He sido periodista toda mi vida adulta, y la experiencia me llevó a tropezar muchas veces con fenómenos de la comunicación que están lejos de mi entendimiento.

Uno de ellos se relaciona con el modo en que ciertas circunstancias históricas vuelven a los pueblos o a partes de ellos receptivos a los cantos de sirena de sus enemigos y refractarios a cualquier intento de prevenirlos de los muchos peligros.

Aviso que no me estoy poniendo en el lugar del esclarecido: cometí demasiados errores en materia política y más de una vez me he arrepentido de mi propio voto (aunque tampoco me consuela pensar que no he sido el único).

Pero no todas esas experiencias desconcertantes se relacionan con el voto. Por ejemplo, en los días del golpe de Videla discutía con el diariero de mi barrio a partir de su comentario de que “por fin echaron a la perona”.

Reconociendo que el de ella fue un gobierno pesadillesco, pregunté al diariero por qué suponía que los militares serían una opción mejor.

Argumenté que habíamos vivido bajo gobiernos militares y, además de que nos oprimieron, mataron y cancelaron nuestras libertades, todos nos dejaron peor.

Me contestó: “¡Nada puede ser peor que esa puta!”.

Imposible -y poco prudente en ese momento– persuadirlo de que nos esperaban días terribles (tampoco yo me imaginaba la profundidad de lo que venía).

Al cabo de seis años de la dictadura más negra, los militares se lanzaron a su último gran emprendimiento: la ocupación de Malvinas y la guerra contra la potencia británica.

Como todos sabemos, la Plaza de Mayo se llenó para vivar a Galtieri elevándolo a líder de una gesta histórica. Y, entre la multitud, estaba presente alguien cercano a mi, hiperpolitizado, que tres años antes había sido secuestrado, mantenido desaparecido en el Vesubio y torturado por su militancia en la izquierda.

Toda su dramática experiencia como víctima de la Dictadura no alcanzó a prevenirlo en ese momento de la disparatada aventura de guerra en que nos sumergió el partido militar en su fuga hacia adelante.

Por esos días fui testigo en la redacción de Clarín de la euforia que provocó en muchos colegas la guerra de Malvinas.

Si para mi era delirante lo que estaba sucediendo, me resultaba sencillamente demencial que mis colegas tan informados saludaran la aventura con comentarios del tipo de “Los militares, al tomar esta causa tan sentida por el pueblo, dependerán de él más que nunca y no tendrán más remedio que hacer un giro a favor de otras causas populares”.

El clima eufórico de la redacción volvía inaudibles mis comentarios de que estos militares golpistas, tan cercanos a Washington, tan criminales, tan enemigos del pueblo en sus políticas económicas y sociales, lanzados al Operativo Malvinas apenas tres días después de reprimir brutalmente la marcha de Ubaldini con decenas de miles contra la Dictadura, nunca podrían mutar en defensores de las mayorías y, en cambio, nos sumergirían aún más en decadencia.

Lo comenté en la redacción con Hermenegildo Sabat, de quien muchas veces admiré su lucidez (aunque no siempre), y él me respondió:

“No quiero pensar cosas extrañas, pero aquí es extraño pensar”.

En su libro La espiral del silencio, la politóloga alemana Elizabeth Neumann sostiene que “la tendencia de esta espiral es enmudecer a quienes prestan o tienen posiciones diferentes a las mayorías”.

A mediados de los años ´90, cuando ya nos había golpeado de lleno el tequilazo, que llevó a la quiebra a más de 40 bancos, especialmente los nacionales, la desocupación ya llegaba a dos dígitos y Menem buscaba su reelección, escuché el delirante razonamiento de un taxista: “Estamos en un quilombo, y el único que nos puede sacar es el que nos metió en el quilombo: Menem”.

Por muy disparatado que suene el fundamento, las mayorías volvieron a votar a Menem.

Por supuesto que se dieron otras circunstancias en que yo desoí mis propias advertencias y sucumbí a los cantos de sirena:

En 1999, cuando De la Rúa ganó la interna contra Chacho Alvarez para las presidenciales, yo era director de la revista Trespuntos e impuse, contra la resistencia de algunos colaboradores, la idea loca de hacer una tapa con la pregunta de “¿Dónde pongo mi voto progresista?” y el dibujo de un gran culo como respuesta.

Tres meses después, yo mismo votaba a De la Rúa con el razonamiento infantil de que siendo el Chacho Alvarez vicepresidente no permitiría un giro a la derecha.

Resultado: con el nuevo gobierno, sobrevino la segunda fase del menemismo, la terminal.

Pasó lo que pasó, transcurrieron los años del kirchnerismo, y en 2015 pregunté a un dirigente sindical de extracción alfonsinista cómo era posible que acompañaran en una fórmula a Macri, cuando todo hacía prever que su gobierno sería un desastre para las mayorías.

El sindicalista, un hombre de opiniones habitualmente sensatas, segundo en la conducción de un gremio estatal con un perfil de clase media, me respondió que los radicales no tenían un candidato propio más competitivo que Macri y que, de todas formas, no pensaban ocupar puestos importantes en el gobierno de coalición, con lo cual no sufrirían un eventual desgaste.

Es cierto que en ese final del gobierno de CFK ya estaba a pleno la grieta, que blindaba los oídos frente a opiniones opuestas.

Hoy no se si hay una grieta que separe las opiniones peronistas de las de los seguidores de Milei, con un nivel de odio como la que hay con los cambiemitas.

Aunque la inflación no controlada, el enojo de los que se sienten excluidos y la ingeniosa idea de “la casta” cumplen la misma función de blindar oídos jóvenes y no jóvenes frente a la advertencia de que un eventual gobierno de ultraderecha va a profundizar la crisis a niveles abismales.

Está claro que en el peronismo se impone una militancia sin desmayo para dar vuelta los resultados de las PASO.

Lo que resulta más difícil de identificar es el camino militante eficaz para detener esa suerte de hipnósis colectiva.

En la Odisea, Ulises lo solucionó atándose él y todos sus marineros para inmovilizarse frente a la tentación suicida.

 

Pero los nuestros son los tiempos mucho más complejos de la democracia, que no tiene demasiados reaseguros contra el pensamiento mágico.