El No future se está quedando sin socios. Cuando en mayo pasado se agotaron las entradas para Green Day y Billy Idol –en menos de una semana–, el detalle no se le escapó a nadie. El monarca de la Generación X llegaba al país con sesenta y seis años; los príncipes del punk acababan de cumplir los cincuenta. Para colmo, venían de cerrar el Hella Mega Tour por Europa –junto a Weezer y Fall Out Boy– lanzando el esperanzador single “Pollyanna”, en el que arrancaban: “Días de lluvia y hojas de afeitar / Creo que es hora de subir las cortinas / Es maravilloso estar vivo / Todo va a estar bien”. ¿Dónde dejaron la bandera inflamable del “vive rápido, muere joven”? En la noche del domingo, frente a un estadio de Vélez Sarsfield repleto, torcieron la sonrisa y dejaron la respuesta flotando en el viento: acá pasaron cosas.

A las seis en punto de la tarde, Bastardos del Under, los teloneros de Green Day y Billy Idol, se subieron al escenario para asegurarse a ellos mismos que no estaban adentro de un sueño. O que podían seguir ahí metidos. La banda de pibes sub 20 formada hace un año en Moreno, con seis canciones reunidas a los tumbos en su EP homónimo, tocaba en un estadio. A mediados de año habían lanzado una campaña por Twitter para tocar con Green Day. Nadie les dio bola. Salvo el mismísimo líder del trío californiano: Billie Joe Armstrong. Recibió el mensaje, los escuchó, subió un par de historias en su Instagram hablando de ellos y los puso adentro de la fecha. Bastardos del Under tocó su repertorio de ADN estrictamente ramonero como si se tratara de un puñado de brasas encendidas. Encapsulados en su propio Mondo Bizarro –y hasta riéndose con un pedacito de “Satisfaction” en “Sarastone”– despejaron la incógnita: todavía se pueden hacer canciones por fuera del panóptico de la música urbana.

Poco antes de las ocho, el cielo se cerró como un presagio. Las nubes de tormenta eran el preámbulo para el regreso de Billy Idol a la Argentina después de 31 años, quien tendrá también su noche propia este martes en el Luna Park. La pantalla gigante detrás del escenario mostraba una ciudad vacía, hundida en la niebla, un cartel de neón azul flotaba sobre un callejón sin salida. El pegajoso riff de "Dancing With Myself" puso a Idol en escena. Campera de cuero negra, cadenas y candados colgando del cuello, el cuerpo pesado, el rostro metálico y el borde del labio levantado como por un alfiler de gancho. Un Blade Runner llegado desde el distrito más distópico de los ochenta, reclamando su corona.

Los fogonazos de “Flesh for Fantasy” y “White Wedding” marcaron el pulso de la hora y monedas de su show. Una banda ajustadísima y un ídolo que mostraba sus cicatrices. Los riffs de su histórico ladero, Steve Stevens, ponían el estadio a bailar mientras Billy Idol buscaba la fuerza perdida de su voz. Quizás donde más expuesto se lo vio fue en la metafísica “Eyes Without a Face” y en “Bitter Taste”, la árida y etérea balada de su último disco, The Roadside. Está bien, parecía decir Idol con su sonrisa maléfica, no tenemos la voz pero tenemos las canciones. Montado sobre los corceles ciberpunks de “Blue Highway” y “Rebel Yell” se retiró dejando una enigmática frase a sus espaldas: “Nos vemos dentro de otros 31 años”. ¿Quién puede asegurar que no sea así?

Billy Idol

Hay que darle el crédito: Green Day podría ser la única banda que hace saltar a un estadio sin estar en el escenario y con una canción que no le pertenece. A las nueve de la noche, la clásica presentación del trío –que en realidad ya es un sexteto que suma guitarras, teclado y saxo– ponía las cosas en el lugar que quería. Celulares encendidos y todos cantando “Bohemian Rhapsody” como si no existiera el mañana. El conejo borracho sobre el escenario con “Blitzkrieg Bop” y la ferocidad de “American Idiot” como carta de presentación, lanzada bajo fuegos artificiales. Enseguida las explosiones: bombas de estruendo cayendo como desde aviones de guerra en “Holiday”; petardos y una invitada subida desde el público en “Know Your Enemy”. Apenas terminado el tercer tema, con Billie Joe arengando desencajado su eeeooo para que el público le responda, exigiendo que canten, que griten, que bailen, Green Day ya tenía montada su propia sucursal del infierno.

“Para subir, primero hay que bajar”, aseguran los Evangelios. Y la banda favorita de Dios lo tomó como metodología revolucionaria. Un paso por el “Boulevard Of Broken Dreams” abrió el camino para los ataques paranoicos de “Longview”, “Welcome to Paradise” y “Hitchin a Ride”, ya con el fuego saliendo a llamaradas desde el escenario. La decisión era clara: vamos al hueso. Fueron veinte temas con base en Dookie y American Idiot, permisos especiales para una versión devota de “Rock and Roll All Nite” y el punk con guitarra acústica de “Minority” y “Waiting”, sumando los solos del “baterista más peligroso del planeta”, como definió Armstrong a Tré Cool poco después del delirio que desató en medio de “King For a Day”.

La narcótica línea de bajo de “She”, con Mike Dirnt al frente de la banda, anunciaba que el final estaba cerca. Ya habían quedado atrás “Basket Case” –entre más fuego y bombas de estruendo– y la elegía anti armamentista “21 Guns”. Restaba el último camino del héroe, con Billie Joe encarnando su “Jesus of Suburbia” y despidiéndose solo con su guitarra acústica, en una precipitada versión de “Good Ridance”. En el abrazo final que se dieron los tres se podía leer su propia e inmutable definición del punk: “para nosotros, esto siempre se trató de una fiesta”.