La inminencia de su muerte no detuvo el yiro de Bárbara Bianca LaVogue, no pudieron parar su manera eléctrica de ir a la deriva precipitando su arte que mezclaba siempre glamour y marginalidad a risotada limpia. El anuncio de un cáncer terminal irreversible ni siquiera la postró en un hospital: “No pienso someterme al sadismo perverso del sistema médico”, dijo. La artista, drag queen, clubber, couch de supermodelos y mostra fashion o simplemente LaVogue siguió firme, siguió encendida hasta los últimos días, en la deriva en la que vivió el vértigo de sus 47 años. 

Aunque sí estuvo internada en Toxicología en el Fernández, aunque sí pasó por el Muñiz, en ninguno de esos hospitales, de los que igual huyó, fue la enferma terminal que puede pintar un melodrama típico. Para nada. Bianca usaba los pasillos de los hospitales como pasarelas de su moda enérgica y descontrolada, las paredes las convertía en galerías de sus pinturas y dibujos de trazos libertinos, los balcones y los jardines eran sus puntos de encuentro y complot de artistas queer sin límites. 

“Siguió pintando aún estando muy enferma. Colgó un cuadro de ella en los pasillos de Toxicología del Fernández, donde estaban esos cuadros medio deprimentes que imitan a los clásicos, descolgó uno y colgó uno de ella que estaba enmarcado ya, que no sé por qué lo tenía ahí con ella. Y me mandó a comprarle unas hojas a una librería de la calle Santa Fe y unos marcadores flúo y acuarela, y pintaba en los balcones de Toxicología que daban a la calle Cabello. Y se hizo amiga de todas las chicas internadas ahí y colgó las obras para alegrar el ambiente, y de paso cuando sus amigas la iban a visitar les vendía obra. Esa fue su última muestra”, recuerda el archivista y editor Juan Queiroz, uno de los amigos que la acompañó en sus últimas semanas. Y en una de las visitas al Muñiz, en el jardín, un 18 de enero de 2018, Bianca le dictó su autobiografía en archivos de audio a Queiroz, para que sea publicada de manera póstuma, porque ella moriría pronto, unas semanas después en el Hospice San Camilo, un centro de cuidados paliativos que eligió para exiliarse del sistema médico. 

Y esa biografía oral, que tiene algo de última performance sembrada en un jardín, se llama Comés Dios y cagás Diablo gracias a que la editorial Caracol, al cuidado de Santiago Villanueva y Nicolás Cuello, cumplió el deseo final de LaVogue de publicarla junto a parte de su obra como artista visual, una serie de 40 dibujos entre 1999 y 2017, de más de una decena de colecciones que atesoran una obra muy dispersa, que también es testimonio fundamental del pulso con el que vivió. En autorretratos, en rostros amigos, en accesorios de moda, en anécdotas y en reconocimientos, en dibujos y en palabras, las páginas del libro van gestando un retrato que se corona en la tapa del libro con el arte de Paula Castro, quien a partir de sus orgánicas formas esboza una transfirugación, un rompecabeza como imagen de un rostro en un espejo roto donde se convierte en fragmentos de un destello, de la estela que deja un torbellino.


Tren de vida y obra

De pasarelas de la alta costura a lumpen viviendo en la calle, del reviente under de la noche porteña a profesora de plástica en una escuela de pueblo de montaña de Traslasierra, del oeste barrial de Haedo al norte chic de Manhattan en su mítico viaje a New York a fines de los 90, todo el itinerario de la LaVogue relacionó universos a veces antagónicos, a veces complementarios, pero siempre con un impulso de desalambrar esos terrenos, de moverse con una mezcla de frenesí, estilo, informalismo y gracia para atravesarlo todo de la misma forma que las líneas de sus dibujos pueden avanzar para trazar rostros que tenga inocencia y violencia, moda y misterio. 

LaVogue vivió como pocas aquello que dijo Mae West y que a nuestra traviarca Lohana Berkins le gustaba repetir: "Las chicas buenas van al cielo, pero las malas vamos a todos lados." Según su propia memoria volcada en el libro, su educación nómade parece haberla comenzado en relaciones en un tren que la traía de su natal Haedo a la Ciudad de Buenos Aires, y en ese tránsito de suburbio y Centro, entre teteras de estaciones y vagones cargados de chongos y maricas, comenzó a formarse y performarse, a traficar su arte drag y trans, su yiro desenfrenado, sus amistades duraderas y al paso. “Cuando me tomaba el tren para venir al centro lo veía a Mauro Laurenti, que me inculcó moda, era maravillosamente alto, muy fino, libre, re urbano, re Diesel, iba agarrado al lado de una puerta del tren abierta, con un pañuelito con dibujos búlgaros. Eso me marcó, yo era pendeja”, dice Bianca y así deja retratado un nombre olvidado, el del un bailarín de Música Total, una loca que fue en esos tiempos cómplice y modelo de ella pero que hoy está olvidada al punto de ser ingoogleable. 

