La escena es altamente improbable pero no importa. Porque es tan elocuente que, nobleza obliga, hay que darla por cierta. Por las escaleras, unos amigos bajan un piano de un sexto piso. “Destrozado, cuarenta tonos abajo”, cuenta ella. Tenía poco más de veinte. Un profesor le había dicho: no más clases de guitarra. “Tocá el piano”, dice que le dijo. Y así fue. También es elocuente la postal de esta tardenoche porteña: Gardel, su gato blanco y gris, duerme sobre la funda de una guitarra, cerca del piano y de una estufa.

Lorena Rizzo es cantante, compositora, docente. Sobre todo las últimas dos. Dice que podría componer sin necesidad de publicar. “La composición es lo más para mí. Y la escritura de la canción. Eso es lo que me gusta”. La música estuvo siempre en la casa familiar, con sus amigos, a mano para la escucha. Pero nunca como posibilidad. Aquí y allá: hija de un ex detenido desaparecido vivió un tiempo en España, a comienzos de los ‘80. Luego de algunos años de estudio –guitarra, mucho piano clásico, teatro– el guitarrista Edgardo González (miembro de Bombay Bs As) le insistió con grabar un disco. La vio en vivo, le gustaron sus canciones. Ella dice: “Siempre estuvo la música en casa, por mis viejos y mis abuelos. Yo tocaba horas pero con la música no iba a ir a ningún lado. Nunca pensé en grabar discos”.

Su debut fue con Torpes bondades (2012) con González como productor. Una cancionística en estado germinal. Cierto espíritu trovadoresco. Asomaba un estilo: uno que pendula, entre otros, cerca de Albert Pla y Leo Maslíah. En una de aquellas canciones canta: palabras vestidas de ideas. Rizzo y González, hay que imaginárselos juntos: ella y su arrebato gestual, eléctricas las manos; él, un franciscano, su pelada y sus pocas palabras como sentencias. Su segundo disco llegó en 2018: Documental. Esta vez, casi todo gira alrededor de historias de personajes inventados. O inventados a medias.

Después de años y años de tenerlo se reencontró con un álbum de fotos viejas. Un amigo lo había encontrado en la calle y se lo regaló. “Te va a servir” le dijo él. “¿Y ese álbum de mierda?” le preguntó su madre. “Lo tenía desde los 21. Nunca entendi porqué me lo dio. Me mudé quinientas veces y siempre lo llevaba. Cuando finalmente le di bola, me obsesioné. Arranca en 1914 y termina en el sesenta y pico. Inventé una historia: este es el hijo, esta es la tía, esta es la madre”. Y agrega: “Me puse re mal cuando al final del álbum la madre se muere. Típico álbum familiar. Es una vida común, pensé. Eso me emocionó. Ahí me dije: tengo que hacer algo con esto. Me acuerdo de haber desparramado algunas de las fotos por el piano, en el atril. Le voy a hacer canciones a esta gente”. Finalmente, esas canciones terminaron conformando el gran trabajo que es Documental. La nostalgia hecha música y narración. “Fue hermoso hacerlo. Me gusta escucharlo. Creo que es lo mejor que hice hasta el momento”. Aunque no sea genérico, lo cruza un aura tanguera y folclórica. Sí hay vals, aire de zamba y de candombe. Canción porteña y rioplatense.

Pasaron otros seis años para un nuevo disco. “Me gusta ese tiempo. Que te pasen cosas. Tardar, encontrarlo”. El tercer día es distinto a los anteriores. Sólo piano y voz. Apenas si hay poco más: mensajes de audios, coros. Todo es de ella. Diez canciones repartidas en apenas veinte minutos. Canciones como miniaturas o microrrelatos que, en esa brevedad, hacen encajar un mundo hondo, original. “Fue como: ‘¿A ver Flaca qué hacés sola?’ Quería saber si era capaz de tomar decisiones sobre el disco y las canciones. Estoy re contenta. Pero aprendí que no volvería a hacerlo sola: está buena la voz, la mirada de otro”. Se registró en plena pandemia, atravesando y curándose de una enfermedad. “Lo grabé con 40 grados de fiebre. ¿Uh, con la voz así voy a grabar? Y me dije: ¿Y si dejás la voz, la toma así?” Así fue. Es más, hay momentos donde se escucha la respiración bajo ese estado. Por ello estas canciones son como pequeñas criaturas febriles, oníricas.

El dibujo de tapa es de lo primero que pensó: una mujer con una jaula en la cabeza. Luego tomó forma definitiva: un cielo prendido fuego, un pájaro afuera de la jaula, que es la cabeza de una mujer, que asoma desde el agua, agua que a su vez está formada por nubes. Cielo e infierno, tempestad y calma, arriba y abajo, agua y aire y fuego. Azul y rojo, noche y día. Lorena hizo de estas canciones su propio óleo: pintó su propio Jardín de las delicias. Pero atención, El tercer día no es ni triste ni oscuro: es melancólico. Es más, ella misma lo define como un disco, sobre todo, luminoso.

Si en su gran disco anterior trabajó con el pasado ahora pareciera hacerlo con el futuro. O al menos, con un presente distópico, raro, encendido. Sus tres discos cargan un espíritu dramático, teatral. Y melancólico. Será por sus historias trágicas y grotescas, por cierto humor irónico, por cierto histrionismo. Aunque ella se defina muy tímida. “Creo que ya entendí. Me da vergüenza exponerme porque soy muy tímida. No es pavada para mí mostrarme”. Y agrega: “Me siento en un buen lugar en la música. En mi mundo, que es así chiquito, me siento respetada. Voy a cumplir 43 años, quiero estar en paz. En mi vida. Si hay algo que no me va a dar esa paz, me voy. Música voy a hacer toda la vida”.

El tercer día tiene pasajes preciosos. La búsqueda está en la armonía, en la melodía, no en el virtuosismo. Vamos: en la canción. “Este es más minimalista. Y me trajo otra gente, que en el otro no había. Son dos discos muy distintos. El piano es otra cosa y seis años es mucho tiempo. Me costó no meter más cosas bien pianísticas. Me gustan los moños en las música pero en piano me parece que me gusta más otra cosa, los acordes más clavados. Siempre pensé que para hacer un disco de piano tenías que ser virtuoso y sonar complicado. Hay canciones que tienen cuatro acordes. ¡Hermoso! Fue un logro llegar ahí”. Dice que durante le hechura del disco volvió a Morrissey, a algunos cantantes elegantes. Aunque luego dirá, finalmente, que la mayor influencia son sus amigos, esos que admira. De todos modos, ella ya cantó su secreto: tiene una brújula brillante de papel. Que la guía. Y ahí va.