No recuerdo dónde leí que “el viaje no es tal si uno no regresa a casa”. La costumbre de pasar las fiestas de fin de año con mis padres era una parte importante de mis viajes. La protección que sentía bajo su aureola era una carga energética vital que me permitía afrontar otro año en el camino. Mi admiración, respeto y amor hacia ellos crecía con el paso del tiempo. Su honestidad, integridad, simpleza, espíritu de lucha, eran un ejemplo de vida. El primer día en Buenos Aires, cuando fui a la Galería del Este, otra realidad apareció sin titubear. Unos policías vestidos de civil me acosaron pidiendo documentos. ¿Quién sos? ¿Qué haces? ¿Cuál es tu trabajo? “No te metas en quilombos, el horno no está para bollos”. El amor por los afectos y valores de mis padres contrastaba con el abismo de un presente político comprometido.

El Campeonato de la República era un clásico en el calendario argentino. En esa fecha del año, el público estaba ávido de tenis y quería ver a los mejores jugadores del mundo. En el torneo de singles le gané a John Lloyd, futuro esposo de Christ Evert, 6-3 6-2 y perdí con Víctor Pecci, mi amigo paraguayo, 7-5 6-3.

En la final de dobles, con Carlos Kirmayr le ganamos a Ricardo Cano y Belus Praujoux. En el último punto, antes de terminar el partido, me lesioné la muñeca. El diagnóstico, “distensión de ligamentos”, llegó en el momento justo. La inactividad era el mejor remedio, mis vacaciones estaban justificadas.

En mi casa de Palermo, los días se sucedían sin mayores sobresaltos. Paseaba a Pirata, permanecía leyendo, escuchaba música o regaba las plantas del patio. Mi hermano era un chico adolescente, no le gustaban los deportes ni la lectura, era muy observador y estaba atento a los detalles. La diferencia de edad era una barrera en nuestra relación. Eramos muy diferentes pero compartíamos la timidez.

El 22 de diciembre en el estadio de Racing, River definía con Boca el Campeonato Nacional. Esa mañana, cuando llegué al Monumental, ya no quedaban localidades. En un acto de desesperación me fui a la Bombonera, donde forcejeando frente a las rejas de una ventanilla y la extensión de unos brazos frenéticos conseguí dos entradas. En el camino al aeropuerto, cuando iba a buscar a Fellini que llegaba de California, pasé numerosas barreras de control custodiadas por militares. Tenía la sensación de estar en una cárcel al aire libre, era un ciudadano culpable, culpable de estar vivo y de mi apariencia. Al volver del aeropuerto sufrimos el mismo escrutinio. ¿A qué viene? ¿Qué hace? ¿Cuánto tiempo se queda? ¿Cuándo se va?

–Mike, tengo dos entradas para ver River-Boca, el clásico del fútbol argentino.

–¡Que buena idea! ¡Es como ir a un concierto de los Stones! –dijo con una sonrisa agradecida.

Ignorando la represión nos fuimos a ver el partido. La cancha era una fiesta, el estadio estaba repleto. Una euforia sin límites, un evento apasionado despojado de cualquier virtud, trompadas, empujones, cuchillazos, electrizaban el ambiente. La hinchada de Boca ocupó la platea alta; nosotros, junto a los de River, la baja. Las gradas de cemento encima de nuestras cabezas se movían con los saltos de la gente desprendiendo trozos de las columnas. La posibilidad de un accidente de graves consecuencias era real. Lo miré a Fellini con cierto temor y la absoluta convicción de que dependíamos del capricho del destino. A pesar de perder 1-0 con un gol de tiro libre, ejecutado a destiempo, mientras el Pato Fillol, arquero de River, ordenaba la barrera en el poste opuesto, sobrevivimos. Las dudas sobre un arbitro parcial, la picardía del potrero, la mala suerte, los milicos, la concha de su madre. Todo, absolutamente todo, me molestaba. Al otro día la cancha de Racing fue inhabilitada por tiempo indefinido mientras una lluvia torrencial limpiaba la ciudad arrastrando toda la mierda. Años después, Suñé, el jugador de Boca, autor del gol que ganó el campeonato intentó suicidarse. ¿Qué es ganar?

Fellini compartió con nosotros el pulpo de mi madre y unos días después partió para Brasil “a conocer otros horizontes”. A pesar del amor de mis padres y la aparente tranquilidad de casa, no podía ignorar la realidad. La represión era perversa, su presencia invadía lo invisible. Argentina era una calesita, los ciclos se repetían. El hombre no había aprendido nada de los errores del pasado. Opté por recluirme en el fondo de la cueva, leer y escribir.

Oculto en el día un asesino acecha / Un general disfruta al ordenar su sueño / La vida se esconde al mirar los ojos / La sangre brota como silencios / El nicho que alimentan los soldados / Es como un río lleno de muerte / Hermano cruel ciego metal odio sin fin / El dolor enajenado como en un frasco / Tanto vivir para llegar donde nadie hay / La noche encubre la realidad del hampa / El gato Zen camina solo por la cornisa / Sus pasos son como ilusiones en el vacío / El silencio rompió el tímpano de la locura / Solo la oscuridad abraza las formas / Verdad atroz temor real falso mensaje / La soberbia el poder y su epitafio / Aterrado ante la muerte el hombre duda / Inmóvil vulnerable espera en vano / La muda intrascendencia del libro cerrado / y el fin del horror como única esperanza.

La imposibilidad de vivir en armonía con el entorno, la lesión en la muñeca, la invitación de Eduardo a conocer Colombia y adentrarme en la naturaleza, alejado de la civilización, eran razones suficientes para abandonar el país.

El día antes de partir salí a caminar por el barrio en dirección a la Plaza Serrano donde había una feria artesanal. En el suelo, contra la pared, en la zona de los pintores, vi un retrato de Bob Dylan hecho con pedazos de mosaicos de diferentes colores sobre un fondo verde claro. El poeta tenía una mirada perspicaz y estaba vestido de negro.

Apenas lo vi supe que lo quería. Mi relación con Dylan comenzó en los años sesenta, cuando llegué a Los Angeles. Sus palabras habían influenciado mi manera de percibir la vida. Su sombra se había pegado a mi destino como un tatuaje. Durante muchos años, cada paso, cada acción, eran convalidados por su último disco, su último libro, su último concierto. Compré el cuadro y volví a mi casa con una sonrisa en el alma.

Un día después, un inspector militar en el aeropuerto de Ezeiza fue el último obstáculo. En el departamento de migraciones me demoraron una vez más. Luego de una minuciosa inquisición me otorgaron una tarjeta “al solo efecto de salir del país”.

* “Vuelvo al sur”, capítulo XVI del libro El ombligo del pulpo, editorial Nuevohacer, Buenos Aires, 2018.