En sus memorias, LaVogue va a ser generosa para recordar algunas personas que le enseñaron mucho, principalmente artistas, como los dos Sergios, De Loof y Avello, quienes la proyectaron en el mundo del arte en los 90 pero especialmente le ayudaron a encontrar caminos como una forma de liberarse de las formalidades de ese mismo mundo.

Belleza y ferocidad

Cuando la beca Kuitca se instala en 1997 en el Centro Cultural Borges, el artistas Daniel Joglar cuenta que iban a hacer fiestas ahí, a bailar, porque tenían la llave y podían entrar a cualquier hora, lo usaban un poco como after. Juan Manuel Lombardo, “La Paraguaya”, recuerda haber estimulado a LaVogue a reconocer su talento plástico y a ser parte de ese mundo del arte: “Estábamos en la Beca Kuitca y ella estaba pasada, de fisura y no tenía nada que hacer, estaba esperando a Dani Joglar, y yo había abierto de casualidad para Sergio Avello. Yo estaba haciendo una colección del zoodíaco de distintos artistas, y le digo a ella: '¿Vos sabés dibujar? Si sos artista haceme un gallito'. Con una fibra fosforescente dibujaba sin levantar el trazo, creo que en ese momento estaba descubriendo su técnica. Hizo un gallito impresionante. Y allí en la beca le dije: 'Vos sos artista'.”  

Los ámbitos de la moda, la noche y el arte no fueron vidas paralelas para LaVogue sino un mismo (corto)circuito sin límites que se contaminaba mutuamente. Y, por supuesto, ella pertenecía a todos y a ninguno de esos mundos, por su estilo de vida de fuga permanente, era más una lumpen que se despojaba de todo y vivía en pensiones, en la calle, en departamentos prestados, en casas amigas, en lugares de rehabilitación. Tal vez el sitio más famoso en el que vivió fue la casa de Pipo Pesador, aunque tal vez él nunca lo haya sabido. Pero el mundo del arte fue finalmente uno de los lugares que más le dio cobijo, aunque fue reconocida un poco tardíamente a fines de los 90 cuando hizo su primera muestra individual.

“Con Barbara charlábamos mucho y venía mucho al local de Belleza y Felicidad”, rememora la escritora y artista Fernanda Laguna, gestora de ese espacio fundamental para la amplificación del campo del arte de los 90. “Un día estoy papando moscas adentro del local y en eso la veo a Bárbara desesperada golpeando la puerta de entrada; voy corriendo la abro, entra, cierro y justo atrás venían tres chongos transfóbicos a pegarle. Porque parece que le habían gritado de todo y ella los encaró, los empujó, les gritó de todo. Y luego salió corriendo cual reina hasta Belleza y Felicidad porque la querían matar. Y no me olvido su cara de desesperación y a la vez se mataba de risa.” Un círculo de amistad en el mundo del arte la protegía, le daba un lugar, refugio, pero un arte oficial sino un arte de resistencia al neoliberalismo. 

Laguna también recuerda: “En ArteBA nos habían dado las pulseras para la fiesta. Y Bárbara no tenía y se nos ocurrió armar una pulsera de todos los pedacitos que quedaban saliendo para afuera de las pulseras que teníamos los demás artistas. Y se armó como un frankenstein del permiso para entrar y ella mostró su pulsera toda espléndida para entrar como diciendo 'Esto es una pulsera hecha por todos tus amigos', pero no la dejaron entrar. Y luego vino una de ArteBA y vio esa pulsera y dijo: 'Pase reina'. Fue genial.” Esa misma anécdota quedó en la memoria de otras artistas, como Mariela Scafati, que la volvió a contar en la presentación de Comés Dios y cagás Diablo en el Puticlú, pero no la contó en un micrófono sino al costado de la pista, en la intimidad de una charla entre tragos, porque el libro se presentó con una playlist en una pista de baile, sin palabras, solo con canciones que evocaron las noches de LaVogue, su baile como expresión, ese destino de fiesta que dejaba a su paso. Los recuerdos como estos completan las memorias del libro. El Puticlú, que antes se llamaba Flux, fue uno de los últimos lugares nocturnos que visitó LaVogue cuando salió de Toxicología del Hospital Fernández a fin de 2017, previo paso por la Iglesia San Agustín, a unas cuadras sobre avenida Santa Fe, donde robó unos jazmines al altar de la Virgen para engalanar su pecho esa noche de ronda. Antes hereje que sencilla.

