En estos últimos tiempos, muy seguido, me vinieron a la cabeza algunas escenas del Mundial. Del día del triunfo, los penales, la tercera copa. Y el día que llegaron los jugadores, esa marea humana indiferenciada que serpenteaba autopistas y avenidas, ese paisaje de criaturas de todas las edades y géneros tocando la misma nota, envueltas en la misma red, cantando la canción.

Esas imágenes quedaron impregnadas de un estado de ánimo colectivo, porque uno no puede recordarse a sí mismo solo en momentos extraordinarios como ése. Mientras escribo, Milei hace su cierre de campaña en un estadio lleno y todos gritan que se vayan todos y no quede ni uno solo, y el hecho me advierte que los momentos de los que hablo pueden ser en sí mismos benéficos o maléficos, pero contienen la vibra de lo colectivo, y hasta los individualistas más individualistas y los anarcoliberales más anarcoliberales se necesitan entre sí, y también para ellos esos momentos fundidos en los otros serán profundamente emocionales, y quizá nunca sean pasados en limpio como una contradicción.

En momentos estresantes como éste soy de los que ven videos de perros, pero últimamente se me ha dado por sumergirme en esos recuerdos de sinergia popular. En el Mundial estábamos borrachos de autoestima, porque habían chocado planetas. Un fútbol adorable, jugadores empáticos, Messi de corazón por fin a corazón, el riesgo de que todo ese disfrute nos fuera arrebatado al partido siguiente, la euforia por la hinchada argentina en Qatar, bueno, y se dio la victoria.

Que yo me acuerde, nunca vi ni sentí ni registré tanta pertenencia a una identidad asumida por tantos millones de personas al mismo tiempo. Y lo que quiero decir es esto: el recuerdo del Mundial me ha funcionado como un antídoto para alejar el miedo de que hayamos perdido, como país, el sentimiento de la argentinidad. De la argentinidad que se expresó en esa gran fiesta, y que incluyó a los pibes de Malvinas. En la identidad colectiva que emergió surrealista esos días, no se olvidan los pibes de Malvinas ni los del crucero General Belgrano, y no importa si uno tiene 60 o 18. No se olvidan. La argentinidad hermanada, la que tiene valores y la que sabe ganar. La que nunca se arrodillaría ante Gran Bretaña ni admiraría a la mujer que dio la orden de hundir el Belgrano.

Este 17 de octubre se conmemoró un día emparentado con esos momentos de sinergia colectiva, aunque en un tono muy distinto, político, el de las patas en la fuente. Y en Arsenal, también se vibró un aire de difuminación de lo individual y la fusión en lo colectivo. Esta vez, el matiz era abrirle multitudinariamente la puerta a la esperanza de darla vuelta.

John Berger decía que hablar de amor es complicado, porque siempre se tiende al amor feliz o al desgraciado, sin los matices de la mayoría de los amores perdurables. Y que prefería pensar en esos momentos en los que entre dos personas o entre miles o entre millones de personas se producía una chispa vital y sincrónica, mutua, recíproca, más fuerte que la propia voluntad. Esos eran, decía, los momentos por los que vale la pena vivir. Los que a uno lo sacan del yo. Los que nos siguen sosteniendo cuando el encanto pasa y luces y sombras vuelven a sus lugares.

Me aferro como una mula a eso que sentí en el Mundial y que fue verdad. Este no es un país de mierda. Es el nuestro. La tierra santa. El lugar en el mundo en el que nacimos y moriremos, y donde se han disuelto aquellos a los que hemos amado. Me es imposible concebir que sea entregado a los que no tienen patria ni amor por los colores de la camiseta, los mismos de la bandera.

Lo que necesitamos es que de una puta vez se den las condiciones para que ser argentinos y argentinas sea un orgullo mucho más seguido. Necesitamos, para dar el salto, a alguien que se anime a reventar a los grandes y pocos jugadores de las corridas cambiarias, por ejemplo. No había pasado nunca. Necesitamos recuperar el Paraná. Necesitamos acceder al Lago Escondido, porque todo sabemos que no se trata de un rico veleidoso sino de un enclave geopolítico antipatria. Se necesita ese tipo de coraje.

Seguro no será la salida que los jubilados se paguen los remedios, que los pibes se queden sin escuela, que los trabajadores se queden sin indemnización, que repongan el impuesto a las ganancias, que sigan en sus despachos los jueces y fiscales que arman causas o aplican la puerta giratoria para los delincuentes, que los discapacitados se queden sin pensiones, que las provincias sean abandonadas a su suerte, que escupamos la tierra en la que nacimos y se la regalemos por espejos de colores a los buitres, que andan interesados entre otras tantas cosas en Vaca Muerta.

Lo demás es merchandising en una época de cabezas limadas y como dice Bifo Berardi, “una demencia colectiva” encarnada en nuevos totalitarismos. El totalitarismo de mercado asociado a subespecies de tecnócratas financieros representa la amenaza letal a la especia y al planeta.

 

Los que piensan votar eso, si festejaron el Mundial, ¿dónde se metieron la camiseta?