La escena que sigue podrá resultar bizarra pero, además, es real. Noticiero de la mañana. Su conductor, que viene comentando las noticias pandémicas con un tono de cuidada neutralidad si se lo compara con el furor editorialista que uniforma al resto de la TV, de pronto estalla. Algo le hizo perder el eje. Le acercaron un cable, lo miró y ahora se niega a leerlo en voz alta. “Yo me voy a mi casa”, dice, y sale de foco. La cámara lo persigue. Devenido un niño caprichoso o un padre de una autoridad tan implacable como necia, se niega a seguir con el programa. ¿Qué noticia es tan grave que no puede pronunciar? ¿Será que las mismas autoras del baby shower organizaron un bautismo de quintillizos? ¿El gobierno decidió que 2021 será en cuarentena? O será que lo angustia la repetición a la que vive condenado por la maquinaria noticiosa: ¿Subió la curva? ¿Subió la inseguridad? ¿Otro femicidio? ¿La policía mató a alguien? Cuando por la cabeza de quien lo está mirando han pasado todas estas posibilidades, Antonio Laje vuelve al ruedo como volvía Alberto Olmedo, pícaro, luego de mostrar el decorado. Lee el cable: “El Banco Central de la República Argentina decidió aprobar la Guía para una comunicación inclusiva y reconocer el lenguaje inclusivo en cualquiera de sus modalidades como recurso válido en las comunicaciones, expedientes, formularios, documentación y producciones de la institución.”

Lo que sigue es un tiempo larguísimo dedicado a una noticia calificada una y otra vez como estupidez. Despliegue de indignación y argumentaciones confusas. El conductor se dirige a “los muchachos del banco”, les dice que no están para estas pavadas mientras da por sentado, supuesto falaz, que el banco a pleno se detuvo a confeccionar la guía. Haberle dado crédito al uso del lenguaje no sexista le resta crédito a una institución seria. El argumento se parece mucho al que sostiene que antes de ampliar derechos a minorías hay que solucionar la paz del mundo. Hasta que no coman todos no hay matrimonio igualitario ni protección a humedales, ni nada. Pero la pavada no se descarta fácilmente, la pavada, en femenino, exaspera.

La medida, sigue el cable, ha sido propiciada por la Gerencia de Promoción de Políticas de Género, Resguardo del Respeto y Convivencia Laboral. La corrección política y la ley vigente, impiden al conductor impugnar al aire a tal Gerencia pero se siente habilitado para decir a qué debería dedicarse: a la equidad de sueldos sí, a exagerar con el cupo no. Al lenguaje no. Ni siquiera está aprobado por la Real Academia.

El odio es el mensaje

No se trata de una reacción individual así como esto no es un escrache, la indignación se replicó en varios programas y durante varios días. Vale entonces la pregunta: ¿qué es lo que molesta tanto? Los indignados ni siquiera se ocupan de poner las intenciones de pluralismo y los protocolos en duda. No se gastan en desconfiar de que se trate, por ejemplo, de una medida oportunista y hasta cosmética. ¿Por qué en los discursos oficiales el todes aparece apenas tangencialmente, luego de que las cosas serias han sido enunciadas en masculino? ¿Es por un descuido, una falta de costumbre o es para no desviar la atención? ¿O para no despertar al odio agazapado? La reivindicación de ciertas existencias, molesta. Molesta que el lenguaje empieza a ser entendido como espacio público.

El economista mediático Miley ironizó: ¡No hay más problemas de inversiones! ¡No hay más problemas con la moneda! Y remató con: “Ya no habrá pesos, ahora habrá peses”, un chiste ocurrente pero bastante fácil. Porque hay que reconocer que el llamado lenguaje inclusivo, ya sea entendido como enumeración de todos y todas o como el uso de la letra E al final, provoca risa. A veces al que lo dice y a veces a quien lo escucha. Es la risa espontanea que causa lo monstruoso, lo que se va de mambo, la interrupción brusca de lo raro en plena normalidad de la que hablaba Henri Bergson en su tratado sobre La risa. La torsión del lenguaje da nervios como cuando alguien se cae. Es que más que incluir a nadie, este forcejeo con el lenguaje, es una alerta de esa caída. La lengua tironeada por les caídes del lenguaje, los grupos, comunidades no nombradas. Una gran pavada llevada adelante por gente considerada no importante que despierta odios descomunales. Lo que se denomina lenguaje inclusivo es una intervención más que una norma, que viene a hacer justicia lingüística con formas instaladas de no nombrar. Molesta también por lo inconcluso, incomoda por su falta de definición. No es una marca de género específica sino una marca de insurgencia que alerta sobre las ausencias. ¡Ni siquiera es tan inclusivo como se celebra! Se requiere, por ejemplo, alta destreza en el uso de la gramática para que la aparición de la letra E en remplazo de los géneros masculino y femenino no se vuelva un embrollo más cercano al chiste de Miley que a lo que se intenta.

Podríamos reírnos con Eduardo Feinman, otro indignado, cuando lee en la guía del Banco Central la palabra “choferesa”. Da risa el aire de alcaldesa que le toca a la conductora de un auto de alquiler. Pero nos detenemos rotundamente cuando el mismo Feinmann sigue envalentonado en su chiste: “En la lista está “secretaria”. ¿No me digan? ¿Me van a enseñar eso ahora?” Claro que no, señor Feinmann y ese es el punto. ¡Si hasta existe el día de la secretaria! Choferesa nos causa tanta risa como “recepcionisto”, y en esa risa debería poder ingresar la pregunta: ¿qué es lo que molesta tanto? Exaspera lo que va quedando al descubierto, posibles nuevos modos de pensar los trabajos, los roles, las relaciones, la alimentación, la relación con les compañeres no humanes. Cuesta pensar que lo que mueva a no poder decir señora presidenta sea una pasión filológica.

Feinmann va un poco más allá que la pantomima de esconderse tras el decorado y le da play a un video que docentes de la Escuela 13 (CABA) armaron para sus estudiantes. De pronto sus caras, sus casas, aparecieron en la pantalla ridiculizadas por decir “les alumnes” y “les maestres” en una canción. No son escenas sueltas, son instantáneas del odio. Desde el púlpito de la TV, una invitación a un entrenos con tufo a bullying.

Que terminen este artículo, o mejor dicho que contribuyan a “seguir con el problema”, como dice la feminista Donna Haraway, las maestros y maestras de la Escuela 13: “No nos avisaron que nos iban a usar como blanco en un espacio de poder en el que no tenemos posibilidad de réplica. Nos preguntamos qué sabrán estos hombres del trabajo que venimos haciendo… ¿Se preocuparán por las miles de familias que no tienen computadora ni conexión? ¿Se preocuparán porque los bolsones que entrega el GCBA son insuficientes, vergonzosos? ¿Se preocuparán por les niñes que no tienen garantizado su derecho a la educación? Pareciera que tienen las prioridades corridas, desdibujadas; que a ellos estas desigualdades nos les mueven la aguja de la indignación. Pero a nosotres sí.”