sus armas, sus pertrechos, los hidrantes, los gases, toda esa parafernalia que no pudo detener la movilización popular ni lograr que vecinos y vecinas salgan de sus casas aun con escasa experiencia política? Antes tenemos las asambleas que prepararán ese paro, tenemos incluso la provocación de pretender derogar la ley IVE que construimos en asambleas y en las calles a lo largo de décadas. Tenemos también las alianzas en las diferencias, y la chance de hacer sentir entre nosotres que el círculo de la asamblea propone esa persistencia que necesitamos para conjurar al miedo, para seguir inventando otras formas de hacer política. Para no olvidar que queremos cambiarlo todo, también la forma de intentarlo. Sentimos dolor y rabia, es el signo de que estamos vivos y vivas, que sentimos el dolor propio y el ajeno. Ese motor nos mueve. Ese motor es la potencia que nos alienta. Y el miedo, que arda.

* El miércoles 14 de febrero, a las 18, en Belgrano 2527 (ATE nacional) tendrá lugar la primera asamblea para construir el próximo 8M, Paro feminista internacional desde 2017.