Calles salvajes

La calle fue un lugar de creación vital para LaVogue y el yiro sinverguenza fue su forma de protesta, como heredera de la filosofía de Diógenes y también de una parte del surrealismo donde vida y obra se fundían en un mismo gesto de insurrección, de desobediencia, de belleza. Les artistes Daniel Joglar y Laura Bilbao, con quienes LaVogue vivió algún tiempo en la casa que compartían, la recuerdan una noche como parte del desfile tropical organizado por Sergio De Loof en el Museo Fernández Blanco a finales de 2001, en medio de la crisis política argentina. Desfile que luego siguió en caravana en el primer cacerolazo en Congreso en la misma noche. LaVogue se deslumbró con la toma popular de la escalinata del Congreso de la Nación e improvisó allí una pasarela, como una performance trans como afrenta política al De La Rúa y el estado de sitio dictatorial que impondría esos días. Pocas personas como la performance queer callejera de LaVogue representaron la crisis de la era neoliberal.

“Un día estaba caminando por Gurruchaga, frente al taller de los Mondongo, y veo un colchón en el piso con un pibe semidesnudo durmiendo, tipo de 22 años, que era una bomba, una cosa de locos, tan potro que me lo quedé mirando porque estaba en calzoncillos durmiendo en la calle. Y había una mina durmiendo con él, con un pelo rubio tipo risitos de oro, y me digo quién es esta hija de puta que se está comiendo a este pendejo. Se dió vuelta y era Bianca. Y se despertó, me reconoció y dijo 'Amigaaa', y nos tiramos en la cama los tres en la calle. Nos quedamos charlando y no me dejaban ir a lo que tenía que hacer. Y la gente miraba y no entendía nada. ¡Qué delirio hermoso!”, rescata la anécdota de la memoria la artista Amaya Bouquet, quien la invitó a Bianca un verano a vivir en su casa, donde “comenzó un romance que duró más o menos un mes y algo... Hacía poesía todo el tiempo, fue una de las poetas más viscerales que conocí y menos apegada a los resultados, tanto de su obra como de su poesía. Nunca escribía nada, yo escribí algunas cosas que decía. Hay una libreta que me quedé que era una especie de diario de ella y de Cristian. Cristian fue su gran amor; era un trapito que conoció en un taxi que en un semáforo estaba limpiando los vidrios y se enamoró, se bajó y se fueron a vivir juntos. Fue su único gran amor correspondido. Cristian le escribía poesía y ella también, en una libretita.” De libretas como esas, de dibujos y cuadernos conservados por amistades de LaVogue se nutre el libro de Caracol.

La deriva sin final

Como un personaje de Genet, la vida de LaVogue es también la crónica de una fuga criminal. Tanto por pasar días en las cárceles capturada por Moralidad en teteras ferroviarias que recuerda en el libro, como por robos que le permitían sobrevivir a la deriva, en la intemperie donde vivió tanto tiempo de su corta vida. Su amigo Sergio Valcheff, viajero como ella, recuerda algunos hitos de su “rutina trash”, como cuando ella lo visitó sin aviso en un hospital de San Luis donde estuvo internado y terminó en Traslasierra viviendo varios meses, donde llegó a convertirse en maestra de plástica en una escuela pero como la policía le había secuestrado el documento, robó toda la plata de la cooperadora y se mandó a mudar. 

O cuando Bárbara trabajaba como couch de pasarela de la top model Daniela Urzi y le ofrecieron vivir un tiempo junto a modelos que venían del interior, pero como un día la echaron porque la encontraron endemoniada probándose tangas de modelos adolescentes, entró a la oficina y se robó tres laptops. O cuando Velcheff la visitó en una suerte de cotolengo llamado Las hermanas de la Madre Teresa en Mar del Plata, donde estaba judicializada, y le llevó un cassette a pedido con música bailable y LaVogue organizó una fiesta que terminó en que también la echaran. Esa fuga permanente, contó su hermana Andrea Gorostidi en la presentación del libro, hizo que nunca pudiese tener a su hermana mucho tiempo con ella, por eso luego de cremarla en 2018, se quedó con las cenizas varios años y recién este febrero, en Yemanyá, en un nuevo aniversario de su muerte, fue a ese punto donde el río se transforma en mar entre Claromecó y Lunamar y tiró las cenizas de LaVogue en esa encrucijada, para que siga su tour libérrimo

Entre las cenizas había una hebilla de Bárbara que el mar llevaba y traía y su hermana se la quedó mirando un poco hipnotizada. La hebilla seguro hizo un dibujo sobre la superficie como un camino imposible, como esos rostros de cientos de líneas filosas y serpenteantes que el arte de LaVogue desfiguraba sobre el papel, sobre las calles, sobre las pasarelas, sobre la noche. Y que ahora un libro recoge para que puedan volver a circular.