Como un tajo de luz que refulge manso y que cruza la noche. Ambas, la noche y la luz, en su punto justo. En su condensación, podría decirse, perfecta.

Melina Moguilevsky es cantante, compositora, docente. Pero, sobre todo, lo primero. Porque, por ejemplo, hay una pregunta equivocada que ella, con la naturalidad y el gesto que la caracteriza –o sea, sonriente y en un decir amable- despeja enseguida. No es el piano ni la guitarra su instrumento. Es la voz. Piensa su música y sus canciones casi siempre desde allí. “Me siento totalmente adentro de la música desde la voz. Compongo desde ahí. Eso aparece en el carácter, en la forma de mis canciones. Siento que todo surge desde allí, todo aparece cuando empiezo a cantar. No solo es un instrumento más, sino que el canto es el primer instrumento que hubo, que hay. Y uno muy complejo, porque está todo del lado de adentro” dice.

Su linaje está marcado por la música desde siempre. Es hija del reconocido músico y compositor Marcelo Moguilevsky. Recuerda, por ejemplo, las lecciones que le tomaba camino a clases, en los colectivos de las líneas 39 o 140. Y por el lado materno, siempre la poesía. El poeta Alberto Szpunberg era el tío abuelo de su mamá médica y artista plástica. “Era cotidiano el contacto con todo ese mundo. Casi sanguíneo. Esos momentos en los que ella estaba muy a full con las guardias, a veces mi viejo me llevaba a los ensayos en la mochilita y tocaba conmigo encima”. Tuvo un largo recorrido de estudio por diferentes escuelas e institutos. Su debut solista fue con Arbola (2012). Le siguió Mudar de 2016. Aunque la rúbrica de aquellos discos la ubicara en plan solista, había conformado una banda estable. De hecho, el sonido de ambos trabajos tiene esa impronta y de alguna manera podía pensarse en cercanía con el folclore o con el jazz. “Puede ser que haberme ligado a músicos del jazz o de folclore, hizo que la sonoridad se fuera un poco hacia ese lado”. Después de algunos años de silencio discográfico –más no de quietud-, hacia el filo del 2022 editó su flamante tercer disco, Huecos; poniendo patas para arriba su sonido y recorrido.

Foto: Juan Mathe

Al tiempo que apura lo poco que le queda de su café sin azúcar y mientras su gato Batato le anda cerca, cuenta: “Sentí que algo de lo que venía haciendo con mi banda, que era un sexteto increíble, después de muchos años se había agotado. Me di cuenta que necesitaba hacer música desde otro lado. Y me di bola. Me metí un poco hacia adentro y empecé a investigar. A veces es difícil darle bola a eso en medio de giras y tocando y demás. Más allá de la banda, necesité un poco de tiempo para ver qué música había”. Es más, recuerda que fue justo después de un gran concierto que compartieron con Juan Quintero que se dio cuenta de ello. “Había sido medio épico ese recital y me cayó la ficha de que ese era el último en ese formato”. Y agrega: “La estética se fue hacia otro lado. Si bien en las composiciones hay cosas que reconozco son propias de una determinada forma, apareció algo nuevo”. Eso nuevo tuvo sus años de recorrido y es lo que finalmente se escucha en su nuevo trabajo.

De algún modo, Huecos funda un cancionero nuevo en Melina. Es, definitivamente, otro sonido. Uno sin ataduras. Disco breve –media hora exquisita- que encuentra su hechura en tres personas. Además de la propia Melina; hay que señalar a Juan Belvis y Lulo Vitale: productores del disco, además de músicos y ejecutantes de casi todo lo que suena. “Cuando termino de reunir estas canciones, tuve ganas de modificar las formas de cómo había trabajado antes. Me dieron ganas de ir a explorar al estudio. Hay un montón de cosas que aparecen en el disco; ruidos, susurritos, voces que tienen que ver con eso. Empecé a armar esas capas y llevé todo eso a la primera reunión que tuve con Juan. Estaba muy para adentro y me costaba mucho arrancar” comenta. Y agrega: “Era como un ovillo y necesitaba ayuda con esto. Alguien que me sacara de mi cabeza. Le dije: ´Necesito explorar otra manera de hacer esto, porque me ahogo adentro mío´”. Ella se confiesa fanática de Ocho, el ensamble de Belvis que cuenta con dos discos bellísimos en su haber. Y algo de ese sonido se trasladó aquí. Así, los tres se reparten un sinfín de instrumentos y cosas: guitarras, pianos, sintetizadores, percusiones, voces, coros, arreglos de vientos y de cuerdas, violines, flauta, bajos y contrabajos, chirimbolos. Además hay varios invitados: Vitor Ramil, Candelaria Zamar, César Lerner, Pablo Jivotovschii, Fernando Kabusacki, Javier Mareco y más.

Foto: Juan Mathe

Al disco, entonces, podría pensárselo desde la canción experimental. Una no pasada de rosca. Porque, por ejemplo, a pesar del barroquismo de su instrumentación no suena saturado. Más bien lo contrario. Despide un aire de intimidad. Quizás, más exacto aún, de introspección. Y de nocturnidad. ¿Quién dijo que para hacerse escuchar hay que gritar? Tiene sus pasajes, por decirlo de algún modo, más grooveros. Por ejemplo, en "Lluvia". El único enlace genérico puede encontrarse en el aire de vals "Todo el sentido". El resto es bastante libre en su belleza y forma. Por momentos, todo suena como el caparazón de un caracol partiéndose. Un estallido ínfimo. Vale escuchar, por ejemplo, todo lo que pasa en "Respirar" o "Algo que hacer". “Me imaginaba la banda sonora de una película. O de cada canción. Quería era encontrar ese paisaje sonoro. Cada tema con un sonido propio”. El disco cierra con "El fuego" y la letra corresponde al poema del mismo nombre de Leopoldo “Teuco” Castilla. La música se despoja paso a paso. Es un irse lento mientras se escucha cantar: “Por los pajonales anda suelto el fuego. Mal matando hambriento/No se sabe la laya de ese animal, no se le conoce el pasado, sí el rencor/ Dice que todo es de él o que él es todo. Se cree un Dios porque ilumina muriendo, por eso arrasa montes, casas, las cosechas”. Suena, en efecto, a despedida. “Ese poema tiene una cosa muy oscura y poderosa que se me vino encima. Era muy para arriba pero saqué todo. Necesitaba que se escuche la letra y que se viaje de esa manera. Esa canción carga, carga y luego desarma y desarma”. Por último, dice: “Fueron seis años de estar para adentro. Es muy fuerte. Por eso quise hacer una suerte de ritual con la escucha del disco antes que saliera, ahí mismo en la casa de los Vitale. Muchas veces la música queda como en última instancia frente a tanta vidriera y tanta superficialidad. Eso me puso un poco en crisis. La demora se debió a ello”. No estaba callada. Estaba tomando aire. Lo dicho: canciones como un tajo de luz, cuando mansa es la noche.