Cuando Agustina Muñoz y Bárbara Hang tuvieron que convocar a alguien para filmar a Rosario Bléfari trabajando, pensaron en Natalia Labaké, realizadora con experiencia en backstage, registro de obras y acciones en espacios no convencionales: alguien con capacidad de captura inmediata, además de fan de Rosario. “Es obvio que se van a llevar muy bien”, dijeron. La pieza generada entraría en el ciclo El trabajo del artista, idea síntesis a la que llegaron las nuevas curadoras del centro de artes escénicas del Centro Cultural Kirchner, al verse, entre otras cosas, ante un año sin público en las salas, parte esencial de su área y de obras ya comisionadas como la performance que planeaba Bléfari.

La segunda idea original fue filmarla en alguna sala del CCK o alquilar otro lugar: ninguna se llegó realmente a discutir porque empezó la cuarentena con ella en La Pampa. A Natalia la situación le resolvió el dilema con el punto de vista. Cómo iba hacer para que la cámara fuera un elemento más dentro del universo que Rosario proponía. “Pensaba: no me quiero meter, no quiero opinar, ella debería tener la cámara. Y finalmente no quedó otra”, dice.

En su primer mail, Rosario no hizo los saludos formales ni quiso saber de su trayectoria: le mandó directamente las escenas que quería registrar, a raíz de una lista de elementos y planteo de situación que ya se parecía a un guión: papeles, telas, tijeras, hilos, pegamentos, guitarra, papeles pentagramados; su alrededor mismo en la casa familiar de Santa Rosa, con su luz, objetos dormidos, el jardín del aguaribay y las flores rojas, amarillas, violetas. “A mí eso me gusta: entrar directo a trabajar sobre lo que tiene sentido, que es la materia”, dice Natalia. Salvo alguna idea de cámara, como un plano cenital donde se vean los dedos trabajando sobre el papel, no interfirió: planos horizontales o verticales –Rosario filmaba con celular–, sin jerarquía de objetos: “No era más importante un collage que el horno de barro o la esterilla: pasó de ser ‘los materiales con los que trabaja una artista’ a la vida misma”. Para ella, que tiene que pensar los cortes, el hilo conductor, combinar con la música, contar con material azaroso es lo mejor; Rosario, además, entendía perfecto sobre edición.

Por otro lado, Natalia ya sabía su estrategia principal. La entendió charlando largamente por WhatsApp; la vio en uno de los videos que mandó Rosario: un plano general vertical donde está trabajando contra la ventana de la habitación, a contraluz, sobre un papel de seda blanco. A la izquierda del marco hay un cuadro, y la obra: cuadrados sobre cuadrados de distintos colores. “El estado era el de valorar las cosas tal como son, no pretender otra cosa, y aprovechar todo al máximo, con las fallas con las que viene. Entendí que no tenía que intervenir la imagen, editarla, sino enmarcarla”, dice Natalia. El primer corte que le mandó –usando todo el material visual que había y las cinco pistas de audios entremezcladas: rasgueos inquietantes, melodías campestres– entusiasmó mucho a Rosario: “No sabés todo lo que te voy a mandar”, contestó dos semanas antes del 6 del julio, la fecha de su muerte. Lo último fueron tres imágenes y un Word con borradores del Diario de la dispersión, que venía publicando, el recuento de su hacer cotidiano “en esta casa de retiro pampeana”, tan preciso como libre y variado: un tiempo destinado a componer y escribir melodías para guitarristas principiantes, a retomar un escrito sin forma con muchos tiempos verbales, el proyecto de los collages, y también a pensar en eso –“Pensar es quedarme mirando el techo tirada boca arriba en la cama, y no es pensar, es un silencio para tratar de escuchar”, escribió en esos textos–, en los proyectos suspendidos, “soñando en nosotros”: cómo a veces logran crecer sin que nadie los toque. Cómo otros aparecen mágicamente, al detenerse de hacer algo para coser un ruedo: encontrar una aguja de crochet en el fondo del costurero, querer recordar cómo se tejía, encontrarse tejiendo un gran cuadrado de cuadrados de distintos puntos y colores.

Foto: Adolfo Rozenfeld

Un silencio para tratar de escuchar llamaron Rosario y Natalia a la pieza que cierra el ciclo El trabajo del artista del CCK, precedida por trabajos de actuación de Elisa Carricajo con Lisandro Rodríguez –un diálogo machacante donde una actriz debe hacer equilibrio entre trabajar y responderle a un insoportable–, y de Juan Onofri, 45 minutos de “conferencia perforada” sobre el oficio del bailarín. No estuvo pautada desde el principio como el cierre, sino que tuvo sus propios plazos de exploración, contemplación, trabajo sobre la materia, y también su tiempo de duelo. “Fue muy fuerte. Sentía que tenía que terminarla y a la vez que la pieza me expulsaba, me decía que no hiciera nada, y yo en esas cosas creo”, dice Natalia, que tiene una sorprendente ópera prima documental por estrenarse, La vida dormida, donde retoma filmaciones de fines de los ’80 de su abuela –recuerdos de la carrera política del esposo, Juan Gabriel Labaké–, y las espeja en un relato estremecedor con filmaciones propias del interior de la familia en la actualidad.

Natalia y las curadoras pensaron que lo mejor para ayudarse a cerrar el proyecto era abrirlo a las amigas y colaboradoras de Rosario, Susana Pampín y Natalia Rodi. La pieza final sumó las tres últimas imágenes que envió, pero no es más de lo que ya estaba ahí, en el primer corte: lo mismo que vio Rosario en un momento en que ella misma se sentía parte del collage que era la propia casa con tantas cosas encendidas, en composición, al mismo tiempo, sin puntos de llegada establecidos, donde todo era algo. Por ejemplo, la habitación de la cama de plaza y media con sábana rosa, un peluche blanco del lado de la amohada muy fina color celeste; encima del colchón, una colección de collages que parecen mapas, en combinaciones de flúos y pasteles, y en el extremo inferior izquierdo, dos papeles negros tienen dibujados en blanco los contornos de dos manos izquierdas, una pintada con rayones.