Un canto de grillos llega desde el fondo. Un bombo suena: una, dos, tres veces y se pierde. Sobre ello se cuelan algunos pasajes electrónicos. Ramalazos suaves. En loop. De algún modo esos primeros minutos definen el concepto de Sencilla es mi canoa como mis afectos, reciente trabajo de San Ignacio. Ese lugar propio desde el que, de alguna manera, entiende la música argentina.

Su nombre completo es Ignacio Rosa aunque casi nunca lo usa ni tampoco casi nadie lo llama así. Apenas cuando firma algunas traducciones. Lo último que hizo: ciertos manuales para algunos Sindicatos y poemas de la paulista Lubi Prates y Lance Henson, poeta norteamericano de la tribu Cheyenne. Tuvo un recorrido breve y olvidable por el conservatorio: “Una experiencia bastante traumática. Desde los seis a los nueve. Al día de hoy tengo una relación de amor-odio con el instrumento: me siento, toco, estoy un par de semanas sacando una pieza. Después hay una distancia. Lo bueno es que se genera una cosa muy lúdica. Solamente lo hago para jugar, para disfrutarlo” cuenta. Su familia no tenía un linaje musical ni tampoco heredó una escucha curiosa. Pero siempre hubo, en aquella casa de la infancia en zona sur del conurbano, un piano. Y sobre él, un chusmerío de vecinos: “El rumor, el viejo rumor del barrio, era que a esa casa iba de trampa Perón. Antes había una profesora de piano en esa casa, que marcaba unas clases ficticias con una alumna, con la que supuestamente Perón se veía. Todos lo decían”.

En plena adolescencia la fascinación estuvo puesta sobre la música electrónica y el sampleo. Costa (2015), su debut, es acaso el brote obvio de aquello: un trabajo casi exclusivamente electrónico. Eran, al fin de cuentas, sus primeros acercamientos y canciones pensadas alrededor de un disco. Estaba recién llegado al delta bonaerense –primera sección, una casa a una veintena de metros del río, lugar donde sigue viviendo: “En aquel momento me pareció increíble poder empezar a hacer eso. Grababa sin muchos parámetros de qué era lo que finalmente sonaba. Cuando me ofrecen editar algunas cosas ya tenía como tres discos, con todo lo que fui registrando durante años”. Es a partir de su segundo trabajo, Casiotone Rosa (2016), que empieza a aparecer otra cosa. En este caso un trabajo casi conceptual alrededor de la novela Gran sertão y el cuento "Tercera margen do rio" de João Guimarães Rosa. A raíz de las estancias e idas constantes a Brasil pensó un disco alrededor de esas obras. El hilo conductor: pasajes leídos en su lenguaje original por personas de aquel país. La canción que lleva el título del cuento es simplemente hermosa: sobre una música chiquita se repite insistente su última línea: en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro, el río.

Esa otra cosa que empieza a aparecer es cierto registro de la música popular de la región. Inquietudes alrededor de ciertos géneros y una sonoridad nueva: otra tímbrica, instrumentos analógicos, cuerdas pulsadas (guitarras, charangos, ronrocos), percusiones. Y lo electrónico, pero no como fundamento sino como parte junto a todo lo otro. “La música folclórica, aunque no me gusta ese término, aparece viajando. Y en la escucha y en el disfrute. Fueron cambiando las influencias y los espacios pero hay una constante que es utilizar la electrónica como un formato, no como un género. Vos podés hacer lo que quieras. El chiste era hacer lo que tuviera ganas, administrando todo lo electrónico como un recurso, sin caer en donde la electrónica generalmente te lleva”.

Lugares para nadar (2017), La identidad es una trampa (2020) y su reciente disco están pensados desde allí. Los nombres y los contemporáneos que andan en búsquedas similares se agolpan: Rumbo Tumba, El Remolón, Chancha Vía Circuito, Silvio Aister, Pol Nada (acaso el más cancionero de todos ellos), Barda. Todos, además, han participado en sus discos.

Las canciones de San Ignacio son, sobre todo, instrumentales. La palabra, cuando aparece, es breve, se repite como un mantra: puede ser un fragmento de un discurso de Raimundo Ongaro o CFK, un pasaje de un poema de Vicente Luy o Arnaldo Antunes, un pequeño escrito basado en Rilke, como en "Copla del Torso de Apolo", una tonada bellísima, una melodía silbada y pegadiza, sobre la que recita: “Cuando todavía no había guitarra, aún antes de que el hombre usara voz, se encontraba la gente en el fuego y cantaba, a su modo, al misterio de la vida, a los tres o cuatro misterios de su alrededor: el canto de los pájaros, los árboles, el paso del río, un amigo”. Dice: “Intento poner poco. Me parece que no tenemos tantas cosas para decir todo el tiempo. Y cuando me encuentro con algo que, de golpe, me gusta mucho, me lo repito como una especie de mantra o juego. Un par de renglones. La electrónica juega con la repetición y la simpleza. Pero la electrónica barroca no tiene mucho sentido”. O también puede titular una canción así: "Cuchi Leguizamón te amo". “El gusto y la fascinación, cuando lo escuché, fueron inmediatos. Tiene una combinación que no encuentro en otros músicos argentinos: gusto y disfrute de lo popular, de lo poético y búsqueda de nuevos sonidos, lo lúdico. Es poético como un todo. Y genera momentos así. En cada una de sus canciones encontrás un momento de belleza inesperada”.

Sencilla es mi canoa… tiene un llamativo epígrafe: “Ocho estudios sobre la chacarera”. Explica. “Era pensar en que es lo que hace que este género sea este género y qué o cuáles son esos elementos que tiene y entre esos, jugar y, de ser posible, darlos vueltas y desamarlos. En cuanto a lo rítmico hay un montón de polirritmias, que en realidad es el chiste de la chacarera. Entonces, jugar con polirritmias y diferentes claves afroamericanas interactuando ahí. De esa investigación surge esto que a algunos, les resultará bailable, a otros ilegible”. Un disco que, sobre todo, se planta y se abre desde lo percusivo. Colmado de silencios y espacios. Acaso pasajes de nada, como el horizonte de campo y cielo que se abre en la pampa: nada hay y, a la vez, todo está ahí. Y un baile propuesto: lento, lánguido, como tardío. Cuenta: “Ahí surge la libertad de poder bailar de otra manera. Sin esa pauta coreográfica muy presente en el folclore. Y en la electrónica, con esos golpes monótonos. Quizás esos espacios sean el lugar de esas preguntas y también el lugar de la libertad de cada une de bailarlo a su modo. Cuando la música te marca menos donde tenés que estar es donde podés inventar tu propio movimiento”. Entonces: el baile de cada uno, una rara chacarera bajo un cielo tal vez multicolor mientras la ciudad va quedando cada vez más lejos.